tercer aviso
Avisos espirituales del Padre Francisco
Cap.
I: Del cuerpo del Señor
Dice el Señor Jesús
a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino
por mí. Si me conocierais a mí, ciertamente conoceríais también a mi Padre; y
desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto.
Le dice Felipe: Señor, muéstranos
al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y
no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn
14,6-9).
El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios
nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Por eso no puede ser visto sino en el
espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada
(Jn 6,64).
Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de
otra manera que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. De donde todos
los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según
el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron.
Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las
palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino,
y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el
santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan, como lo
atestigua el mismo Altísimo, que dice: Esto es mi cuerpo y mi sangre del nuevo
testamento, [que será derramada por muchos] (cf. Mc 14,22.24); y: Quien come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55). De donde el espíritu
del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el santísimo cuerpo y
sangre del Señor. Todos los otros que no participan del mismo espíritu y se
atreven a recibirlo, comen y beben su condenación (cf. 1 Cor 11,29).
De donde: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis de pesado
corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo
de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real
vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo
apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el
altar en las manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos
apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a
nosotros en el pan sagrado.
Y como ellos, con la mirada de su carne,
sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales,
creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino
con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo
cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de este modo siempre está el Señor
con sus fieles, como él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta
la consumación del siglo (cf. Mt 28,20).
Cap. II: Del mal
de la propia voluntad
Dijo el Señor a Adán: Come de todo árbol, pero del árbol de la
ciencia
del bien y del mal no comas (cf. Gén 2,16.17). Podía comer de todo árbol
del paraíso, porque, mientras no contravino a la obediencia, no pecó.
Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien, aquel que se apropia
su voluntad y se enaltece del bien que el Señor dice y obra en él; y
así, por la sugestión del diablo y la transgresión del mandamiento, vino
a ser la manzana de la ciencia del mal. De donde es necesario que sufra
la pena.
Cap. III: De la perfecta obediencia
Dice el Señor en el
Evangelio: El que no renuncie a todo lo que posee,
no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: El que quiera salvar su vida,
la perderá (Lc 9,24). Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el
hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de
su prelado. Y todo lo que hace y dice que él sepa que no es contra la
voluntad del prelado, mientras sea bueno lo que hace, es verdadera
obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve cosas mejores y más útiles
para su alma que aquellas que le ordena el prelado, sacrifique
voluntariamente sus cosas a Dios, y aplíquese en cambio a cumplir con
obras las cosas que son del prelado. Pues ésta es la obediencia
caritativa, porque satisface a Dios y al prójimo.
Pero si el prelado
le ordena algo que sea contra su alma, aunque no le obedezca, sin
embargo no lo abandone. Y si a causa de eso sufriera la persecución de
algunos, ámelos más por Dios. Pues quien sufre la persecución antes que
querer separarse de sus hermanos, verdaderamente permanece en la
perfecta obediencia, porque da su vida por sus hermanos. Pues hay muchos
religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que les
ordenan sus prelados, miran atrás y vuelven al vómito de la propia
voluntad; éstos son homicidas y, a causa de sus malos ejemplos, hacen
que se pierdan muchas almas.
Cap. IV: Que nadie se
apropie la prelacía
No he venido a ser servido, sino a
servir, dice el Señor (cf. Mt 20,28). Aquellos que han sido constituidos
sobre los otros, gloríense de esa prelacía tanto, cuanto si hubiesen
sido destinados al oficio de lavar los pies a los hermanos. Y cuanto más
se turban por la pérdida de la prelacía que por la pérdida del oficio de
lavar los pies, tanto más acumulan en la bolsa para peligro de su alma.
Cap. V: Que nadie se
ensoberbezca, sino que se gloríe en la cruz del
Señor
Considera, oh hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor
Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo,
y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo
el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que
tú. Y aun los demonios no lo crucificaron, sino que tú, con ellos, lo
crucificaste y todavía lo crucificas deleitándote en vicios y pecados.
¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan
sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia y supieras interpretar todo
género de lenguas e investigar sutilmente las cosas celestiales, de
ninguna de estas cosas puedes gloriarte; porque un solo demonio supo de
las cosas celestiales y ahora sabe de las terrenas más que todos los
hombres, aunque hubiera alguno que hubiese recibido del Señor un
conocimiento especial de la suma sabiduría. De igual manera, aunque
fueras más hermoso y más rico que todos, y aunque también hicieras
maravillas, de modo que ahuyentaras a los demonios, todas estas cosas te
son contrarias, y nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte
en ellas; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras
enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro
Señor Jesucristo.
Cap. VI: De la imitación del Señor
Consideremos todos
los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus
ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en
la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la
enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron
del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para
nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros,
recitándolas, queremos recibir gloria y honor.
Cap. VII:
Que el buen obrar siga a la ciencia
Dice el Apóstol: La
letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3,6). Son matados por la
letra aquellos que únicamente desean saber las palabras solas, para ser
tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas
que dar a consanguíneos y amigos. Y son matados por la letra aquellos
religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino
que desean más bien saber únicamente las palabras e interpretarlas para
los otros. Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos
que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino
que, con la palabra y el ejemplo, la devuelven al altísimo Señor Dios,
de quien es todo bien.
Cap. VIII: Del pecado de envidia,
que se ha de evitar
Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu
Santo
(1 Cor 12,3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno (Rom
3,12). Por consiguiente, todo el que envidia a su hermano por el bien
que el Señor dice y hace en él, incurre en el pecado de blasfemia,
porque envidia al mismo Altísimo, que dice y hace todo bien.
Cap. IX: Del
amor
Dice el Señor: Amad a vuestros enemigos, [haced el bien a los que os odian,
y orad por los que os persiguen y calumnian] (Mt 5,44). En efecto, ama
de verdad a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que le hace,
sino que, por amor de Dios, se consume por el pecado del alma de su
enemigo. Y muéstrele su amor con obras.
Cap. X: Del
castigo del cuerpo
Hay muchos que, cuando pecan o
reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo o al prójimo. Pero
no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, es decir, al
cuerpo, por medio del cual peca. Por eso, bienaventurado aquel siervo
que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se
guarda sabiamente de él; porque, mientras haga esto, ningún otro
enemigo, visible o invisible, podrá dañarle.
Cap. XI: Que
nadie se altere por el pecado de otro
Al siervo de Dios
nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo que una
persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y
no por caridad, atesora para sí una culpa (cf. Rom 2,5). El siervo de
Dios que no se encoleriza ni se conturba por cosa alguna, vive
rectamente sin propio. Y bienaventurado aquel que no retiene nada para
sí, devolviendo al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios
(Mt 22,21).
Cap. XII: De cómo conocer el espíritu del Señor
Así
se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si,
cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se
exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, sino que, más bien,
se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos
los otros hombres.
Cap. XIII: De la paciencia
Bienaventurados los
pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). El siervo de
Dios no puede conocer cuánta paciencia y humildad tiene en sí, mientras
todo le suceda a su satisfacción. Pero cuando venga el tiempo en que
aquellos que deberían causarle satisfacción, le hagan lo contrario,
cuanta paciencia y humildad tenga entonces, tanta tiene y no más.
Cap. XIV: De la pobreza de
espíritu
Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas
abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra
que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les
quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de
espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí
mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla.
Cap.
XV: De la paz
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios (Mt
5,9).
Son verdaderamente pacíficos aquellos que, con todo lo que padecen en
este siglo, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz en
el alma y en el cuerpo.
Cap. XVI: De la limpieza del
corazón
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt
5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas
terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con
corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero.
Cap. XVII: Del humilde siervo de
Dios
Bienaventurado
aquel siervo que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por
medio de él, que del que dice y obra por medio de otro. Peca el hombre
que quiere recibir de su prójimo más de lo que él no quiere dar de sí al
Señor Dios.
Cap. XVIII: De la compasión del prójimo
Bienaventurado el
hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en
aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso
semejante. Bienaventurado el siervo que devuelve todos los bienes al
Señor Dios, porque quien retiene algo para sí, esconde en sí el dinero
de su Señor Dios (Mt 25,18), y lo que creía tener se le quitará (Lc
8,18).
Cap. XIX: Del humilde siervo de Dios
Bienaventurado el siervo que
no se tiene por mejor cuando es
engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido por vil,
simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto
es y no más. ¡Ay de aquel religioso que ha sido puesto en lo alto por
los otros, y por su voluntad no quiere descender! Y bienaventurado aquel
siervo que no es puesto en lo alto por su voluntad, y siempre desea
estar bajo los pies de los otros.
Cap. XX: Del religioso
bueno y del religioso vano
Bienaventurado aquel
religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas
palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de
Dios con gozo y alegría. ¡Ay de aquel religioso que se deleita en las
palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a los hombres a la risa!
Cap. XXI: Del
religioso frívolo y locuaz
Bienaventurado el siervo que, cuando habla, no manifiesta
todas sus cosas
con miras a la recompensa, y no es ligero para hablar, sino que prevé
sabiamente lo que debe hablar y responder. ¡Ay de aquel religioso que no
guarda en su corazón los bienes que el Señor le muestra y no los muestra
a los otros con obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más
bien mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa, y
los oyentes sacan poco fruto.
Cap. XXII: De la corrección
Bienaventurado
el siervo
que soporta tan pacientemente la advertencia, acusación y reprensión que
procede de otro, como si procediera de sí mismo. Bienaventurado el
siervo que, reprendido, benignamente asiente, con vergüenza se somete,
humildemente confiesa y gozosamente satisface. Bienaventurado el siervo
que no es ligero para excusarse, sino que humildemente soporta la
vergüenza y la reprensión de un pecado, cuando no incurrió en culpa.
Cap. XXIII: De la
humildad
Bienaventurado el siervo a quien se encuentra tan humilde entre sus
súbditos, como si estuviera entre sus señores. Bienaventurado el siervo
que permanece siempre bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y
prudente el que, en todas sus ofensas, no tarda en castigarse
interiormente por la contrición y exteriormente por la confesión y la
satisfacción de obra.
Cap. XXIV: Del verdadero amor
Bienaventurado el
siervo
que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede
recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle.
Cap. XXV: De nuevo sobre lo
mismo
Bienaventurado el
siervo que ama y respeta tanto a su hermano cuando está lejos de él,
como cuando está con él, y no dice nada detrás de él, que no pueda decir
con caridad delante de él.
Cap. XXVI: Que los siervos de
Dios honren a los clérigos
Bienaventurado el siervo que tiene fe en los clérigos que
viven
rectamente según la forma de la Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que
los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe
juzgarlos, porque solo el Señor en persona se reserva el juzgarlos. Pues
cuanto mayor es el ministerio que ellos tienen del santísimo cuerpo y
sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos
administran a los demás, tanto más pecado tienen los que pecan contra
ellos, que los que pecan contra todos los demás hombres de este mundo.
Cap. XXVII: De la
virtud que ahuyenta al vicio
Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni
ignorancia. Donde hay
paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación. Donde hay pobreza
con alegría, allí no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y
meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. Donde está el temor de
Dios para custodiar su atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar
para entrar. Donde hay misericordia y discreción, allí no hay
superfluidad ni endurecimiento.
Cap. XXVIII: Hay que esconder el bien para que no se
pierda
Bienaventurado el siervo que atesora en el cielo los bienes que el Señor le
muestra, y no ansía manifestarlos a los hombres con la mira puesta en la
recompensa, porque el Altísimo en persona manifestará sus obras a todos
aquellos a quienes le plazca. Bienaventurado el siervo que guarda en su
corazón los secretos del Señor.