Liturgia Católica

Confesiones de San Agustín


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CONFESIONES

LIBRO SEGUNDO

Adolescencia ociosa y culpable en Tagaste

A los dieciséis años

(369—370)

CAPÍTULO I

Recuerdo de los pecados de su adolescencia

1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las carnales inmundicias de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en pedazos cuando, apartado de ti, que eres unidad, me desvanecí en muchas cosas.

Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé ensilvecerme con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.

CAPÍTULO II

El ardor de la pubertad

2. ¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado? Pero no guardaba modo en ello, yendo de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la tenebrosidad de la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban mi flaca edad por lo abrupto de mis apetitos y me sumergían en un mar de torpezas. Tu ira había arreciado sobre mí y yo no lo sabía. Me había hecho sordo con el ruido de la cadena de mi mortalidad, justo castigo de la soberbia de mi alma, y me iba alejando cada vez más de ti, y tú lo consentías; y me agitaba, y derramaba, y esparcía, y hervía con mis fornicaciones y tú callabas, ¡oh tardo gozo mío!; tú callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de dolores con una degradación llena de arrogancia y una inquieta laxitud.

3. ¡Oh, quién hubiera regulado aquella mi miseria, y convertido en uso recto las fugaces hermosuras de las criaturas inferiores, y puesto límites a sus suavidades, a fin de que las olas de aquella mi edad rompiesen en la playa conyugal, si es que no podía haber paz en ellas, conteniéndose dentro de los límites de lo matrimonial, como prescribe tu ley, Señor, tú que formas el germen transmisor de nuestra vida mortal y con mano suave puedes templar la dureza de las espinas, que quisiste estuviesen excluidas de tu paraíso! Porque no está lejos de nosotros tu omnipotencia, aun cuando nosotros estemos lejos de ti.

Al menos debiera haber atendido con más diligencia al sonido de tus nubes1: Igualmente padecerán las tribulaciones de la carne; mas yo os perdono... y bueno es al hombre no tocar a mujer... y el que está sin mujer piensa en las cosas de Dios y en cómo le ha de agradar; pero el que está ligado con el matrimonio piensa en las cosas del mundo y en cómo ha de agradar a la mujer2. Estas voces son las que yo debiera haber escuchado atentamente, y haberme mutilado por el reino de Dios3 hubiera suspirado más feliz por tus abrazos.

4. Pero yo, miserable, pospuesto tú, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin pesadumbre y, cuando yo lo hallara, en modo alguno fuese fuera de ti, Señor; fuera de ti, que finges dolor en mandar4, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti.

Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de mi edad carnal, cuando empuñó su cetro sobre mí, y yo me rendí totalmente a ella, la furia de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes!

Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue sólo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra.

CAPÍTULO III

Luctuosa ociosidad del año decimosexto

5. En este mismo año se hubieron de interrumpir mis estudios de regreso de Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un muy modesto munícipe de Tagaste.

Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la partecilla de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos de qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe?

¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se tomaban por sus hijos semejante empeño.

Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo, ¡oh Dios!, único, verdadero y buen Señor de tu campo, mi corazón.

6. Pero en aquel decimosexto año se hubo de imponer un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, hube de vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis lascivias, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día me vio pubescente mi padre en el baño y revestido de inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, fuese a contárselo alegre a mi madre; alegre por la embriaguez con que este mundo se olvida de ti, su criador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.

Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto de hacía poco. De aquí el sobresaltarse ella con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro5.

7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?

Quería ella —y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud— que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Mas estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Pero, en realidad, tuyas eran, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio.

Pero yo no lo sabía, y me precipitaba con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto más cuanto más torpes eran, agradando hacerlas no sólo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de vituperio que el vicio? Y, sin embargo, por no ser vituperado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase ton los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer tanto más abyecto cuanto más inocente y tanto más vil cuanto más casto.

8. He aquí con qué compañeros recorría yo las plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno, como en cinamomo y ungüentos preciosos. Y en medio de él, para que me adhiriese más tenazmente, me pisoteaba el enemigo invisible y me seducía, por ser yo fácil de seducir.

Ni aun mi madre carnal, que había comenzado a huir ya de en medio de Babilonia6, pero que en lo demás iba despacio, cuidó —como antes lo había hecho aconsejándome la pureza— de contener con los lazos del matrimonio aquello que había oído a su marido de mí —y que ya veía me era pestilencial y en adelante me había de ser más peligroso—, si es que no se podía cortar por lo sano. No cuidó de esto, digo, porque tenía miedo de que con el vínculo matrimonial se frustrase la esperanza que sobre mí tenía; no la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti, sino la esperanza de las letras, que ambos a dos, padre y madre, deseaban ardientemente; el padre, porque no pensaba casi nada de ti y sí muchas cosas vanas sobre mí; la madre, porque consideraba que aquellos acostumbrados estudios de la ciencia no sólo no me habían de ser estorbo, sino de no poca ayuda para alcanzarte a ti. Así lo conjeturo yo ahora al recordar, en cuanto me es posible, las costumbres de mis padres.

Por esta razón me aflojaban también las riendas para el juego más de lo que permite una moderada severidad, dejándome ir tras la disolución de mis varios afectos, en todos los cuales había una obscuridad que me interceptaba, ¡oh Dios mío!, la claridad de tu verdad, y como de mi carnalidad, brotaba mi iniquidad7.

CAPÍTULO IV

El hurto de unas peras

9. Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que sufra con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al forzado por la indigencia. También yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado.

Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. A hora intempestiva de la noche —pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre— nos encaminamos a él, con ánimo de sacudirlo y vendimiarlo, unos cuantos mozalbetes. Y llevamos de él grandes cargas, no para regalarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido.

He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo de balde y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo en la ignominia, sino la ignominia misma.

CAPÍTULO V

Alicientes del pecado

10. Todos los cuerpos que son hermosos, como el oro, la plata y todos los demás, tienen, en efecto, su encanto. En el tacto físico interviene por mucho la congruencia de las partes, y cada uno de los demás sentidos percibe en los cuerpos cierta modalidad propia. También el honor temporal y el poder mandar y dominar tiene su atractivo, de donde nace la avidez de venganza.

Sin embargo, para conseguir todas estas cosas no es necesario abandonarte a ti, ni desviarse un ápice de tu ley. También la vida que aquí vivimos tiene sus encantos, por cierta manera suya de belleza y por la correspondencia que tiene con las inferiores. Cara es, finalmente, la amistad de los hombres por la unión que hace de muchas almas con el dulce nudo del amor.

Por todas estas cosas y otras semejantes se peca cuando por una inclinación inmoderada a ellas —no obstante que sean bienes ínfimos— son abandonados los mejores y sumos, como eres tú, Señor, Dios nuestro; tu Verdad y tu Ley.

Cierto que también estos bienes ínfimos tienen sus deleites, pero no como los de Dios, hacedor de todas las cosas, porque en él se deleita el justo y hallan sus delicias los rectos de corazón8.

11. Ésta es la razón por que cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué habrá sido? Porque amó la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza. ¿Acaso hubiera cometido el crimen sin motivo, por sólo el gusto de matar? ¿Quién lo podrá creer?

Porque aun de cierto hombre sin entrañas y excesivamente cruel, de quien se dijo que era malo y cruel de balde, se añadió, sin embargo, el motivo: «Para que la ociosidad no embotara su mano o el sentimiento».

Mas si todavía indagares por qué esto es así, te diré que para con aquel ejercicio de crímenes, tomada la ciudad, consiguiese honores, poderes y riquezas y careciese del miedo a las leyes y de los apremios de la vida, causados por la escasez de su patrimonio y de la conciencia de sus crímenes. Así, pues, ni aun el mismo Catilina amaba sus crímenes, sino otra cosa, por cuyo motivo los cometía.

CAPÍTULO VI

Todos los vicios pretenden imitar virtudes de Dios

12. ¿Pues qué fue entonces lo que yo, miserable de mí, amé en ti, oh hurto mío, oh crimen nocturno mío de mis dieciséis años? Porque no eras hermoso, siendo un hurto. Pero ¿es que eres algo para que yo hable contigo? Las hermosas eran las peras aquellas que robamos, por ser criaturas tuyas, ¡oh el más hermoso de todos, criador de todas las cosas!, Dios bueno, Dios sumo bien y verdadero bien mío: ¡hermosas eran aquellas peras! Pero no eran éstas lo que apetecía mi alma miserable. Abundancia de ellas tenía yo y mejores. Pero las arranqué del árbol por sólo el hecho de hurtar, pues apenas las cogí las tiré, gustando en ellas sólo la iniquidad, de la que me gozaba con fruición. Porque si alguna de aquellas entró en mi boca, sólo el delito la hizo sabrosa.

Y ahora pregunto yo, Dios mío: ¿Qué era lo que me deleitaba en el hurto? Porque yo no encuentro ninguna hermosura en él; no digo ya como la que brilla en la justicia y prudencia, pero ni aun siquiera como la que resplandece en la inteligencia del hombre, o en la memoria y los sentidos, o en la vida vegetativa; ni como son bellos los astros hermosos en sus cursos, y la tierra, y el mar, llenos de vivientes, que nacen para sucederse unos a otros; ni siquiera como la defectuosa y umbrátil hermosura de los engañadores vicios.

13. Porque la soberbia imita la celsitud, mas tú eres el único sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie en ningún tiempo, ni lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las blanduras de los lascivos provocan al amor; pero nada hay más blando que tu caridad ni que se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece afectar amor a la ciencia, siendo tú quien conoce sumamente todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y estulticia se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué más inofensivo que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La indolencia apetece el descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo apetece ser llamado saciedad y abundancia; mas tú sólo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad. La prodigalidad vístese con capa de liberalidad; pero sólo tú eres el verdadero y liberalísimo dador de todos los bienes.

La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú sólo las posees todas. La envidia cuestiona sobre excelencias; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo o repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.

14. Así es como claudica el alma: cuando es apartada de ti y busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Perversamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el criador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti.

Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel hurto o en qué imité a mi Señor con una actitud viciosa y perversa? ¿Acaso fue en deleitarme obrando contra ley a base de engaño, ya que no podía por fuerza, simulando cautivo una libertad manca en hacer impunemente lo que estaba prohibido, en una obscura parodia de tu omnipotencia?

He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra9. ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?

CAPÍTULO VII

Acción de gracias por el perdón conseguido

15. ¿Qué daré en retorno al Señor10 por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?

Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su flaqueza, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?

Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido curado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves debilidades, ése le libró a él de caer en ellas.

CAPÍTULO VIII

Qué amó el adolescente Agustín en el hurto

16. Y ¿qué fruto saqué yo, miserable, de aquellas acciones que ahora recuerdo con rubor? ¿Sobre todo de aquel hurto en el que amé el hurto mismo, no otra cosa, siendo así que éste era nada, quedando yo más miserable con él? Sin embargo, es cierto que yo sólo no lo hubiera hecho —a juzgar por la disposición de mi ánimo de entonces—; no, en modo alguno yo solo lo hubiera hecho. Luego amé también allí el consorcio de otros culpables que me acompañaran a cometerlo. Luego tampoco es cierto que no amara en el hurto otra cosa que el hurto; aunque no otra cosa amé, por ser nada también éste.

Pero ¿qué es realmente —quién me lo podrá enseñar, sino el que ilumina mi corazón y discierne sus sombras—, qué es lo que me viene a la mente y deseo averiguar, discutir y meditar, ya que si entonces amara aquellas peras que robé y deseara su deleite solamente, podía haber cometido solo, si yo me hubiera bastado, aquella iniquidad por la cual llegara a aquel deleite sin necesidad de excitar la picazón de mi apetito con el roce de almas cómplices? Pero como no hallaba deleite alguno en las peras, ponía éste en el mismo pecado, siendo aquél causado por el consorcio de los que juntamente pecaban.

CAPÍTULO IX

El contagio de las malas compañías

17. Y ¿qué afecto era aquel del alma? Ciertamente muy torpe, y yo un desgraciado en temerle. Pero ¿qué era en realidad? Y ¿quién hay que entienda los pecados?11 Era como una risa que nos retozaba en el cuerpo, nacida de ver que engañábamos a quienes no sospechaban de nosotros tales cosas y sabíamos que habían de llevarlas muy a mal.

Pero ¿por qué me deleitaba no pecar solo? ¿Acaso porque nadie se ríe fácilmente cuando está solo? Nadie fácilmente, es verdad; pero también lo es que a veces tienta y vence la risa a los que están solos, sin que nadie los vea, cuando se ofrece a los sentidos o al alma alguna cosa extraordinariamente ridícula. Porque la verdad es que yo solo no hubiera hecho nunca aquello, no; yo solo jamás lo hubiera hecho. Vivo tengo delante de ti, Dios mío, el recuerdo de aquel estado de mi alma, y repito que yo solo no hubiera cometido aquel hurto, en el que no me deleitaba lo que robaba, sino porque robaba; lo que solo tampoco me hubiera agradado en modo alguno, ni yo lo hubiera hecho.

¡Oh amistad enemiga en demasía, seducción inescrutable del alma, ganas de hacer mal por pasatiempo y juego, apetito del daño ajeno sin provecho alguno propio y sin pasión de vengarse! Pero basta que se diga: «Vamos, hagamos», para que se sienta vergüenza de no ser desvergonzado.

CAPÍTULO X

Dios es el Sumo Bien

18. ¿Quién deshará este nudo tortuosísimo y enredadísimo? Feo es; no quiero volver los ojos a él, no quiero ni verlo. Sólo a ti quiero, justicia e inocencia bella y graciosa a los ojos puros, y con insaciable saciedad. Sólo en ti se halla el descanso supremo y la vida sin perturbación. Quien entra en ti entra en el gozo de su Señor12 y no temerá y se hallará sumamente bien en el sumo bien. Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de esterilidad.

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!