Index confesiones
CONFESIONESLIBRO DÉCIMO
Ascenso al
conocimiento de Dios. Tesoros de la memoria. Estado actual de su espíritu.
Cuarenta y seis años
(h. 400)
CAPÍTULO I
Invocación
para conocer a Dios
1. Que yo te conozca, conocedor mío, que yo te
conozca como tú me conoces1, Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a
ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga2.
Esta es mi
esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando mi alegría es
sana. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más
se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora.
He aquí que amaste la verdad3, porque el que obra la verdad viene a la
luz4. Yo la quiero obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión
y delante de muchos testigos por este mi escrito.
CAPÍTULO II
Por qué Agustín quiere confesarse a Dios
2. Y ciertamente, Señor, a
cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué
podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que
haría sería escondérteme a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora que mi gemido
es testigo de que yo me desagrado a mí, tú brillas y me places y eres amado
y deseado hasta avergonzarme de mí y desecharme y elegirte a ti, y así no me
plazca a ti ni a mí si no es por ti.
Quienquiera, pues, que yo sea,
manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con que te
confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con
palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen.
Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que desplacerme a
mí; y cuando soy piadoso, confesarte a ti no es otra cosa que no
atribuírmelo a mí. Porque tú, Señor, eres el que bendices al justo5 pero
antes, de impío le haces justo6.
Así, pues, mi confesión en tu
presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al
ruido [de las palabras], clama en cuanto al afecto. Porque ni siquiera una
palabra de bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni
tú podrías oír algo tal de mí si antes no me lo hubieses dicho tú a mí.
CAPÍTULO III
Por qué le piden a Agustín que describa su estado
actual (Libro X) de Confesiones
3. ¿Qué tengo, pues, yo que ver con
los hombres, para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a sanar
todas mis debilidades?7 Curioso linaje para averiguar vidas ajenas,
desidioso para corregir la suya. ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos
que no quieren oír de ti quiénes son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen
hablar de mí mismo, si les digo verdad, siendo así que ninguno de los
hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que,
existe en él?8 Pero si te oyeren a ti hablar de ellos, no podrán decir:
«Miente el Señor». Porque ¿qué es oírte a ti hablar de ellos sino conocerse
a sí? ¿Y quién hay que se conozca y diga «es falso», si él mismo no miente?
Mas, porque la caridad todo lo cree9, entre aquellos, digo, a quienes
unidos consigo hace una cosa, también yo, Señor, aun así me confieso a ti,
para que lo oigan los hombres, a quienes no puedo probarles que las cosas
que confieso son verdaderas. Pero créanme aquellos cuyos oídos abre para mí
la caridad.
4. No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro
con qué fruto hago yo esto. Porque las confesiones de mis males pretéritos
—que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi
alma con tu fe y tu sacramento—, cuando son leídas y oídas, excitan al
corazón para que no se duerma en la desesperación y diga: «No puedo», sino
que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia, por
la que es poderoso todo débil que se da cuenta por ella de su debilidad. Y
deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de
ellos; pero no les deleita por aquello de ser malos, sino porque lo fueron y
ahora no lo son. ¿Con qué fruto, pues, Señor mío —a quien todos los días se
confiesa mi conciencia, más segura ya con la esperanza de tu misericordia
que de su inocencia—, con qué fruto, te ruego, confieso delante de ti a los
hombres, por medio de este escrito, lo que yo soy ahora, no lo que he sido?
Porque ya hemos visto y consignado el fruto de confesar lo que fui.
Pero hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean
saber quién soy yo al presente en este tiempo preciso en que escribo las
Confesiones, los cuales, aunque me han oído algo o han oído a otros de mí,
pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren,
sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos
no pueden penetrar con la vista, ni el oído, ni la mente. Dispuestos están a
creerme, ¿acaso lo estarán a conocerme? Porque la caridad, que los hace
buenos, les dice que yo no les miento cuando confieso tales cosas de mí y
ella misma hace que ellos crean en mí.
CAPÍTULO IV
Frutos de
la confesión actual de su alma
5. Pero ¿con qué fruto quieren esto?
¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me he acercado a ti por tu
gracia y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me manifestaré a
los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el que sean muchos
los que te den gracias por mí10 y seas rogado de muchos por mí. Ame en mí el
ánimo fraterno lo que enseñas se debe amar y duélase en mí de lo que enseñas
se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño, no el de hijos
ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra es la diestra de la
iniquidad11, sino el fraterno, que cuando aprueba algo en mí se goza en mí y
cuando reprueba algo en mí se contrista por mí, porque, ya me apruebe, ya me
repruebe, me ama.
Me manifestaré a estos tales. Respiren en mis
bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y tus dones; mis
males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquéllos y suspiren en
éstos, y de los corazones de estos hermanos, que son tus incensarios, suban
el himno y el llanto a tu presencia.
Y tú, Señor, deleitado con la
fragancia de tu santo templo, compadécete de mí, según tu gran
misericordia12, por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu
obra comenzada, consuma en mí lo que hay de imperfecto.
6. Este es el
fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo
confiese esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de
temor y con secreta tristeza mezclada de esperanza, sino también en los
oídos de los creyentes hijos de los hombres, compañeros de mi gozo y
consortes de mi mortalidad, ciudadanos míos y peregrinos conmigo, anteriores
y posteriores y compañeros de mi vida. Estos son tus siervos, mis hermanos,
que tú quisiste fuesen hijos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste
que sirviese si quería vivir contigo de ti.
Poco hubiera sido de
provecho para mí si tu Verbo lo hubiese mandado de palabra y no hubiera ido
delante con la obra. Por eso hago yo también esto con palabras y con hechos,
y lo hago bajo tus alas y con un peligro enormemente grande, si no fuera
porque bajo tus alas te está sujeta mi alma y te es conocida mi flaqueza13.
Pequeñuelo soy, mas vive perpetuamente mi Padre y tengo en él tutor
idóneo. Él es el mismo que me engendró y me defiende, y tú eres todos mis
bienes, tú Omnipotente, que estás conmigo aun desde antes de que yo lo
estuviera contigo. Manifestaré, pues, a estos tales —a quienes tú mandas que
les sirva— no quién he sido, sino quién soy ahora al presente y quién venga
a ser todavía. Pero no quiero juzgarme a mí mismo14. Óiganme, pues, en esta
actitud.
CAPÍTULO V
El hombre se desconoce a sí mismo
7. Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque nadie de los hombres
sabe las cosas interiores del hombre, sino el espíritu del hombre que está
en él15, con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que
habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho16.
También yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y ceniza,
sé algo de ti que ignoro de mí. Y ciertamente ahora te vemos, por espejo en
enigmas, no cara a cara17, y así, mientras peregrino fuera de ti, me soy más
presente a mí que a ti. Con todo, sé que tú no puedes ser de ningún modo
violado, en tanto que no sé a qué tentaciones puedo yo resistir y a cuáles
no puedo, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás
que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas; antes, con la tentación
das también el modo de poder soportarla18.
Confiese, pues, lo que sé
de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé
porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis
tinieblas se conviertan en mediodía ante tu presencia19.
CAPITULO VI
Qué ama Agustín cuando ama a Dios
8. No con conciencia dudosa,
sino cierta, yo te amo, Señor. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé.
Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí
que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a
fin de que sean inexcusables20. Sin embargo, tú te compadecerás más
altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con
quien fueses misericordioso21: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían
tus alabanzas a sordos.
Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No
belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a
estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no
fragancia de flores, de ungüentos y de aromas, no manás ni mieles, no
miembros atrayentes a las caricias de la carne: nada de esto amo cuando amo
a mi Dios. Y, sin embargo, amo una especie de luz, de voz, y de fragancia y
de alimento y de caricia, cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia,
alimento y caricia del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo
que el espacio no contiene; resuena lo que no arrebata consigo el tiempo;
exhala sus perfumes lo que no se lleva el viento; saborea lo que no se
consume comiendo, y donde la unión es tan firme que no la disuelve el
hastío. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.
9. Pero ¿y qué es
entonces? Pregunté a la tierra y me dijo: «No soy yo»; y todas las cosas que
hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los
reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios; búscale sobre
nosotros». Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus
moradores, me dijo: «Se engaña Anaxímenes: yo no soy tu Dios». Pregunté al
cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. «Tampoco somos nosotros el Dios
que buscas», me respondieron.
Dije entonces a todas las cosas que
están fuera de las puertas de mi carne: «Decidme algo de mi Dios, ya que
vosotras no lo sois; decidme algo de él». Y exclamaron todas con grande voz:
Él nos ha hecho22. Mi pregunta era mi mirada; su respuesta, su belleza.
Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: «¿Tú quién eres?», y respondí:
«Un hombre». He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma;
esta, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo
buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra
al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor,
sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus
noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las
respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se
encierran, cuando dicen: «No somos Dios» y «Él nos ha hecho». El hombre
interior es quien ha conocido estas cosas por ministerio del exterior; yo
interior conocí estas cosas; yo, Yo—Alma, por medio del sentido de mi
cuerpo.
Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi
Dios, y ella me respondió: «Yo solo soy simple hechura suya».
10.
Pero ¿no se muestra esta belleza a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por
qué, pues, no habla a todos lo mismo?
Los animales, pequeños y
grandes, ven esta belleza; pero no pueden interrogarla, al no estar dotados
de una razón que presida los sentidos y dictamine sobre ellos. Los hombres
sí que pueden interrogarla, por percibir por las cosas visibles las
invisibles de Dios23. Sin embargo, el amor a las visibles les hace esclavos
de ellas, y, una vez esclavizados, la razón ya no puede juzgar. Porque estas
realidades creadas no responden a los que preguntan, sino a los que saben
juzgar; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y otro,
además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro
de otra; sino que, apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para
el otro, o mejor dicho, habla a todos, mas sólo la entienden aquellos que
contrastan su voz, que viene del exterior, con la verdad interior. Porque la
verdad me dice: «No es tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo alguno». Y
esto mismo dice la naturaleza de éstos, a quien advierte que la masa es
menor en su parte que en el todo. Por esta razón eres tú mejor que éstos; a
ti te digo; ¡oh alma!, porque tú vivificas la masa de tu cuerpo prestándole
vida, lo que ningún cuerpo puede prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para
ti hasta la vida de tu vida.
CAPÍTULO VII
El alma vegetativa y
sensitiva no llega a Dios
11. ¿Qué amo, pues, cuando yo amo a mi
Dios? ¿Y quién es él sino el que está sobre la cabeza de mi alma? Por mi
alma misma subiré, pues, a él. Trascenderé esta energía (vis) mía por la que
estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida, pues no encuentro en
ella a mi Dios. Porque, de encontrarle, le hallarían también el caballo y el
mulo, que no tienen inteligencia24, y que, sin embargo, tienen esta misma
energía por la que viven igualmente sus cuerpos. Hay otra energía por la que
no sólo vivifico, sino también sensibilizo a mi carne, y que el Señor me
fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea25, sino a aquél que
me sirva para ver, a éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo
que les es propio según su lugar y oficio; las cuales acciones diversas, las
hago por su medio, yo que soy único espíritu. Pero trascenderé esta energía
mía; porque también la poseen el caballo y el mulo, pues también ellos
sienten por medio del cuerpo.
CAPÍTULO VIII
Los anchurosos
palacios de la memoria
12. Trascenderé, pues, aun esta energía de mi
naturaleza, ascendiendo gradualmente hacia mi creador.
Y entro en los
campos y anchos palacios de la memoria, donde están los tesoros de
innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos.
Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya
variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo
cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún
absorbido y sepultado por el olvido.
Cuando estoy allí pido que se me
presente lo que quiero, y algunas cosas se presentan al momento; pero otras
hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos
abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca
otra cosa se ponen en medio, como diciendo: «¿No seremos nosotras?». Y las
espanto yo del haz de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se
esclarece lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo.
Otras
cosas hay que fácilmente y por su orden riguroso se presentan, según son
llamadas, y ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son
depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo cual sucede
puntualmente cuando narro alguna cosa de memoria.
13. Allí se hallan
también guardadas de modo distinto y por sus géneros todas las cosas que
entraron por su propia puerta, como la luz, los colores y las formas de los
cuerpos, por la vista; por el oído, toda clase de sonidos; y todos los
olores por la puerta de la nariz; y todos los sabores por la de la boca; y
por el sentido del tacto que se extiende por todo el cuerpo, lo duro y lo
blando, lo caliente y lo frío, lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero,
ya sea extrínseco, ya intrínseco al cuerpo. Todas estas cosas recibe, para
recordarlas cuando fuere menester y volver sobre ellas, el gran receptáculo
de la memoria, y no sé qué secretos e inefables senos suyos. Todas las
cuales cosas entran en ella, cada una por su propia puerta, siendo
almacenadas allí.
Ni son las mismas cosas las que entran, sino las
imágenes de las cosas sentidas, las cuales quedan allí a disposición del
pensamiento que las recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo fueron formadas
estas imágenes, aunque sea claro por qué sentidos fueron captadas y
escondidas en el interior? Porque, cuando estoy en silencio y en tinieblas,
me represento, si quiero, los colores, y distingo el blanco del negro, y
todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los sonidos, ni
me perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante
que ellos [los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan
latentes. Porque también a ellos les llamo, si me place, y al punto se me
presentan, y con la lengua inmóvil y callada la garganta canto cuanto
quiero, sin que las imágenes de los colores que se hallan allí se
interpongan ni interrumpan mientras se revisa el tesoro que entró por los
oídos.
Del mismo modo recuerdo, según me place, las demás cosas
aportadas y acumuladas por los otros sentidos, y así, sin oler nada,
distingo el aroma de los lirios del de las violetas; y, sin gustar ni tocar
cosa sino sólo con el recuerdo, prefiero la miel al arrope [almíbar] y lo
suave a lo áspero.
14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula
inmensa de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la tierra y el
mar con todas las cosas que he percibido sensiblemente en ellos, a excepción
de las que tengo ya olvidadas. Allí me encuentro con mí mismo y me acuerdo
de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué modo y cómo
estaba afectado cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo
haber experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las semejanzas tan
diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en virtud de las
experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas
acciones futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como
presente. «Haré esto o aquello», digo entre mí en el seno ingente de mi
alma, repleto de imágenes de tantas y tan grandes cosas; y esto o aquello se
sigue. «¡Oh si sucediese esto o aquello!» «¡No quiera Dios esto o aquello!»
Esto digo en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al punto las imágenes
de las cosas que digo de este tesoro de la memoria, porque si me faltasen,
nada en absoluto podría decir de ellas.
15. Grande es esta energía de
la memoria, grande sobremanera, Dios mío. Santuario amplio y sin fronteras.
¿Quién ha llegado a su fondo? Pero, con ser esta energía propia de mi alma y
pertenecer a mi naturaleza, no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que
soy. De donde se sigue que es angosta el alma para contenerse a sí misma.
Pero ¿dónde puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de
ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar?
Mucha
admiración me causa esto y me llena de estupor. Viajan los hombres por
admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las
anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de
los astros, y se olvidan de sí mismos 8, ni se admiran de que todas estas
cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si
interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y
los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo creído; con
dimensiones tan grandes como si las viese fuera. Y, sin embargo, no es que
haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que ellas
se hallen dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué
sentido del cuerpo he recibido la impresión de cada una de ellas.
CAPÍTULO IX
La memoria intelectual del conocimiento
16. Pero
no son estas cosas las únicas que encierra la inmensa capacidad de mi
memoria. Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es lugar, todas
aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han
olvidado. Mas aquí no son ya las imágenes de ellas las que llevo, sino las
cosas mismas. Porque yo sé qué es la gramática, la pericia dialéctica, y
cuántos los géneros de cuestiones; y lo que de estas cosas sé, está de tal
modo en mi memoria que no está allí como la imagen suelta de una cosa, cuya
realidad se ha dejado fuera; o como la voz impresa en el oído, que suena y
pasa, dejando un rastro de sí por el que la recordamos como si sonara,
aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se desvanece en el viento,
que afecta al olfato y envía su imagen a la memoria, la que repetimos con el
recuerdo; o como el manjar, que, no teniendo en el vientre ningún sabor
ciertamente, parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o como algo que se
siente por el tacto, que, aunque alejado de nosotros, lo imaginamos con la
memoria. Porque todas estas cosas no son introducidas en la memoria, sino
captadas solas sus imágenes con maravillosa rapidez y depositadas en unas
maravillosas como celdas, de las cuales salen de modo maravilloso cuando se
las recuerda.
CAPÍTULO X
Las ciencias en la memoria sin
entrada por los sentidos
17. Pero cuando oigo decir que son tres los
géneros de cuestiones —si la cosa es, qué es y cuál es—, retengo las
imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras, y sé que pasaron
por el aire con estrépito y ya no existen. Pero las cosas mismas
significadas por estos sonidos ni las he tocado jamás con ningún sentido del
cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni lo que he
depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales
digan, si pueden, por dónde entraron en mí. Porque yo recorro todas las
puertas de mi carne y no hallo por cuál de ellas han podido entrar. En
efecto, los ojos dicen: «Si son coloradas, nosotros somos los que las hemos
noticiado». Los oídos dicen: «Si hicieron algún sonido, nosotros las hemos
indicado». El olfato dice: «Si son olorosas, por aquí han pasado». El gusto
dice también: «Si no tienen sabor, no me preguntéis por ellas». El tacto
dice: «Si no es cosa corpulenta, yo no la he tocado, y si no la he tocado,
no he dado noticia de ella».
¿Por dónde, pues, y por qué parte han
entrado en mi memoria? No lo sé. Porque cuando las aprendí, ni fue dando
crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las aprobé por
verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando
quisiera. Allí estaban, pues, y aun antes de que yo las aprendiese; pero no
en la memoria. ¿En dónde, pues, o por qué, al ser nombradas, las reconocí y
dije: «Así es, es verdad», sino porque ya estaban en mi memoria, aunque tan
retiradas y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto
que, si alguno no las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera
podido pensar?
CAPÍTULO XI
El ordenado museo de la memoria:
qué es aprender
18. Por aquí descubrimos que aprender estas cosas —de
las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que, sin imágenes, como
ellas son, las vemos interiormente en sí mismas— no es otra cosa sino un
como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y
allí y confusamente, y cuidar con la atención que estén como puestas a la
mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y
descuidadas, se presenten ya fácilmente a una atención familiar. ¡Y cuántas
cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya descubiertas y,
conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y
conocido! Estas mismas cosas, si las dejara de recordar de tiempo en tiempo,
de tal modo vuelven a sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales,
que es preciso, como si, fuesen nuevas, excogitarlas segunda vez en este
lugar —porque no tienen otra estancia— y juntarlas de nuevo para que puedan
ser sabidas, esto es, recogerlas como de cierta dispersión, de donde vino la
palabra cogitare; porque cogito (pensar) es frecuentativo de cogo (recoger)
como agito (agitar) lo es de ago (mover) y factito (hacer frecuentemente) de
ago (hacer). Sin embargo, la inteligencia ha vindicado en propiedad esta
palabra para sí, de tal modo que ya no se diga propiamente cogitari (ser
recogido) de lo que se recoge (colligitur), esto es, de lo que se junta
(cogitur) en un lugar cualquiera, sino en el alma como es pensar (cogitare).
CAPÍTULO XII
Memoria de los conceptos matemáticos
19.
También contiene la memoria las razones y leyes infinitas de los números y
dimensiones, ninguna de las cuales ha sido impresa en ella por los sentidos
del cuerpo, por no tener color, ni sonido, ni olor, ni haber sido gustadas
ni tocadas. Oí los sonidos de las palabras con que fueron significadas
cuando se disputaba de ellas; pero una cosa son los sonidos, otra muy
distinta las significaciones. Porque aquéllos suenan de un modo en griego y
de otro modo en latín; mas éstas ni son griegas, ni latinas, ni de ningún
otro idioma.
He visto líneas trazadas por arquitectos tan sumamente
tenues como un hilo de araña. Mas aquéllas [las matemáticas] son distintas
de éstas, pues no son imágenes de las que me entran por los ojos de la
carne, y sólo las conoce quien interiormente las reconoce sin mediación de
pensamiento alguno corpóreo. También he percibido por todos los sentidos del
cuerpo los números que numeramos; pero otros muy diferentes son aquellos con
que numeramos, los cuales no son imágenes de éstos, poseyendo por 1o mismo
un ser mucho más excelente. Ríase de mí, al decir estas cosas, quien no las
vea, que yo tendré compasión de quien se ría de mí.
CAPÍTULO XIII
Memoria de los actos de la memoria
20. Todas estas cosas las
tengo yo en la memoria, como tengo en la memoria el modo como las aprendí.
También tengo en ella muchas objeciones que he oído aducir falsísimamente en
las disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no es falso, sin
embargo, el haberlas recordado y haber hecho distinción entre aquéllas,
verdaderas, y éstas, falsas, aducidas en contra. También retengo esto en la
memoria, y veo que una cosa es la distinción que yo hago al presente y otra
el recordar haber hecho muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en
ellas. En efecto, yo recuerdo haber entendido esto muchas veces, y lo que
ahora discierno y entiendo lo deposito también en la memoria, para que
después recuerde haberlo entendido al presente. Finalmente, me acuerdo de
haberme acordado; como después, si recordase lo que ahora he podido
recordar, ciertamente lo recordaré por la fuerza de la memoria.
CAPÍTULO XIV
La memoria y los sentimientos del alma
21.
También se hallan los sentimientos de mi alma en la memoria, no del modo
como están en el alma cuando los padece, sino de otro muy distinto, como se
tiene la virtud de la memoria respecto de sí. Porque, no estando alegre,
recuerdo haberme alegrado; y no estando triste, recuerdo mi tristeza pasada;
y no temiendo nada, recuerdo haber temido alguna vez; y no codiciando nada,
haber codiciado en otro tiempo. Y al contrario, otras veces, estando alegre,
me acuerdo de mi tristeza pasada, y estando triste, de la alegría que tuve.
Lo cual no es de admirar respecto del cuerpo, porque una cosa es el alma y
otra el cuerpo; y así no es maravilla que, estando yo gozando en el alma, me
acuerde del pasado dolor del cuerpo.
Pero aquí, siendo la memoria
parte del alma —pues cuando mandamos retener algo de memoria, decimos: «Mira
que lo tengas en el alma», y cuando nos olvidamos de algo, decimos: «No
estuvo en mi alma» y «Se me fue del alma», denominando alma a la memoria
misma—, siendo esto así, digo, ¿en qué consiste que, cuando recuerdo alegre
mi pasada tristeza, mi alma siente alegría y mi memoria tristeza, estando mi
alma alegre por la alegría que hay en ella, sin que esté triste la memoria
por la tristeza que hay en ella? ¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién
osará decirlo? ¿Es acaso la memoria como el vientre del alma, y la alegría y
tristeza como un manjar, dulce o amargo; y que una vez encomendadas a la
memoria son como las cosas transmitidas al vientre, que pueden ser guardadas
allí, mas no gustadas? Ridículo sería asemejar estas cosas con aquéllas; sin
embargo, no son del todo desemejantes.
22. Mas he aquí que, cuando
digo que son cuatro los sentimientos o pasiones del alma: deseo, alegría,
miedo y tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto sobre ellas pudiera
disputar, dividiendo cada una en particular en las especies de sus géneros
respectivos y definiéndolas, allí encuentro lo que he de decir y de allí lo
saco, sin que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna
de dichas afecciones; y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase
y volviese sobre ellas; por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el
recuerdo. ¿Quizá, pues, son sacadas de la memoria estas cosas recordándolas,
como del vientre el manjar rumiando? Mas entonces, ¿por qué no se siente en
la boca del pensamiento del que disputa, esto es, de quien las recuerda, la
dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Acaso es porque la
comparación que hemos puesto, no semejante en todo, es precisamente
desemejante en esto? Porque ¿quién querría hablar de tales cosas si cuantas
veces nombramos el miedo o la tristeza nos viésemos obligados a padecer
tristeza o temor?
Y, sin embargo, ciertamente no podríamos nombrar
estas cosas si no encontrásemos en nuestra memoria no sólo los sonidos de
los nombres según las imágenes impresas en ella por los sentidos del cuerpo,
sino también las nociones de las cosas mismas, las cuales no hemos recibido
por ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas por la
experiencia de sus pasiones, las encomendó a la memoria, o bien ésta misma,
sin haberle sido encomendadas, las retuvo para sí.
CAPÍTULO XV
Memoria de las cosas ausentes
23. Pero, si es por medio de
imágenes o no, ¿quién lo podrá fácilmente decir?
En efecto: nombro la
piedra, nombro el sol; y no estando estas cosas presentes a mis sentidos,
están ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes. Nombro el dolor del
cuerpo, que no se halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin
embargo, si su imagen no estuviera en mi memoria, no sabría lo que decía, ni
en las disputas sabría distinguirle del deleite. Nombro la salud del cuerpo,
estando sano de cuerpo: en este caso tengo presente la cosa misma; sin
embargo, si su imagen no estuviese en mi memoria, de ningún modo recordaría
lo que quiere significar el sonido de este nombre; ni los enfermos, nombrada
la salud, entenderían qué era lo que se les decía, si no tuviesen en la
memoria su imagen, aunque la realidad de ella esté lejos de sus cuerpos.
Nombro los números con que contamos, y he aquí que ya están en mi memoria,
no sus imágenes, sino ellos mismos. Nombro la imagen del sol, y se presenta
ésta en mi memoria, mas lo que recuerdo no es una imagen de su imagen, sino
esta misma, la cual se me presenta cuando la recuerdo. Nombro la memoria y
conozco lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco, si no es en la memoria misma?
¿Acaso también ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por
sí misma?
CAPÍTULO XVI
La memoria del olvido
24. ¿Y qué
cuando nombro el olvido y al mismo tiempo tengo conocimiento de lo que
nombro? ¿De dónde podría conocerlo yo si no lo recordase? No hablo del
sonido de esta palabra, sino de la cosa que significa, la cual, si la
hubiese olvidado, no podría saber el valor de tal sonido. Cuando, pues, me
acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se me presenta y a sí por
sí misma; pero cuando recuerdo el olvido, se me hacen presentes la memoria y
el olvido: la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me acuerdo. Pero
¿qué es el olvido sino privación de memoria? Pues ¿cómo está presente en la
memoria para acordarme de él, siendo así que estando presente no puedo
recordarlo? Pero si es cierto que lo que recordamos lo retenemos en la
memoria, y que, si no recordásemos el olvido, de ningún modo podríamos, al
oír su nombre, saber lo que por él se significa, síguese que la memoria
retiene el olvido. Luego está presente para que no olvidemos la cosa que
olvidamos cuando se presenta. ¿Deduciremos de esto que cuando lo recordamos
no está presente en la memoria por sí mismo, sino por su imagen, puesto que,
si estuviese presente por sí mismo, el olvido no haría que nos acordásemos,
sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá indagar esto? ¿Quién
comprenderá su modo de ser?
25. Ciertamente, Señor, trabajo en ello y
trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo tierra de dificultad y de
excesivo sudor26. Porque no exploramos ahora las regiones del cielo, ni
medimos las distancias de los astros, ni buscamos los cimientos de la
tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma. No es gran maravilla si digo que
está lejos de mí cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa más próxima a mí que
yo mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este «mí» cosa distinta de mi
memoria, no comprendo la fuerza de ésta.
Pues ¿qué diré, cuando estoy
cierto de que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria
lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria
para que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas. ¿Qué decir de lo
tercero? Mas ¿con qué fundamento podré decir que mi memoria retiene las
imágenes del olvido, no el mismo olvido, cuando lo recuerda? ¿Con qué
fundamento, repito, podré decir esto, siendo así que cuando se imprime la
imagen de alguna cosa en la memoria es necesario que primeramente esté
presente la misma cosa, para que con ella pueda grabarse su imagen? Porque
así es como me acuerdo de Cartago y así de todos los demás lugares en que he
estado; así del rostro de los hombres que he visto y de las noticias de los
demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo; las cuales cosas,
cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la memoria, para que,
mirándolas yo presentes, las repasase en mi alma cuando me acordase de
dichas cosas estando ausentes.
Ahora bien, si el olvido está en la
memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste
presente para que fuese abstraída su imagen. Pero cuando estaba presente,
¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con
su presencia lo ya impreso? Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea
—aunque este modo sea incomprensible e inefable—, yo estoy cierto que
recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos.
CAPÍTULO XVII
Trascender la memoria para llegar a Dios
26.
Grande es la energía (vis) de la memoria y algo que me causa horror, Dios
mío: multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma y esto soy yo
mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y
multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y antros e
innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de géneros
innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los cuerpos;
ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué nociones o
notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no
las padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la
memoria. Por todas estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro
cuando puedo, sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de
la memoria, tanta es la virtud de la vida en un hombre que vive mortalmente!
¿Qué haré, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío? ¿Trascenderé
también esta energía mía que se llama memoria? ¿La trascenderé para llegar a
ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que ascendiendo por el alma hacia ti,
que estás encima de mí, trascenderé también esta facultad mía que se llama
memoria, queriendo tocarte por donde puedes ser tocado y adherirme a ti por
donde puedes ser adherido. Porque también las bestias y las aves tienen
memoria, puesto que de otro modo no volverían a sus madrigueras y nidos, ni
harían otras muchas cosas a las que se acostumbran, pues ni aun
acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria. Trascenderé,
pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y
me hizo más sabio que las aves del cielo; trascenderé, sí, la memoria. Pero
¿dónde te encontraré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!,
dónde te encontraré? Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he
de ti, y si no me acuerdo de ti, ¿cómo ya te podré encontrar?
CAPÍTULO XVIII
El reconocimiento supone conocimiento
27.
Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; pero si no la hubiese
recordado, no la encontraría tampoco; porque si no se acordara de ella27,
¿cómo podría saber, al encontrarla, que era la misma?
Yo recuerdo
también haber buscado y encontrado muchas cosas perdidas; y sé esto porque
cuando buscaba alguna de ellas y se me decía: «¿Es por fortuna esto?», «¿Es
acaso aquello? », siempre decía que «no», hasta que se me ofrecía la que
buscaba, de la cual, si yo no me acordara, fuese la que fuese, aunque se me
ofreciera, no la hallara, porque no la reconociera. Y siempre que perdemos y
encontramos algo sucede lo mismo.
Sin embargo, si alguna cosa
desaparece de la vista por casualidad —no de la memoria—, como sucede con un
cuerpo cualquiera visible, se conserva interiormente su imagen y se busca
aquél hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es
reconocido por la imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber hallado lo
que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo
recordamos; pero esto, aunque ciertamente había perecido para los ojos, pero
era retenido en la memoria.
CAPÍTULO XIX
Qué es la
reminiscencia
28. ¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde
algo, como sucede cuando olvidamos alguna cosa y la buscamos para
recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino en la misma memoria? Y si por
casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la rechazamos hasta que se
presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: «Esto es»; lo cual
no dijéramos si no la reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la
recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no
había desaparecido del todo, y por la parte que era retenida buscaba la otra
parte? Porque la memoria sentía no revolver conjuntamente las cosas que
antes conjuntamente solía, y como cojeando por la truncada costumbre, pedía
que se le devolviese lo que le faltaba: algo así como cuando vemos o
pensamos en una persona conocida, y, olvidados de su nombre, nos ponemos a
buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro distinto que se nos
ofrezca, porque no tenemos costumbre de haberle pensado con él, por lo que
los rechazamos todos hasta que se presenta aquel nombre con que, por ser el
acostumbrado y conocido, descansamos plenamente.
Pero este nombre,
¿de dónde surge sino de la memoria misma? Porque si alguien nos lo sugiere,
el reconocerlo surge de aquí, de la memoria. Porque no lo aceptamos como
cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya
que, si se borrase plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos.
No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos
acordamos al menos de habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo
perdido que absolutamente hemos olvidado.
CAPÍTULO XX
Buscando
la vida feliz tras la memoria
29. ¿Y a ti, Señor, de qué modo te
puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios mío, la vida bienaventurada
busco. Que te busque yo para que viva mi alma, porque si mi cuerpo vive de
mi alma [espíritu], mi alma vive de ti. ¿Cómo, pues, busco la vida
bienaventurada —porque no la poseeré hasta que diga «Basta» allí donde
conviene que lo diga—, cómo la busco, pues? ¿Acaso por medio de la
reminiscencia, como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del
olvido? ¿O tal vez por el deseo de saber una cosa ignorada, sea por no
haberla conocido, sea por haberla olvidado hasta el punto de olvidarme de
haberme olvidado?
¿Pero acaso no es la vida feliz la que todos
apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? Pues ¿dónde la conocieron
para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla? Ciertamente que tenemos su
imagen no sé de qué modo. Pero es diverso el modo de serlo: el que es feliz
por poseer realmente la felicidad y los que son felices en esperanza. Sin
duda que éstos la poseen de modo inferior a aquellos que son felices en
realidad; con todo, son mejores que aquellos otros que ni en realidad ni en
esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser
felices si no poseyeran la felicidad en algún grado; porque que desean ser
felices es certísimo. Yo no sé cómo han tenido conocimiento de ella, y,
consiguientemente, ignoro qué noción tienen de ella, sobre la cual noción
deseo ardientemente saber si reside en la memoria; porque si está en ésta,
ya fuimos en algún tiempo felices. No me preocupa por el momento investigar
si todos individualmente o en aquel hombre que primero pecó, y en el cual
todos morimos y de quien todos hemos nacido con miseria. Lo que ahora me
interesa es saber si la vida feliz está en la memoria; porque ciertamente
que no la amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos
confesamos que apetecemos la realidad misma; porque no es el sonido lo que
nos deleita, ya que éste, cuando lo oye un griego en latín, no le causa
ningún deleite, por ignorar su significado; en cambio, nos lo causa a
nosotros —como se lo causaría también al griego si se la nombrasen en
griego—, porque la felicidad misma ni es griega ni latina, y ésta es la que
desean poseer griegos y latinos, y las personas de todas las lenguas.
Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser interrogados «si
querían ser felices», todos a una responderían sin vacilaciones que querían
serlo. Lo cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es felicidad, no
estuviese en su memoria.
CAPÍTULO XXI
La noción de la
felicidad en la memoria
30. ¿Acaso está así como recuerda a Cartago
quien la ha visto? No; porque la vida bienaventurada no se ve con los ojos,
porque no es cuerpo. ¿Acaso como recordamos los números? No; porque el que
tiene noticia de éstos no desea ya alcanzarlos; en cambio, la vida
bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por eso la amamos, con
todo, la deseamos alcanzar, a fin de ser felices.
¿Tal vez como
recordamos la elocuencia? Tampoco; porque aunque al oír este nombre se
acuerdan de su realidad aquellos que aún no son elocuentes —y son muchos los
que desean serlo, por donde se ve que tienen noticia de ella—, sin embargo,
esta noticia les ha venido por los sentidos del cuerpo, viendo a otros
elocuentes, y deleitándose con ellos, y deseando ser como ellos, aunque
ciertamente no se deleitaran si no fuera por la noticia interior que tienen
de ella, ni desearan esto si no se hubiesen deleitado; y la vida
bienaventurada no la hemos experimentado en otros por ningún sentido.
¿Será por ventura como cuando recordamos el gozo? Tal vez sea así.
Porque así como estando triste recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable
recuerdo la vida bienaventurada; por otra parte, por ningún sentido del
cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni tocado jamás el gozo,
sino que lo he experimentado en mi alma cuando he estado alegre, y se
adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera recordarlo, unas veces con
desprecio, otras con deseo, según los diferentes objetos del mismo de que
recuerdo haberme gozado.
Porque también me sentí en algún tiempo
inundado de gozo de cosas torpes, recordando el cual ahora lo detesto y
execro, así como otras veces de cosas honestas y buenas, el cual lo recuerdo
deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde
estando triste el pasado gozo.
31. Pues ¿dónde y cuándo he
experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la
desee? Porque no sólo yo, o yo con unos pocos, sino todos absolutamente
quieren ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no
tuviéramos de ella noticia cierta.
Pero ¿en qué consiste que si se
pregunta a dos individuos si quieren ser militares, tal vez uno de ellos
responda que quiere y el otro que no quiere, y, en cambio, si se les
pregunta a ambos si quieren ser felices, uno y otro al punto y sin
vacilación alguna respondan que lo quieren y que no por otro fin que por ser
felices quiere el uno la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez
porque el uno se goza en una cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan
todos en querer ser felices, como concordarían, si fuesen preguntados de
ello, en querer gozar, gozo al cual llaman vida bienaventurada. Y así,
aunque uno la alcance por un camino y otro por otro, uno es, sin embargo, el
término adonde todos se empeñan por llegar: gozar. Lo cual, por ser cosa que
nadie puede decir que no ha experimentado, cuando oye el nombre de «vida
bienaventurada », hallándola en la memoria, la reconoce.
CAPÍTULO
XXII
La vida bienaventurada es «gozar de ti, para ti y por ti»
32. Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se confiesa a ti,
lejos de mí juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo
que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo
eres tú mismo. Y la misma vida bienaventurada es —y no otra cosa— que gozar
de ti, para ti y por ti (gaudere de te, ad te, propter te). Pero los que
piensan que es otra, otro es también el gozo que persiguen, aunque no el
verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen de gozo.
CAPÍTULO XXIII
La vida feliz es el «gozo de la verdad»
33.
No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren
gozar de ti, que eres la única vida feliz, no quieren realmente la vida
feliz. ¿O es acaso que todos la quieren, pero como la carne apetece contra
el espíritu y el espíritu contra la carne para que no hagan lo que
quieren28, caen sobre lo que pueden y con ello se contentan, porque aquello
que no pueden no lo quieren tanto cuanto es menester para poderlo?
Porque, si yo pregunto a todos si por ventura querrían gozarse más de la
verdad que de la falsedad, tan no dudarían en decir que prefieren gozar más
de la verdad cuanto no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz
es, pues, gozo de la verdad (beata vita, gaudium de veritate), porque éste
es gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro,
Dios mío!29 Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola
feliz; todos quieren el gozo de la verdad (gaudium de veritate).
Muchos he tratado a quienes gusta engañar; pero que quieran ser engañados, a
ninguno. ¿Dónde conocieron, pues, esta vida feliz sino allí donde conocieron
la verdad? Porque también aman a ésta por no querer ser engañados, y cuando
aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad (de veritate
gaudium), ciertamente aman la verdad; mas no la amaran si no hubiera en su
memoria noticia alguna de ella. ¿Por qué, pues, no se gozan de ella? ¿Por
qué no son felices? Porque se ocupan más intensamente en otras cosas que les
hacen más infelices (miseros) que felicidad les causa la vida feliz de la
que solo guardan un leve recuerdo.
Pues todavía hay un poco de luz en
los hombres: caminen, caminen; no se les echen encima las tinieblas30.
34. Pero ¿por qué «la verdad genera el odio» y se les hace enemigo tu
nombre, que les predica la verdad, amando como aman la vida feliz, que no es
otra cosa que gozo de la verdad? No por otra cosa sino porque de tal modo se
ama la verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que esto que
aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser
convictos de error; y así, odian la verdad por causa de aquello mismo que
aman en lugar de la verdad.
La aman cuando brilla, la odian cuando
les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan de engañar, la aman
cuando se descubre a sí y la odian cuando les descubre a ellos. Pero ella
les dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que no
quieren ser descubiertos por ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.
Así, así, aun así el alma humana, aun así ciega y lánguida, torpe e
indecente, quiere estar oculta, no obstante que no quiera que se le oculte
nada. Pero lo que le sucederá es que ella quedará descubierta ante la verdad
sin que ésta se descubra a ella. Pero aun así, infeliz (miser) como es,
quiere más gozarse con la verdad que con la mentira.
Bienaventurado
será, pues, si libre de todo impedimento se alegra de sola la verdad, por
quien son verdaderas todas las realidades.
CAPÍTULO XXIV
Dios
en la memoria
35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria
buscándote a ti, Señor; y no te encontré fuera de ella. Porque, desde que te
conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado; pues desde que
te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí
encontré a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que la
conocí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te
hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas
delicias mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi
pobreza.
CAPÍTULO XXV
En qué lugar de la memoria está Dios
36. Pero ¿en dónde moras en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en
ella? ¿Qué morada te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has
edificado? Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer en ella;
pero en qué parte de ella permaneces es de lo que ahora voy a tratar.
Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las
cosas corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las
bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas
las afecciones del alma, y ni aun allí te encontré. Y penetré en la misma
sede que mi propia alma tiene en mi memoria —porque también el alma se
acuerda de sí misma—, y ni aun aquí estabas tú; porque así como no eres
imagen corporal ni sentimiento vital, como es el que se siente cuando nos
alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás
cosas por el estilo, así tampoco tú eres alma, porque eres el Señor Dios del
alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable
sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te
conocí.
Pero ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si
hubiera lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me acuerdo de ti
desde que te conocí, y en ella te encuentro cuando te recuerdo.
CAPÍTULO XXVI
Dónde encontró Agustín a Dios
37. Pues ¿dónde te
encontré para conocerte —porque ciertamente no estabas en mi memoria antes
que te conociese—, dónde te encontré, pues, para conocerte, sino en ti sobre
mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no
obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas
partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que
te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no
todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos
oyen siempre lo que quieren. Óptimo ministro tuyo es el que no atiende tanto
a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello que de ti oyere.
CAPÍTULO XXVII
«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva!»
38. ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! (sero
te amavi...). Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera
te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus
criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían
alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por
ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.
CAPÍTULO XXVIII
Miserias de esta vida
39. Cuando yo me
adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y
mi vida será viva, llena toda de ti. Pero ahora, como al que tú llenas lo
elevas, me soy carga a mí mismo, porque no estoy lleno de ti.
Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas
de alegría, y no sé de qué parte está la victoria. Contienden mis tristezas
malas con mis gozos buenos, y no sé de qué parte está la victoria. ¡Ay de
mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! ¡Ay de mí!31
He aquí que no
oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres
misericordioso, y yo miserable. ¿Acaso no es tentación la vida humana sobre
la tierra?32 ¿Quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas
tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlo.
Porque, aunque goce en tolerarlo, más quisiera, sin embargo, que no hubiese
cosa que tolerar.
En las cosas adversas deseo las prósperas, en las
cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar intermedio hay entre estas
cosas en el que la vida humana no sea una tentación? ¡Ay de las
prosperidades mundanas una y dos veces: por el temor de la adversidad y la
corrupción de la alegría! ¡Ay de las adversidades mundanas una, dos y tres
veces: por el deseo de la prosperidad y por la dureza de la misma adversidad
y por el riesgo de perder la paciencia! ¿Acaso no es tentación
ininterrumpida la vida humana sobre la tierra?
CAPÍTULO XXIX
«Dame lo que mandas y manda lo que quieras»
40. Toda mi esperanza no
estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que
quieras (da quod iubes et iube quod vis). Nos mandas que seamos continentes.
Y como yo supiese —dice uno— que ninguno puede ser continente si Dios no se
lo da, entendí que también esto mismo era parte de la sabiduría, conocer de
quién es este don33.
Por la continencia, en efecto, somos juntados y
reducidos a la unidad, de la que nos habíamos apartado, derramándonos en
muchas cosas. Porque menos te ama quien ama algo contigo y no lo ama por ti.
¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues! Caridad, Dios mío,
enciéndeme. ¿Mandas la continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras
(da quod iubes et iube quod vis).
CAPÍTULO XXX
Sueños impuros
41. Ciertamente tú mandas que me abstenga de la concupiscencia de la
carne, de la codicia de los ojos y de la ambición del mundo34. Mandaste que
me abstuviese del concúbito, y aun respecto del matrimonio mismo aconsejaste
algo mejor de lo que concediste como lícito. Y porque tú me concediste esta
gracia, lo logré, incluso antes de ser dispensador de tu sacramento35.
Pero aún viven en mi memoria, de la que he hablado mucho, las imágenes
de tales cosas, que mi costumbre fijó en ella, y me salen al encuentro
cuando estoy despierto, apenas ya sin fuerzas; pero en sueños llegan no sólo
a la delectación, sino también al consentimiento y a una acción en todo
semejante a la real. Y tanto puede la ilusión de aquella imagen en mi alma,
en mi carne, que estando durmiendo llegan estas falsas visiones a
persuadirme de lo que estando despierto no logran las cosas verdaderas.
¿Acaso entonces, Señor Dios mío, yo no soy yo? Y, sin embargo, ¡cuánta
diferencia hay entre yo y mí mismo en el momento en que paso de la vigilia
al sueño o de éste a aquélla! ¿Dónde está entonces la razón por la que el
despierto resiste a tales sugestiones y, aunque se le introduzcan las mismas
realidades, permanece inconmovible? ¿Acaso se cierra aquélla con los ojos?
¿Acaso se duerme con los sentidos del cuerpo?
Pero ¿de dónde viene
que muchas veces, aun en sueños, resistamos, acordándonos de nuestro
propósito, y, permaneciendo castísimamente en él, no damos ningún
asentimiento a tales sugestiones? Y, sin embargo, hay tanta diferencia, que,
cuando sucede al revés, al despertar volvemos a la paz de la conciencia, y
la distancia que hallamos entre ambos estados nos convence de no haber hecho
nosotros aquello que lamentamos que se ha hecho de algún modo en nosotros.
42. ¿Acaso no es poderosa tu mano, ¡oh Dios omnipotente!, para sanar
todos las dolencias de mi alma y extinguir con más abundante gracia hasta
los mismos movimientos lascivos de mi fantasía? Tú aumentarás, Señor, más y
más en mí tus dones, para que mi alma me siga a mí hacia ti, libre del visco
de la concupiscencia, para que no sea rebelde a sí misma, para que aun en
sueños no sólo no perpetre estas torpezas de corrupción a causa de las
imágenes animales hasta el flujo de la carne, sino para que ni aun siquiera
consienta. Porque el que nada tal me deleite o me deleite tan poquito que
pueda ser cohibido a voluntad hasta en el casto afecto del que duerme, no
sólo en esta vida, sino también en esta edad, no es cosa grande para un ser
omnipotente como tú, que puedes otorgarnos más de lo que pedimos y
entendemos36.
Qué sea, pues, al presente en este género de mal, ya te
lo he dicho a ti, mi buen Señor, alegrándome con temblor37 por lo que me has
dado y llorando por lo que aún me falta, esperando que darás perfección en
mí a tus misericordias, hasta lograr paz completa, que contigo tendrán mi
interior y mi exterior cuando fuere la muerte trocada en victoria38.
CAPÍTULO XXXI
La tentación de la gula
43. Otra malicia tiene
el día39, y ¡ojalá que le bastase! Porque hemos de reparar comiendo y
bebiendo las pérdidas cotidianas del cuerpo, en tanto no destruyas los
alimentos y el vientre, cuando dieres muerte a la necesidad con una
maravillosa saciedad y vistieres a este cuerpo corruptible de eterna
incorrupción40.
Pero ahora me es grata la necesidad y tengo que
luchar contra esta dulzura para no ser esclavo de ella, y la combato todos
los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi cuerpo41; más mis
molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y la sed son
molestias, queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los
alimentos no viene en su ayuda; y como éste está pronto, gracias al consuelo
de tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y el cielo, que
haces sirvan a nuestra flaqueza, se llama delicias a semejante calamidad.
44. Tú me enseñaste esto: que me acerque a los alimentos que he de tomar
como si fueran medicamentos. Mas he aquí que cuando paso de la molestia de
la necesidad al descanso de la saciedad, en el mismo paso me tiende insidias
el lazo de la concupiscencia, porque el mismo paso es ya un deleite, y no
hay otro paso por donde pasar que aquel por donde nos obliga a pasar la
necesidad. Y siendo la salud la causa del comer y beber, se le junta como
pedísecua una peligrosa delectación, y muchas veces pretende ir delante para
que se haga por ella lo que por causa de la salud digo o quiero hacer.
Ni es el mismo el modo de ser de ambas cosas, porque lo que es bastante
para la salud es poco para la delectación, y muchas veces no se sabe si el
necesario cuidado del cuerpo es el que pide dicho socorro o es el deleitoso
engaño del apetito quien solicita se le sirva. Ante esta incertidumbre se
alegra la infeliz alma y con ella prepara la defensa de su escusa, gozándose
de que no aparezca qué es lo que basta para la conservación de la buena
salud, a fin de encubrir con pretexto de ésta la satisfacción de deleite. A
tales tentaciones procuro resistir todos los días e invoco tu diestra y te
confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este asunto no es aún
suficientemente sólido.
45. Oigo la voz de mi Dios, que manda: No se
agraven vuestros corazones en la crápula y embriaguez42. La embriaguez está
lejos de mí; tu misericordia hará que no se me acerque. Pero la crápula
llega algunas veces a deslizarse en tu siervo 29. Tú tendrás misericordia a
fin de que se aleje también de mí; porque nadie puede ser continente si tú
no se lo dieres43.
Muchas cosas nos concedes cuando oramos; mas
cuanto de bueno hemos recibido antes de que orásemos, de ti lo recibimos, y
el que después lo hayamos conocido, de ti lo recibimos también. Yo nunca fui
borracho, pero he conocido a muchos borrachos hechos sobrios por ti. Luego
obra tuya es que no sean borrachos los que nunca lo fueron; obra tuya que no
lo fuesen siempre los que lo fueron alguna vez, y obra tuya, finalmente, que
unos y otros conozcan a quién deben atribuirlo.
Oí otra voz tuya: No
vayas tras tus concupiscencias y reprime tu deleite44. También oí por tu
gracia aquella que tanto amé: Ni porque comamos tendremos de sobra ni porque
no comamos tendremos falta45; que es como decir: Ni aquella cosa me hará
rico ni ésta necesitado.
También oí esta otra: Porque yo he aprendido
a bastarme con lo que tengo, y sé lo que es abundar y lo que padecer
penuria, Todo lo puedo en aquel que me conforta46. ¡He aquí un soldado de
las milicias celestiales, no el polvo que somos nosotros! Pero acuérdate,
Señor, de que somos polvo y que de polvo hiciste al hombre, y que, habiendo
perecido, fue encontrado47.
Ni aun el Apóstol que así se expresó bajo
el soplo de tu divina inspiración, y a quien aprecio, pudo algo por sí,
porque era también polvo, cuando dice: Todo lo puedo en aquel que me
conforta48. Confórtame, pues, para que pueda; da lo que mandas y manda lo
que quieras (da quod iubes et iube quod vis). Confiesa el Apóstol haberlo
recibido todo, y de lo que se gloría se gloría en el Señor49.
Oí a
otro que rogaba: Aleja de mí la concupiscencia del vientre50. Por todo lo
cual, se ve, ¡oh mi Dios Santo!, que eres tú quien das que se haga lo que,
cuando mandas que se haga, se hace.
46. Tú me enseñaste, Padre bueno,
que para los puros todas las cosas son puras; pero que es malo para el
hombre comer con escándalo51; y que toda criatura tuya es buena y que nada
se ha de arrojar de lo que se recibe con acción de gracias52; y que no es la
comida la que nos recomienda a Dios53; y que nadie nos debe juzgar por la
comida o bebida54; y el que coma no desprecie al que no coma, y el que no
come no desprecie al que come55. Estas cosas he aprendido: ¡Gracias a ti,
alabanzas a ti, Dios mío, maestro mío, pulsador de mis oídos, ilustrador de
mi corazón! Líbrame de toda tentación. No temo yo la inmundicia de la
comida, sino la inmundicia de la concupiscencia.
Sé que a Noé le fue
permitido comer de toda clase de carnes que pueden usarse, y que Elías comió
carne, y que Juan, dotado de una admirable abstinencia, no se manchó con los
animales, esto es, con las langostas que le servían de comida. Y, al
contrario, sé que Esaú fue engañado por el apetito de unas lentejuelas, y
David por haber deseado sólo agua se reprendió a sí mismo; y que nuestro Rey
no fue tentado con carne, sino con pan; y que asimismo el pueblo [israelita]
mereció, estando en el desierto, que Dios le reprendiese, no por haber
deseado carne, sino por haber murmurado contra el Señor por el deseo de
manjar.
47. Colocado en tales tentaciones, combato todos los días
contra la concupiscencia del comer y beber, porque no es esto cosa que se
pueda cortar de una vez, con ánimo de no volver a ello, como lo pude hacer
con el concúbito. Porque en el comer y beber hay que tener el freno de la
garganta con un tira y afloja moderado. ¿Y quién es, Señor, el que no es
arrastrado un poco más allá de los límites de la necesidad? Si hay alguien,
grande es, ensalce tu nombre. Yo ciertamente no lo soy, porque soy hombre
pecador; mas también magnifico tu nombre, porque por mis pecados interpela
ante ti aquel que venció al mundo56, contándome entre los miembros débiles
de su cuerpo, y porque tus ojos vieron lo imperfecto de él, y serán todos
escritos en tu libro57.
CAPÍTULO XXXII
El encanto de los
perfumes
48. Del encanto de los perfumes no cuido demasiado. Cuando
no los tengo, no los busco; cuando los tengo, no los rechazo, dispuesto a
carecer de ellos siempre. Así me parece al menos, aunque tal vez me engañe.
También son dignas de llorarse estas tinieblas en que a veces se me oculta
el poder que hay en mí, hasta el punto que, si mi alma se interroga a sí
misma sobre sus fuerzas, no se da crédito fácilmente a sí, porque muchas
veces le es oculto lo que hay en ella, hasta que se lo da a conocer la
experiencia 33; y nadie debe estar seguro en esta vida, que toda ella está
llena de tentaciones, no sea que como pudo uno hacerse de peor mejor, se
haga a su vez de mejor peor. Nuestra única esperanza, nuestra única
confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia.
CAPÍTULO XXXIII
Los deleites del oído
49. Más tenazmente me enredaron y
subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y liberaste. Ahora,
respecto de las melodías que están animadas por tus palabras, cuando se
cantan con voz suave y armoniosa, lo confieso, me recreo algún tanto, no
ciertamente que quede prisionero de ellas, sino que me desprendo cuando
quiero. Sin embargo, juntamente con las palabras, que les dan vida y que
hacen que yo les dé entrada, buscan en mi corazón un lugar preferente; pero
yo apenas si se lo doy conveniente.
Otras veces, al contrario, me
parece que les doy más honor del que conviene, cuando siento que nuestras
almas se mueven más ardiente y religiosamente en llamas de piedad con
aquellos textos sagrados, cuando son cantados de ese modo, que si no se
cantaran así, y que todos los afectos de nuestro espíritu, en su diversidad,
tienen en el canto y en la voz sus modos propios, con los cuales no sé por
qué oculta familiaridad son excitados.
Pero aun en esto me engaña
muchas veces la delectación sensual —a la que no debiera entregarse el alma
para enervarse—, cuando el sentido no se resigna a acompañar a la razón de
modo que vaya detrás, sino que, por el hecho de haber sido por su amor
admitido, pretende ir delante y tomar la dirección de ella. Así, peco en
esto sin darme cuenta, hasta que luego me la doy.
50. Otras veces,
empero, queriendo inmoderadamente evitar este engaño, yerro por demasiada
severidad; y tanto algunas veces, que quisiera apartar de mis oídos y de la
misma iglesia toda melodía de los cánticos suaves con que se suele cantar el
Salterio de David, pareciéndome más seguro lo que recuerdo haber oído decir
muchas veces del obispo de Alejandría, Atanasio, quien hacía que el lector
cantase los salmos con tan débil inflexión de voz que pareciese más
recitarlos que cantarlos.
Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que
derramé con los ?cánticos de la iglesia en los comienzos de mi conversión, y
lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que se cantan,
cuando se cantan con voz clara y una modulación muy adecuada, reconozco de
nuevo la gran utilidad de esta costumbre.
Así fluctúo entre el
peligro del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más
—sin dar en esto sentencia irrevocable— a aprobar la costumbre de cantar en
la iglesia, a fin de que el espíritu flaco se despierte a piedad con el
deleite del oído. Sin embargo, cuando me siento más movido por el canto que
por lo que se canta, confieso que peco en ello y merezco castigo, y entonces
quisiera más no oír cantar.
¡He aquí en qué estado me hallo! Llorad
conmigo y por mí los que en vuestro interior, de donde proceden las obras,
tratáis con vosotros mismos algo bueno. Porque los que no tratáis de tales
cosas no os habrán de mover estas mías. Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira
y ve, y compadécete y sáname58; tú, a cuyos ojos estoy hecho un problema
(mihi quaestio factus sum), y ésa es mi dolencia.
CAPÍTULO XXXIV
La seducción de los ojos
51. Resta el deleite de estos ojos de mi
carne, del cual quiero hacer confesión, que ¡ojalá oigan los oídos de tu
templo, los oídos fraternos y piadosos, para que concluyamos con las
tentaciones de la concupiscencia carnal, que todavía me incitan, a mí, que
gimo y no deseo sino ser revestido de mi habitáculo, que, es del cielo!59
Aman los ojos las formas bellas y variadas, los claros y amenos colores.
No posean estas cosas mi alma; poséala Dios, que hizo estas cosas, muy
buenas ciertamente; porque mi bien es él, no éstas. Y me tienta despierto
todos los días, ni me dan momento de reposo, como lo dan las voces de los
cantores, que a veces quedan todas en silencio. Porque la misma reina de los
colores, esta luz, bañando todas las cosas que vemos, en cualquier parte que
me hallare durante el día, me acaricia y se me insinúa de mil modos, aun
estando entretenido en otras cosas y sin fijar en ella la atención. Y con
tal vehemencia se insinúa, que si de repente desaparece es buscada con
deseo, y si falta por mucho tiempo se contrista el alma.
52. ¡Oh
luz!, la que veía Tobías cuando, cerrados sus ojos, enseñaba al hijo el
camino de la vida y andaba delante de él con el pie de la caridad, sin errar
jamás. O la que veía Isaac cuando, entorpecidos y velados por la senectud
sus ojos carnales, mereció no bendecir a sus hijos conociéndoles, sino
conocerles bendiciéndoles. O la que veía Jacob cuando, ciego también por la
mucha edad, proyectó los rayos de su corazón luminoso sobre las generaciones
del pueblo futuro, prefigurado en sus hijos, y cuando puso a sus nietos, los
hijos de José, las manos místicamente cruzadas, no como su padre de ellos
exteriormente corregía, sino como él interiormente discernía. Esta es la
verdadera luz, luz única, y que cuantos la ven y aman se hacen uno.
Pero esta luz corporal de que antes hablaba, con su atractiva y peligrosa
dulzura, sazona la vida del siglo a sus ciegos amadores; pero cuando
aprenden a alabarte por ella, «¡oh Dios, creador de cuanto existe!», la
convierten en himno tuyo, sin ser asumidos por ella en su sueño. Así quiero
ser yo.
Resisto a las seducciones de los ojos, para que no se traben
mis pies, con los que me introduzco en tu camino. Y levanto hacia ti mis
ojos invisibles, para que tú libres de lazo a mis pies60. Tú no cesarás de
librarlos, porque no cesan de caer en él. Sí, no cesarás de librarlos, no
obstante que yo no cese de caer en las asechanzas diseminadas por todas
partes, porque tú, que guardas a Israel, no dormirás ni dormitarás61.
53. ¡Cuán innumerables cosas, con variadas artes y elaboraciones en
vestidos, calzados, vasos y demás productos por el estilo, en pinturas y
otras diversas invenciones que van mucho más allá de la necesidad y
conveniencia y de la significación religiosa que debían tener, han añadido
los hombres a los atractivos de los ojos, siguiendo fuera lo que ellos hacen
dentro, y abandonando dentro al que los ha creado, y destruyendo aquello que
les hizo.
Pero yo, Dios mío y gloria mía, aun por esto te canto un
himno y te ofrezco como a mi santificador el sacrificio de la alabanza,
porque las bellezas que a través del alma pasan a las manos del artista
vienen de aquella hermosura que está sobre las almas, y por la cual suspira
la mía día y noche.
Los obradores y seguidores de las bellezas
exteriores de aquí toman su criterio o modo de aprobarlas, pero no derivan
de allí el modo de usarlas. Y, sin embargo, allí está, aunque no lo ven,
para que no vayan más allá y guarden para ti su fortaleza62 y no la disipen
en enervantes delicias.
Aun yo mismo, que digo estas cosas y las
discierno, me enredo a veces en estas hermosuras; pero tú, Señor, me
librarás; sí, tú me librarás, porque tu misericordia está delante de mis
ojos63; pues si yo caigo miserablemente, tú me arrancas misericordiosamente,
unas veces sin sentirlo, por haber caído muy ligeramente; otras con dolor,
por estar ya apegado.
CAPÍTULO XXXV
La tentación de la
curiosidad
54. A esto hay que añadir otra manera de tentación, cien
veces más peligrosa. Porque, además de la concupiscencia de la carne, que
radica en la delectación de todos los sentidos y voluptuosidades, sirviendo
a la cual perecen los que se alejan de ti, hay una vana y curiosa
concupiscencia, paliada con el nombre de conocimiento y ciencia, que radica
en el alma a través de los mismos sentidos del cuerpo, y que consiste no en
deleitarse en la carne, sino en experimentar cosas por la carne. La cual
[curiosidad], como radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el
primer puesto entre los sentidos en orden a conocer, es llamada en el
lenguaje divino concupiscencia de los ojos64.
A los ojos, en efecto,
pertenece propiamente el ver; pero también usamos de esta palabra en los
demás sentidos cuando los aplicamos a conocer. Porque no decimos: «Oye cómo
brilla», o «huele cómo luce», o «gusta cómo resplandece», o «palpa cómo
relumbra», sino que todas estas cosas se dicen ver. En efecto, nosotros no
sólo decimos: «mira cómo luce» —lo cual pertenece a solos los ojos—, sino
también «mira cómo suena», «mira cómo huele», «mira cómo sabe», «mira qué
duro es». Por eso lo que se experimenta en general por los sentidos es
llamado, como queda dicho, concupiscencia de los ojos, porque todos los
demás sentidos usurpan por semejanza el oficio de ver, que es primario de
los ojos, cuando tratan de conocer algo.
55. Por aquí se advierte muy
claramente cuándo se busca el placer, cuándo la curiosidad por medio de los
sentidos; porque el placer busca las cosas hermosas, sonoras, suaves,
gustosas y blandas; la curiosidad, en cambio, busca aun cosas contrarias a
aquéllas, no para sufrir molestias, sino por el placer de experimentar y
conocer. Porque ¿qué deleite hay en contemplar en un cadáver destrozado
aquello que te horroriza? Y, sin embargo, si yace en alguna parte, acuden
las gentes para entristecerse y palidecer. Y aun temen verle en sueños, como
si alguien les hubiera obligado despiertos a verlo o les hubiera persuadido
a ello la fama de una gran hermosura. Y esto mismo dígase de los demás
sentidos, que sería muy largo enumerar.
De este deseo insano proviene
el que se exhiban monstruos en los espectáculos; y de aquí también el deseo
de escrutar los secretos de la naturaleza, que está sobre nosotros, y que no
aprovecha nada conocer, y que los hombres no desean más que conocer. De aquí
proviene igualmente el que con el mismo fin de un conocimiento perverso se
busque algo por medio de las artes mágicas. De aquí proviene, finalmente, el
que se tiente a Dios en la misma religión, pidiendo signos y prodigios no
para salud de alguno, sino por el solo deseo de verlos.
56. En esta
selva tan inmensa, llena de insidias y peligros, ya ves, ¡oh Dios de mi
salvación!, cuántas cosas he cortado y arrojado de mi corazón, según me
concediste hacer. Sin embargo ¿cuándo me atrevo a decir, mientras nuestra
vida cotidiana se ve aturdida por todas partes con el ruido que en su
derredor hace esta multitud de cosas, cuándo me atrevo a decir que ninguna
de estas cosas me llama la atención para que mire y caiga en algún cuidado
vano? Ciertamente que no me arrebatan ya los teatros, ni cuido de saber el
curso de los astros, ni mi alma consultó jamás a las sombras, y detesto
todos los sacrílegos sacramentos.
Pero ¡con cuántos ardides de
sugestiones no trata el enemigo de que te pida un signo a ti, Señor Dios
mío, a quien debo humilde y sencilla servidumbre! Mas yo te suplico por
nuestro Rey y por Jerusalén, nuestra patria pura y casta, que así como ahora
está lejos de mi consentir estas cosas, así esté siempre cada vez más lejos
de mí. Pero cuando te ruego por la salud de alguien, otro muy distinto es el
fin de mi intención. Pero haciendo tú lo que quieres, tú me das y me darás
que te siga de buen grado.
57. Pero ¿quién podrá contar la multitud
de cosas menudísimas y despreciables con que es tentada todos los días
nuestra curiosidad y las muchas veces que caemos? ¿Cuántas veces, a los que
narran cosas vanas, al principio apenas si los toleramos, por no ofender a
los débiles, y después poco a poco gustosos les prestamos atención?
Ya no contemplo, cuando se verifica en el circo, la carrera del perro tras
la liebre; pero en el campo, cuando por casualidad paso por él, todavía
atrae mi atención hacia sí aquella caza y me distrae tal vez hasta de algún
gran pensamiento y me hace salir del camino, no con el jumento que me lleva,
sino con la inclinación del corazón; y si tú, demostrada ya mi flaqueza, no
me amonestaras al punto, o a levantarme hacia ti por medio de alguna
consideración tomada de lo mismo que contemplo, o a despreciarlo todo y
pasar adelante, me quedaría, como vano, hecho un bobo.
¿Y qué decir
cuando, sentado en casa, me llama la atención el estelión que anda a caza de
moscas o la araña que envuelve una y más veces a las caídas en sus redes?
¿Acaso porque son animales pequeños no es el efecto el mismo? Cierto que
paso después a alabarte por ello, Creador admirable y ordenador de todas las
cosas; pero cuando empiezo a fijarme en ellas, realmente no lo hago con este
fin. Una cosa es levantarse presto y otra no caer.
Y de cosas por el
estilo está llena mi vida, por lo que mi única esperanza es tu grandísima
misericordia. Porque cuando nuestro corazón llega a ser un receptáculo de
semejantes cosas y lleva consigo tan gran copia de vanidad, sucede que
nuestras oraciones se interrumpen con frecuencia y se perturban; y mientras
en tu presencia dirigimos a tus oídos la voz del corazón, no sé de dónde
procede impetuosamente una turba de pensamientos vanos que cortan tan
importante acto.
CAPÍTULO XXXVI
Las tentaciones de la soberbia
58. ¿Acaso habremos de contar también esto entre las cosas
despreciables? ¿O hay algo que puede reducirnos a esperanza, si no es tu
conocida misericordia, puesto que has comenzado a mudarnos? Ante todo, tú
sabes en qué medida me has mudado, sanándome primeramente del apetito de
venganza, para serme después propicio en todas las demás iniquidades mías, y
sanar todas mis dolencias, y redimir mi vida de la corrupción, y coronarme
con misericordia, y saciar de bienes mi deseo65, tú que reprimiste mi
soberbia con tu temor y domaste mi cerviz con tu yugo, el cual llevo ahora y
me es suave, porque así lo prometiste y has cumplido. En realidad así era, y
yo no lo sabía, cuando temía someterme a él.
59. Pero ¿por ventura,
Señor —tú, el único que dominas sin altivez, porque eres el único verdadero
Señor66 que no tiene señor—, por ventura me ha dejado o puede dejarme
durante toda esta vida este tercer género de tentación, que consiste en
querer ser temido y amado de los hombres no por otra cosa sino por conseguir
de ello un gozo que no es gozo? ¡Mísera vida es y fea jactancia!
De
aquí proviene principalmente el que no se te ame ni tema castamente, y tú
resistas a los soberbios y des tu gracia a los humildes67, y truenes contra
las ambiciones del siglo, y se estremezcan los fundamentos de los montes68.
Pero, como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es
necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de
nuestra verdadera felicidad sembrando en todas partes como lazos estas
palabras: «¡Bien, bien!», para que, mientras las recogemos con avidez,
caigamos incautamente, y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo y lo
pongamos en la falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos
no por motivo tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a
nuestro adversario, nos tenga consigo no para concordia de la caridad, sino
para ser consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en el
aquilón69, a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por
caminos perversos y torcidos.
Nosotros, empero, Señor, somos tu
pequeña grey70. Tú nos posees. Extiende tus alas para que nos refugiemos
bajo ellas. Tú serás nuestra gloria. Por ti seamos amados y tu palabra sea
temida en nosotros. Quien quiere ser alabado de los hombres vituperándole
tú, no será defendido de los hombres cuando tú le juzgues, ni asimismo
liberado cuando tú le condenes. Pero cuando no es el pecador el que es
alabado en los deseos de su alma ni es bendecido el que obra la iniquidad71,
sino que el hombre es objeto de alabanza por algún don que le has concedido,
si se alegran más de que le alaben que de poseer ese don que le hace
acreedor de las alabanzas, también apetece las alabanzas humanas
vituperándole tú. Así es mejor el alabador que el alabado, pues aquel mostró
su deferencia hacia el don de Dios, mientras que éste se complació más del
don del hombre que del de Dios.
CAPÍTULO XXXVII
El halago de
la alabanza humana
60. Diariamente somos tentados, Señor, con
semejantes tentaciones, y somos tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano
es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos también en este orden
continentes; da lo que mandas y manda lo que quieras. Tú tienes conocidos
sobre este punto los gemidos de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de
mis ojos . Porque no puedo fácilmente saber cuánto me he limpiado de esta
lepra, y temo mucho mis pecados ocultos, patentes a tus ojos, pero no a los
míos. Porque en cualquier otro género de tentaciones tengo yo facultad de
examinarme a mí mismo, pero en éste es casi nula. Porque en orden a los
deleites de la carne y a la vana curiosidad de conocer, veo bien cuánto he
aprovechado al tener que refrenar mi alma, cuando carezco de tales cosas por
voluntad o por necesidad. Porque entonces yo mismo me pregunto cuándo me es
más o menos molesto carecer de ellas.
En cuanto a las riquezas, que
son deseadas para servicio de una de estas tres concupiscencias, o de dos de
ellas, o de todas, si el alma no puede percibir si las desprecia
poseyéndolas, puede hacer prueba de sí abandonándolas. Pero, en orden a la
alabanza, ¿acaso, para carecer de ella y así experimentar lo que podemos en
este punto, hemos de vivir mal y tan perdidamente y con tanta crueldad que
todo el que nos conozca nos deteste? ¿Qué mayor locura puede decirse ni
pensarse?
Pero si la alabanza suele y debe ser compañera de la vida
buena y de las buenas obras, no debemos abandonar ni la vida buena ni su
compañero la alabanza. Sin embargo, yo ignoro si puedo llevar con igualdad
de ánimo o de mala gana la carencia de alguna cosa, hasta ver que me falta.
61. Pues ¿qué es, Señor, lo que te confieso en este género de tentación?
¿Qué, sino que me deleito en las alabanzas? Pero, sin duda alguna, me
deleita más la verdad que las alabanzas; pero si me propusiesen qué quería
más: ser loco furioso y desatinado en todo y ser alabado de todos los
hombres, o estar cabal y certísimo de la verdad, y ser vituperado de todos,
ya veo lo que elegiría.
Con todo, yo no quisiera que la aprobación
ajena aumentase el gozo de cualquier bien mío. Pero de hecho no sólo lo
aumenta, lo confieso, sino que también la vituperación lo disminuye. Y
cuando me siento turbado con esta miseria mía, luego me sale al paso una
excusa, que tú sabes, ¡oh Dios!, lo que vale, porque a mí me trae perplejo.
Porque habiéndonos mandado tú no sólo la continencia, esto es, de qué cosas
debemos cohibir el amor, sino también la justicia, esto es, en qué lo
debemos poner, y queriendo no sólo que te amásemos a ti, sino también al
prójimo, sucede muchas veces que parezco deleitarme del provecho o esperanza
del prójimo, cuando me deleito con la alabanza del que ha entendido bien, y
a su vez contristarme con su mal, cuando le oigo vituperar lo bueno que
ignora.
Porque también me contristo algunas veces con las alabanzas,
cuando o alaban en mí aquellas cosas en que yo me desagrado o estiman
algunos bienes pequeños y leves míos más de lo que debieran serlo.
Pero a su vez, ¿de dónde sé yo si el sentirme así afectado es porque no
quiero que disienta de mí, respecto de mí, el que me alaba, no porque me
mueva su utilidad, sino porque los mismos bienes que veo con agrado en mí me
son más gratos cuando agradan también a otros? Porque, en cierto modo, no
soy yo alabado cuando no es aprobado mi juicio respecto de mí, puesto que o
alaban cosas que a mí me desagradan o alaban más las que a mí me agradan
menos. ¿Luego también en esto ando incierto de mí?
62. He aquí que
veo en ti, ¡oh Verdad!, que no debían moverme mis alabanzas por causa de mí,
sino por utilidad del prójimo, y no sé si tal vez es así; pues en este
asunto me soy menos conocido a mí que tú. Yo te suplico, Dios mío, que me
des a conocer a mí mismo, para que pueda confesar a mis hermanos, que han de
orar por mí, cuanto hallare en mí de malo. Me examinaré, pues, nuevamente
con más diligencia.
Pero si es la utilidad del prójimo la que me
mueve en mis alabanzas, ¿por qué me muevo menos cuando es vituperado
injustamente un extraño que no cuando lo soy yo? ¿Por qué me hiere más la
contumelia lanzada contra mí que la que en mi presencia se lanza con la
misma iniquidad contra otro? ¿Acaso ignoro también esto? ¿Había de faltar
esto para engañarme a mí mismo y no realizar la verdad en tu presencia, ni
con el corazón ni con la lengua?
Aleja, Señor, de mí semejante
locura, para que mi boca no sea para mí el óleo del pecador con que unja mi
cabeza72.
CAPÍTULO XXXVIII
Vanagloria en el desprecio de la
vanagloria
63. Soy menesteroso y pobre73, aunque mejor cuando con
secreto gemido me desagrado a mí mismo y busco tu misericordia para que sea
reparada mi indigencia y llevada a la perfección de aquella paz que ignora
el ojo del arrogante.
Pero la palabra que sale de la boca y las obras
conocidas de los hombres están expuestas a una tentación peligrosísima por
causa del amor a la alabanza, que encamina los mendigados votos a una cierta
excelencia personal. Tienta, en efecto; y cuando la reprendo en mí, por el
mismo hecho de reprenderla —y muchas veces aun del mismo desprecio de la
vanagloria— se gloría más vanamente; razón por la cual ya no se gloría del
desprecio mismo de la vanagloria, puesto que realmente no desprecia ésta
cuando se gloría de ella.
CAPÍTULO XXXIX
El amor propio o
autocomplacencia
64. También hay dentro de nosotros, sí, dentro de
nosotros, y en este mismo género de tentación, otro mal, con el cual se
desvanecen los que se complacen a sí mismos de sí, aunque no agraden, o más
bien desagraden, a los demás, ni tengan deseo alguno de agradarles. Mas
estos tales, agradándose a sí mismos, te desagradan mucho a ti, no sólo
teniendo por buenas las cosas que no lo son, sino poseyendo tus bienes como
si fuesen suyos propios; o si tuyos, como debidos a sus méritos; o si como
debidos a tu gracia, no gozándose de ellos socialmente, sino envidiándolos
en otros.
En todos estos peligros y trabajos y otros semejantes, tú
ves el temor de mi corazón y que siento más el que tengas que sanar
continuamente mis heridas que el que no se me inflijan.
CAPÍTULO XL
Recapitulación I: Experiencia mística «de una no sé qué dulzura
interior»
65. ¿Dónde tú no caminaste conmigo, ¡oh Verdad!,
enseñándome lo que debo evitar y lo que debo apetecer, al tiempo de
referirte mis puntos de vista interiores, los que pude, y de los que te
pedía consejo? Recorrí el mundo exterior con el sentido, según me fue
posible, y paré mientes en la vida de mi cuerpo que recibe de mí y de mis
sentidos. Después entré en los ocultos senos de mi memoria, múltiples
latitudes llenas de innumerables riquezas por modos maravillosos, los cuales
consideré y quedé espantado, y de todas ellas no pude discernir nada sin ti;
pero hallé que nada de todas estas cosas eras tú. Ni yo mismo, el
descubridor, que las recorrí todas ellas y me esforcé por distinguirlas y
valorarlas según su excelencia, recibiendo unas por medio de los sentidos e
interrogándolas, sintiendo otras mezcladas conmigo, examinando y enumerando
los mismos órganos transmisores, y dejando aquéllas y sacando las otras; ni
yo mismo —digo—, cuando hacía esto, o más bien la facultad mía con que lo
hacía, ni aun esta misma eras tú, porque tú eras la luz indeficiente a la
que yo consultaba sobre todas las cosas: si eran, qué eran y en cuánto se
debían tener; y de ella oía lo que me enseñabas y ordenabas. Y esto lo hago
yo ahora muchas veces, y esto es mi deleite; y siempre que puedo
desentenderme de los quehaceres forzosos, me refugio en este placer.
Pero en ninguna de estas cosas que recorro, consultándote a ti, hallo lugar
seguro para mi alma sino en ti, en quien se recogen todas mis dispersiones,
sin que se aparte nada de mí.
Algunas veces me introduces en un
afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que si se
completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida. Pero con el peso
de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido
por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero
mucho más soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Aquí
puedo estar y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos.
CAPÍTULO XLI
Recapitulación II: Dios es la verdad
66. Por
eso consideré las enfermedades de mis pecados en su triple concupiscencia e
invoqué tu diestra para mi salud. Porque vi tu esplendor con corazón
enfermo, y, repelido, dije: ¿Quién podrá llegar allí? Arrojado he sido de la
faz de tus ojos74. Tú eres la verdad que preside sobre todas las cosas. Mas
yo, por mi avaricia, no quise perderte, sino que quise poseer contigo la
mentira; del mismo modo que nadie quiere decir la mentira hasta el punto que
ignore lo que es la verdad. Y así yo te perdí, porque no te dignas ser
poseído con la mentira.
CAPÍTULO XLII
El mediador falaz de los
neoplatónicos
67. ¿A quién encontraría yo que me reconciliase
contigo? ¿Debí recurrir a los ángeles? ¿Y con qué preces, con qué
sacramentos? Muchos, esforzándose por volver a ti y no pudiendo por sí
mismos, tentaron, según oigo, este camino y cayeron en deseos de visiones
curiosas y merecieron ser engañados, porque te buscaban con el fasto de la
ciencia, hinchando más bien que hiriendo sus pechos; y atrajeron hacia así,
por la semejanza de su corazón, a las potestades aéreas75, conspiradoras y
cómplices de su soberbia, las cuales con sus poderes mágicos les engañaron,
por buscar un mediador que los juzgara, que no era tal, sino un diablo
transfigurado en ángel de luz76. El cual atrajo sobremanera a la carne
soberbia, por el hecho mismo de carecer de cuerpo carnal. Eran ellos
mortales y pecadores, y tú, Señor, con quien ellos buscaban soberbiamente
reconciliarse, inmortal y sin pecado.
Pero era necesario que el
Mediador entre Dios y los hombres tuviese algo de común con Dios y algo de
común con los hombres, no fuese que, siendo semejante en ambos extremos a
los hombres, estuviese alejado de Dios; o, siendo semejante en ambos
extremos a Dios, estuviese alejado de los hombres, y así no pudiera ser
mediador.
Así, pues, aquel mediador falaz por quien merece, según tus
secretos juicios, ser engañada la soberbia, una cosa tiene de común con los
hombres; es a saber, el pecado; y otra que quiere aparentar tener con Dios,
mostrándose inmortal por razón de no hallarse revestido de la carne mortal.
Pero como el estipendio del pecado es la muerte77, síguese que tiene esto de
común con los hombres, por lo que juntamente con ellos será condenado a
muerte.
CAPÍTULO XLIII
Cristo—Jesús, único y verdadero
Mediador
68. Pero el verdadero Mediador, a quien por tu secreta
misericordia revelaste a los humildes y lo enviaste para que con su ejemplo
aprendiesen hasta la misma humildad, aquel Mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús78, apareció entre los pecadores mortales y
el Justo Inmortal, mortal con los hombres, justo con Dios, para que, pues el
estipendio de la justicia es la vida y la paz, por razón de la justicia que
tiene de común con Dios, destruyese en los impíos justificados por él, la
muerte, que quiso tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los
antiguos santos 49 para que fuesen salvos por la fe en su pasión futura,
como nosotros lo somos por la fe en la ya pasada. Porque en tanto es
Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario,
por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios.
69. ¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único,
sino que le entregaste por nosotros, impíos!79 ¡Oh cómo nos amaste,
haciéndose por nosotros, quien no tenía por usurpación ser igual a ti,
obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los
muertos80, teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente
recobrarla81. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso
vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y
por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos
hijos, y naciendo de ti para servirnos a nosotros.
Con razón tengo yo
gran esperanza en él de que sanarás todas mis dolencias por su medio, porque
el que está sentado a tu diestra te suplica por nosotros82; de otro modo
desesperaría. Porque muchas y grandes son las dolencias, sí; muchas y
grandes son, aunque más grande es tu Medicina. De no haberse hecho tu Verbo
carne y habitado entre nosotros, con razón hubiéramos podido juzgarle
apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.
70.
Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había tratado
en mi corazón y pensado huir a la soledad mas tú me lo prohibiste y me
tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que
viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos83.
He
aquí, Señor, que deposito en ti mis preocupaciones, a fin de que viva y
pueda considerar las maravillas de tu ley84. Tú conoces mi ignorancia y mi
debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu Unigénito en quien se hallan
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia85, me redimió
con su sangre. No me calumnien los soberbios86, porque pienso en el precio
de mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y, pobre, deseo saciarme
de él en compañía de aquellos que lo comen y son saciados. Y alabarán al
Señor quienes le buscan87.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!