CONFESIONES
LIBRO QUINTO
Profesor en
Cartago y Roma y su duda académica
De veintiocho a treinta años
(382—384)
CAPÍTULO I
Ofrece a Dios sus Confesiones
1. Recibe, Señor, el sacrificio de mis Confesiones de la mano de mi lengua,
que tú formaste y moviste para que confesase tu nombre, y sana todos mis
huesos y digan: Señor, ¿quién semejante a ti?1 Nada, en verdad, te enseña de
lo que pasa en él quien se confiesa a ti, porque no hay corazón cerrado que
pueda sustraerse a tu mirada ni hay dureza humana que pueda repeler tu mano,
antes la abres cuando quieres, o para compadecerte o para castigar y no hay
nadie que se esconda de tu calor2. Pero te alaba mi alma para amarte, y
confiese tus misericordias3 para alabarte. No cesan ni callan tus alabanzas
las criaturas todas del universo, ni los espíritus todos con su boca vuelta
hacia ti, ni los animales y cosas corporales por boca de los que las
contemplan, a fin de que, apoyándose en estas cosas que tú has hecho, se
levante hacia ti nuestra alma de su laxitud y pase a ti, su hacedor
admirable, donde está la energía y verdadera fortaleza.
CAPÍTULO II
Nadie puede huir de la presencia de Dios
2. Váyanse y huyan de ti
los inquietos pecadores, que tú les ves y distingues sus sombras. Y ved que
con ellos hasta son más hermosas las cosas, no obstante ser ellos feos. ¿Y
en qué te pudieron dañar? ¿O en qué pudieron mancillar tu imperio justo y
entero desde los cielos hasta las cosas más ínfimas? ¿Y adónde huyeron
cuando huyeron de tu presencia? ¿Y dónde tú no les encontrarás? Huyeron, sí,
por no verte a ti, que les estabas viendo, para, cegados, tropezar contigo,
que no abandonas ninguna cosa de las que has hecho; para tropezar contigo,
injustos, y así ser justamente castigados, por haberse sustraído a tu
blandura, haber ofendido tu santidad y haber caído en tus rigores. Ignoran
éstos, en efecto, que tú estás en todas partes, sin que ningún lugar te
circunscriba, y que estás presente a todos, aun a aquellos que se alejan de
ti4.
Así, pues, que se conviertan y te busquen buscándote, porque tú
no desamparas a tus criaturas, pese a que ellos abandonaron a su Creador.
Que se conviertan, porque ya estás tú en sus corazones, en los corazones de
los que te confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno a vista de sus
caminos difíciles, y tú, fácil, enjugarás sus lágrimas; y llorarán aún más y
se gozarán en sus llantos, porque eres tú, Señor, y no ningún hombre de
carne y sangre; eres tú, Señor, que los hiciste, quien los restablece y
consuela.
¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas,
ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me
encontraba. ¿Cuánto menos a ti?
CAPÍTULO III
Ante el
renombrado Fausto maniqueo
3. Voy a hablar en presencia de mi Dios de
aquel año veintinueve de mi edad. Ya había llegado a Cartago uno de los
obispos maniqueos, por nombre Fausto, gran lazo del demonio, en el que caían
muchos por el encanto seductor de su elocuencia, la cual, aunque también yo
ensalzaba, la sabía, sin embargo, distinguir de la verdad de las cosas, que
eran las que yo anhelaba saber. Ni me cuidaba tanto de la calidad del plato
del lenguaje cuanto de las viandas de ciencia que en él me servía aquel tan
renombrado Fausto.
La fama me lo había presentado como un hombre
doctísimo en toda clase de ciencias y sumamente instruido en las artes
liberales. Y como yo había leído muchas cosas de los filósofos y las
conservaba en la memoria, me puse a comparar algunas de éstas con las largas
fábulas del maniqueísmo, pareciéndome más probables las dichas por aquellos,
que llegaron a conocer las cosas del mundo, aunque no dieron con su
Creador5; porque tú eres grande, Señor, y miras las cosas humildes, y
conoces de lejos las elevadas6, y no te acercas sino a los contritos de
corazón, ni serás hallado de los soberbios, aunque con curiosa pericia
cuenten las estrellas del cielo y arenas del mar y midan las regiones del
cielo e investiguen el curso de los astros.
4. Porque con sólo el
entendimiento e ingenio que tú les diste han investigado estas cosas, y han
descubierto muchas de ellas, y han predicho con muchos años de anticipación
los eclipses del sol y de la luna en el día y hora en que han de suceder y
la parte que se ha de ocultar, sin que les falle nunca el cálculo,
sucediendo siempre tal y como lo tienen anunciado.
Además de esto,
han dejado por escrito las reglas por ellos descubiertas, las cuales se
enseñan hoy día en las escuelas y conforme a ellas se predice en qué año, y
en qué mes del año, y en qué día del mes, y en qué hora del día, y en qué
parte de su luz se habrán de eclipsar el sol y la luna, sucediendo siempre
como lo pronostican.
Los ignorantes se admiran de esto y quedan
pasmados de tales cosas, y los que las saben se glorían de ello, y se
desvanecen, y con impía soberbia se apartan de tu luz, y desfallecen; y
viendo con tanta antelación el defecto del sol que ha de suceder, no ven el
suyo, que lo tienen presente, porque no buscan religiosamente de dónde les
viene el ingenio con que investigan estas cosas, y hallando que tú les has
hecho, no se te dan a sí para que tú les conserves lo que les has dado, ni
te ofrecen en sacrificio cuales se han hecho a sí mismos, ni dan muerte a
sus altanerías como a aves del cielo, ni a sus insaciables curiosidades,
que, como los peces del mar, repasan las secretas sendas del abismo; ni a
sus concupiscencias, que les asemejan a los cuadrúpedos del campo7, a fin de
que tú, ¡oh Dios, fuego devorador!8, consumas estos sus cuidados de muerte y
los recrees inmortalmente.
5. Pero no conocieron el camino, tu Verbo
[tu Palabra], por quien hiciste las cosas que numeran, a quienes las
numeran, el criterio de su numeración y la inteligencia en virtud de la cual
las numeran; y aunque tu sabiduría no tiene número9, tu mismo Unigénito se
ha hecho para nosotros sabiduría, justicia y santificación10, y número entre
nosotros y ha pagado tributo al César. No conocieron este camino, por el
que, descendiendo de sí, bajasen a él y por él subiesen
al mismo; no
conocieron, digo, este camino y se creyeron más elevados y resplandecientes
que estrellas, y así vinieron a rodar por tierra, obscureciéndose su necio
corazón11.
Cierto que dicen muchas cosas verdaderas de las criaturas,
pero como no buscan piadosamente la Verdad, es decir, al artífice de la
criatura, de ahí que no lo encuentren, y si le encuentran, reconociéndole
por Dios, no le honran como a Dios ni le dan gracias, antes se desvanecen
con sus lucubraciones12 y dicen de sí que son sabios, atribuyéndose a ellos
lo que es tuyo y, por lo mismo, atribuyéndote a ti con perversísima ceguedad
sus cosas, es decir, sus mentiras; a ti, que eres la misma Verdad, trocando
la gloria de un Dios incorruptible por la semejanza de imagen de un hombre
corruptible, de aves, cuadrúpedos y serpientes. Y convierten tu verdad en su
mentira, y adoran y sirven a la criatura más bien que al Creador13.
6. Retenía yo, sin embargo, en la memoria muchos dichos suyos verdaderos
acerca de las criaturas, y hallaba ser tales respecto de los números,
sucesión de las estaciones y visibles atestaciones de los astros, y los
comparaba con los escritos de Manés, que sobre estas cosas escribió mucho,
desbarrando sin tino, y no hallaba por ninguna parte la explicación de los
solsticios y equinocios, de los eclipses del sol y de la luna y otras cosas
por el estilo que yo había leído y entendido en los libros de la sabiduría
de este siglo.
Con todo, se me mandaba allí que creyera, aunque no me
daban explicación alguna de aquellas doctrinas, que yo tenía bien
averiguadas por los números y el testimonio de mis ojos; antes era muy
diferente.
CAPÍTULO IV
Solo el conocimiento de Dios hace feliz
7. ¿Acaso, Señor Dios de la verdad, quienquiera que sabe estas cosas te
agrada a ti ya? ¡Infeliz, en verdad, el hombre que sabiéndolas todas ellas
te ignora a ti, y feliz, en cambio, quien te conoce, aunque ignore aquéllas!
En cuanto a aquel que te conoce a ti y a aquéllas, no es más feliz por causa
de éstas, sino únicamente es feliz por ti, si, conociéndote, te glorifica
como a tal y te da gracias y no se envanece en sus pensamientos14.
Porque así como es mejor el que sabe poseer un árbol y te da gracias por su
utilidad, aunque ignore cuántos codos tiene de alto y cuántos de ancho, que
no el que lo mide y cuenta todas sus ramas, pero no lo posee, ni conoce, ni
ama a su Creador, así el hombre fiel —cuyas son todas las riquezas del mundo
y que, no teniendo nada, lo posee todo15 por estar unido a ti, a quien
sirven todas las cosas16—, aunque no sepa siquiera el curso de los
septentriones, es —sería necio dudarlo— ciertamente mejor que aquel que mide
los cielos, y cuenta las estrellas, y pesa los elementos, pero es negligente
contigo, que has dispuesto todas las cosas en número, peso y medida17.
CAPÍTULO V
Errores científicos de los maniqueos
8. Pero
¿quién le pedía al tal Manés que escribiese de estas cosas [astronómicas],
sin cuyo conocimiento se podía aprender la piedad? Porque tú has dicho al
hombre: Ved que la piedad es la sabiduría18, la cual podía ciertamente
ignorar aquél aunque conociese perfectamente éstas. Mas porque no las
conocía y se atrevía con suma impudencia a señalarlas, claramente indicaba
que de ningún modo conocía aquélla. Porque vanidad es ciertamente alardear
de estas cosas mundanas, aun sabiéndolas, y piedad, confesarte a ti. Por
donde él, descaminado en esto, habló mucho sobre estas cosas, para que,
convencido de ignorante por los que las conocen bien, se viera claramente el
crédito que merecía en las otras más obscuras. Porque no fue que él quisiera
ser estimado en poco, antes tuvo empeño en persuadir a los demás de que
tenía en sí personalmente y en la plenitud de su autoridad al Espíritu
Santo, consolador y enriquecedor de tus fieles. Así que, sorprendido de
error al hablar del cielo y de las estrellas, y del curso del sol y de la
luna, aunque tales cosas no pertenezcan a la doctrina de la religión,
claramente se descubre ser sacrílego su atrevimiento al decir cosas no sólo
ignoradas, sino también falsas, y esto con tan vesana vanidad de soberbia
que pretendiera se las tomasen como salidas de boca de una persona divina.
9. Así, pues, cuando oigo que algún hermano cristiano, éste o aquél,
ignora estas cosas y las confunde, llevo con paciencia su modo de opinar y
no veo que le dañe en nada mientras no crea cosas indignas de ti, Señor,
creador del universo, aunque ignore hasta el «lugar y modo de estar» del ser
corporal. Le dañaría, en cambio, si creyese que esto pertenecía a la esencia
de la piedad y con gran pertinacia se atreviese a afirmar lo que ignora.
Pero aun esta flaqueza es soportada en los comienzos de la fe por la madre
caridad hasta que crezca y llegue el hombre nuevo a varón perfecto y no
pueda ser arrebatado por cualquier viento de doctrina19.
En cuanto a
aquél [Manés], que se atrevió a hacerse maestro, autor, guía y cabeza de
aquellos a quienes persuadía tales cosas, y en tal forma que los que le
siguiesen creyeran que seguían no a un hombre cualquiera, sino a tu Espíritu
Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez demostrado ser todo
impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?
Sin embargo, no
había aún claramente averiguado si lo que había leído yo en otros libros
sobre los cambios de los días y las noches, unos más largos y otros más
cortos, y sobre la sucesión del día y la noche, y de los eclipses del sol y
de la luna, y otras cosas semejantes, podrían explicarse conforme a su
doctrina, lo que, de ser posible, ya me dejaría en duda de si la cosa era
así o no, en cuyo caso antepondría a mi fe la autoridad de aquél por el gran
crédito de santidad en que le tenía.
CAPÍTULO VI
Encuentro de
Agustín con Fausto, facundo e ignorante
10. En estos nueve años
escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy prolongado deseo
la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás maniqueos con quienes
yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las cuestiones que les
proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una sencilla entrevista
resolvería muy fácilmente y de modo clarísimo todas aquellas mis
dificultades y aun otras mayores que se me ocurrieran.
Tan pronto
como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de grata
conversación y que decía más dulcemente que los otros las mismas cosas. Pero
¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya
tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar
mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma más
sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje. No eran, no,
buenos evaluadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como a un
hombre sabio y prudente porque les deleitaba con su facundia, al revés de
otra clase de hombres que más de una vez hube de experimentar, que tenían
por sospechosa la verdad y se negaban a reconocerla si les era presentada
con lenguaje acicalado y florido.
Pero para esta época ya había
aprendido de ti, Señor, por modos ocultos y maravillosos —y creo que eras tú
el que me enseñabas, porque era verdadero aquello, y nadie puede ser maestro
de la verdad sino tú, sea cualquiera el lugar y modo en que ella brille—, ya
había aprendido de ti que no por decirse una cosa con elegancia debía
tenerse por verdadera, ni falsa porque se diga con desaliño; ni a su vez
verdadero lo que se dice toscamente, ni falso lo que se dice con estilo
brillante; sino que la sabiduría y necedad son como manjares, provechosos o
nocivos, y las palabras elegantes o triviales, como platos preciosos o
humildes, en los que se pueden servir ambos manjares.
11. Así, pues,
aquella ansia mía con que había esperado tanto tiempo a aquel hombre se
deleitaba de algún modo con el movimiento y afecto de sus disputas, y las
palabras apropiadas que empleaba, y la facilidad con que se le venían a la
boca para expresar sus ideas. Me deleitaba, ciertamente, y le alababa y
ensalzaba con los demás y aun mucho más que los demás.
Sin embargo,
me molestaba que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera
presentarle mis dudas y departir con él las cuestiones que me preocupaban,
exponiéndole mis dificultades en forma de preguntas y respuestas. Cuando al
fin lo pude, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle en la ocasión y
lugar más oportunos para tales discusiones, presentándole algunas objeciones
de las que me hacían más fuerza; pero conocí al punto que era un hombre
totalmente ayuno de las artes liberales, a excepción de la gramática, que
conocía de un modo vulgar. Sin embargo, como había leído algunos discursos
de Marco Tulio, algún que otro libro de Séneca, algunos trozos de los poetas
y los escritos de la secta, compuestos en un latín limado y elegante, y, por
otra parte, se estaba ejercitando todos los días en hablar, había adquirido
gran facilidad de expresión, la que él hacía más grata y seductora con la
agudeza de su ingenio y cierta gracia natural.
¿Es así o no como lo
cuento, Señor y Dios mío, juez de mi conciencia? Delante de ti están mi
corazón y mi memoria, quien entonces obraba conmigo en lo secreto de tu
providencia y ponías ante mis ojos20 mis vergonzosos errores para que los
viese y los odiase.
CAPÍTULO VII
La desilusión maniquea
12. Así que cuando comprendí claramente que era un ignorante en aquellas
artes en las que yo le creía muy aventajado, comencé a desesperar de que me
pudiese aclarar y resolver las dificultades que me tenían preocupado. Cierto
que podía ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión; pero esto a
condición de no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas
fábulas acerca del cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las
cuales no juzgaba yo ya que me las pudiera explicar sutilmente como lo
deseaba, cotejándolas con los cálculos de los números que había leído en
otras partes, para ver si era así como se contenía en los libros de Manés y
si daban buena razón de las cosas o al menos era igual que la de aquéllos.
Pero él, cuando presenté a su consideración y discusión dichas
cuestiones, no se atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí semejante
carga, pues conocía ciertamente que ignoraba tales cosas y no se avergonzaba
de confesar. No era él del número de aquella caterva de charlatanes que
había tenido yo que sufrir, empeñados en enseñarme tales cosas, para luego
no decirme nada. Este, en cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al
menos no demasiado incauto en orden a sí. No era tan ignorante que ignorase
su ignorancia, por lo que no quiso meterse disputando en un callejón de
donde no pudiese salir o le fuese muy difícil la retirada. Aun por esto me
agradó mucho más, por ser la modestia de un alma que se conoce más hermosa
que las mismas cosas que deseaba conocer. Y en todas las cuestiones
dificultosas y sutiles le hallé siempre igual.
13. Quebrantado, pues,
el entusiasmo que había puesto en los libros de Manés y desconfiando mucho
más de los otros doctores maniqueos, cuando éste tan renombrado se me había
mostrado tan ignorante en muchas de las cuestiones que me inquietaban,
comencé a tratar con él, para su instrucción, de las letras o artes que yo
enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía él mismo, leyéndole,
ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su ingenio.
Por lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la
secta se me acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el
punto de separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa
mejor determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había
venido a dar, hasta tanto que apareciera otra opción mejor. De este modo,
aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo ni
quererlo, quien comenzó a desatar el que a mí me tenía preso. Y es que tus
manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y
que mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la
sangre de su corazón que corría por sus lágrimas.
Y tú, Señor,
obraste conmigo por modos admirables, pues obra tuya fue aquélla, Dios mío.
Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y quien escoge su
camino21. Y ¿quién podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que rehace lo
que ha hecho?
CAPÍTULO VIII
Traslado a Roma, engañando a su
madre
14. También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen
irme a Roma y allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Pero no dejaré de
confesarte el motivo que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la
profundidad de tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu siempre
presente misericordia para con nosotros. Porque mi determinación de ir a
Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los
amigos que me aconsejaban tal cosa —aunque también estas cosas pesaban en mi
ánimo entonces—, sino la causa máxima y casi única era haber oído que los
jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases 13, merced a la rigurosa
disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a
menudo y en tropel en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni
siquiera entrar en ellas sin su permiso; todo lo contrario de lo que sucedía
en Cartago, donde es tan torpe e intemperante la licencia de los escolares
que entran desvergonzada y furiosamente en las aulas y trastornan el orden
establecido por los maestros para provecho de los discípulos. Cometen además
con increíble estupidez multitud de insolencias, que deberían ser castigadas
por las leyes, de no patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto
más miserables cuanto cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu
ley eterna, y creen hacer impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con
que las hacen es su mayor castigo, padeciendo ellos incomparablemente
mayores males de los que hacen.
Así, pues, me vi obligado a sufrir de
maestro en los demás aquellas costumbres que siendo estudiante no quise
adoptar como mías. Y por eso me agradaba ir allí [Roma], donde los que lo
sabían aseguraban que no se daban tales cosas. Mas tú, Señor, esperanza mía
y porción mía en la tierra de los vivientes22, a fin de que cambiase de
lugar para la salud de mi alma, me ponías espinas en Cartago para arrancarme
de allí y deleites en Roma para atraerme allá, por medio de unos hombres que
amaban una vida muerta: unos haciendo locuras aquí, otros prometiendo cosas
vanas allí, usando tú para enderezar mis paso23 ocultamente de la
perversidad de aquéllos y de la mía. Porque los que perturbaban mi ocio con
gran rabia eran ciegos, y los que me invitaban a lo otro sabían a tierra24,
y yo, que detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en Roma una
falsa felicidad.
15. Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e
irme allí sólo tú lo sabías, oh Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre que
lloró amargamente mi partida y me siguió hasta el mar.
Pero hube de
engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a desistir de mi
propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que despedir a un
amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento, se hiciese a
la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú perdonaste
este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables
inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con
las cuales lavado, se secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que
ante ti regaba por mí todos los días la tierra que estaba bajo su rostro.
Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que
permaneciera aquella noche en lugar próximo a nuestra nave, en la Memoria de
san Cipriano. Y aquella misma noche me partí a clandestinamente sin ella,
dejándola orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con
tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas
desde un punto más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo
que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía.
Sopló
el viento, hinchó nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en
la que mi madre, a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de
quejas y gemidos tus oídos, que no los atendían, antes bien me dejabas
correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y castigar en
ella su afecto carnal con el justo azote del dolor. Porque también como las
demás madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto
a sí, sin saber los grandes gozos que tú le preparabas con mi ausencia. No
lo sabía, y por eso lloraba y se lamentaba, acusando con tales lamentos el
fondo que había en ella de Eva al buscar con gemidos lo que con gemidos
había parido.
Por fin, después de haberme acusado de mentiroso y mal
hijo y haberte rogado de nuevo por mí, se volvió a su vida ordinaria y yo a
Roma.
CAPÍTULO IX
Enfermedad del hijo y oraciones de la madre
16. Aquí fui yo recibido con el azote de una enfermedad corporal, que
estuvo a punto de mandarme al sepulcro, cargado con todas las maldades que
había cometido contra ti, contra mí y contra el prójimo, a más del pecado
original, en el que todos morimos en Adán25. Porque todavía no me habías
perdonado ninguno de ellos en Cristo, ni éste había deshecho en su cruz las
enemistades26 que había contraído contigo con mis pecados. ¿Y cómo iba a
deshacerlos aquel fantasma que colgaba de la cruz, tal como yo creía en él?
Porque tan verdadera era la muerte de mi alma como falsa me parecía a mí la
muerte de su carne, y tan verdadera la muerte de su carne como falsa la vida
de mi alma, que no creía esto. Y agravándose las fiebres, ya casi estaba a
punto de irme y perecer. Pero ¿adónde hubiera ido, si entonces hubiera
tenido que salir de este mundo, sino al fuego y tormentos que merecían mis
acciones, según la verdad de tu ordenación? No sabía esto mi madre, pero
oraba por mí ausente, escuchándola tú, presente en todas partes allí donde
ella estaba, y ejerciendo tu misericordia conmigo donde yo estaba, a fin de
que recuperara la salud del cuerpo, todavía enfermo y con un corazón
sacrílego. Porque estando en tan gran peligro no deseaba bautismo, siendo
mejor de niño, cuando se lo pedí a mi piadosa madre, como ya tengo recordado
y confesado. Pero había crecido, para vergüenza mía, y, necio, me burlaba de
los consejos de tu Medicina.
Con todo, no permitiste que en tal
estado muriese yo doblemente, y con cuya herida, de haber sido traspasado el
corazón de mi madre, nunca hubiera sanado. Porque no puedo decir
bastantemente el gran amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado me paría
en el espíritu que me había parido en la carne.
17. Así que no veo
cómo hubiese podido sanar si mi muerte en tal estado hubiese traspasado las
entrañas de su amor. ¿Y qué hubiese sido de tantas y tan continuas oraciones
como por mí te hacía sin cesar? ¿Acaso tú, Dios de las misericordias,
despreciarías el corazón contrito y humillado27 de aquella viuda casta y
sobria, que hacía frecuentes limosnas y servía obsequios a tus santos? ¿Que
ningún día dejaba de llevar su oblación al altar? ¿Que iba dos veces al día
—mañana y tarde— a tu iglesia, sin faltar jamás, y esto no para entretenerse
en vanas conversaciones y chismorreos de viejas, sino para oírte a ti en los
sermones y que tú la oyeses a ella en sus oraciones? ¿Habías tú de
despreciar las lágrimas con que ella te pedía no oro, ni plata, ni bien
alguno frágil y mudable, sino la salud de su hijo? ¿Habrías tú, digo, por
cuyo favor era ella tal, de despreciarla y negarle tu auxilio? De ningún
modo, Señor; antes estabas presente a ella, y la escuchabas, y hacías lo que
te pedía, mas por el modo señalado por tu providencia.
No era
posible, no, que tú la engañaras en aquellas visiones y respuestas que le
habías dado, de alguna de las cuales hemos hablado ya, y otras que paso en
silencio, las cuales conservaba ella fielmente en su pecho y te las
recordaba en sus oraciones como firmas de tu mano, que debías cumplir.
Porque aunque tu misericordia es infinita28, tienes a bien hacerte deudor
con promesas de aquellos mismos a quienes tú perdonas todas sus deudas.
CAPÍTULO X
Su estado de ánimo en este tiempo
18. Me
restableciste, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu sierva
por entonces, en cuanto al cuerpo, para tener a quién dar después una mejor
y más segura salud. En Roma me juntaba con los que se decían santos,
engañados y engañadores; porque no sólo yo trataba con los oyentes, de cuyo
número era el huésped de la casa en que yo había caído enfermo y
convalecido, sino también con los que llaman electos.
Todavía me
parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé
qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi
soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar, cuando
había obrado mal, mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti
era contra quien yo pecaba29. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé
qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Pero, en verdad, yo
era todo aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más
incurable de mi pecado era que no me tenía por pecador, deseando más mi
execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí en mí para mi perdición,
que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías puesto
guardia a mi boca ni puerta que cerrase mis labios para que mi corazón no
declinase a las malas palabras ni buscase excusa a mis pecados entre los
hombres que obran la iniquidad, y ésta era la razón por que alternaba con
los electos30 de los maniqueos. Pero, desesperando ya de poder hacer algún
progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había
determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con
tibieza y negligencia.
19. Por este tiempo se me vino también a la
mente la idea de que los filósofos que llaman académicos habían sido los más
prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas las cosas y
que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció
entonces que habían claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no
haber todavía entendido su intención.
En cuanto a mi huésped, no me
recaté de llamarle la atención sobre la excesiva credulidad que vi tenía en
aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los libros maniqueos. Con
todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que eran de la secta que
de los otros hombres que no pertenecían a ella. No defendía ya ésta, es
verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad —en Roma había
muchos de ellos ocultos— me hacía extraordinariamente perezoso para buscar
otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh
Señor de cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e
invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban, por parecerme cosa muy torpe
creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por los
contornos corpóreos de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar
en mi Dios no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que
pudiera existir lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única
de mi inevitable error.
20. De aquí nacía también mi creencia de que
la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea] y de que era una mole
negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como
el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba
sobre la tierra. Y como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer
que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna mala, las imaginaba como
dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor
la buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros
sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era
rechazado, porque no era fe católica aquella que yo imaginaba. Y me parecía
ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí tus misericordias, en
creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que se te
oponía la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las
formas del cuerpo humano.
También me parecía ser mejor creer que no
habías creado ningún mal —el cual aparecía a mi ignorancia no sólo como
sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al
espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios— que
creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti.
Al mismo Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido
de aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de Él
sino lo que mi vanidad me sugería.
Y así juzgaba que una tal
naturaleza como la suya no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con
la carne, ni veía cómo podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba
tal, y así temía creerle nacido en la carne, por no verme obligado a creerle
manchado con la carne.
Sin duda, estoy viendo que tus [personas]
espirituales sonreirán ahora amable y comprensivamente al leer estas mis
Confesiones; pero, realmente, así era yo.
CAPÍTULO XI
Las
dificultades de las Escrituras
21. Por otra parte, no creía ya que
las cosas que reprendían aquéllos [los maniqueos] en tus Escrituras podían
sostenerse. Con todo, de cuando en cuando deseaba sinceramente consultar
cada uno de dichos lugares con algún varón doctísimo en tales libros y ver
lo que él realmente sentía sobre ellos. Porque ya estando en Cartago habían
empezado a moverme los discursos de un tal Elpidio, que públicamente habló y
disertó contra los maniqueos, alegando tales cosas de la Sagrada Escritura,
que no era fácil refutarle.
En cambio, la respuesta que aquéllos
dieron me pareció muy débil, y aun ésta no la daban fácilmente en público,
sino a nosotros muy en secreto, diciendo que las Escrituras del Nuevo
Testamento habían sido falseadas por no sé quiénes, que habían querido
mezclar la ley de los judíos con la fe cristiana, bien que ellos no podían
presentar ningún ejemplo convincente.
Pero lo que principalmente me
tenía cogido y ahogado eran las corporeidades que yo imaginaba cuando
pensaba en aquellas dos grandes moles, que parecían oprimirme, y bajo cuyo
peso, anhelante, me era imposible respirar el aura pura y sencilla de tu
verdad.
CAPÍTULO XII
Trapacería de los estudiantes romanos
22. Con toda diligencia había empezado a poner por obra el designio que
me había llevado a Roma, y que era enseñar el arte retórico, comenzando por
reunir al principio a algunos estudiantes en casa para darme a conocer a
ellos y por su medio a los demás.
Mas al punto advertí con sorpresa
que los estudiantes de Roma hacían otras travesuras que no había
experimentado con los de Cartago. Porque si era verdad, como me habían
asegurado, que aquí [Roma] no se practicaban aquellas trastadas de los
jóvenes perdidos de allí [Cartago], también me aseguraban que aquí los
estudiantes se concertaban mutuamente para dejar de repente de asistir a las
clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido,
faltando así a su fe y teniendo en nada la justicia por amor del dinero.
Odiaba también a éstos mi corazón, aunque no con odio perfecto31, porque
realmente más les aborrecía por el perjuicio que me causaban que por la
injusticia en sí que cometían. Infames son, sin duda, los que así obran y
andan divorciados32 de ti, amando unas burlas y engaños pasajeros y un
interés de lodo que no se puede coger con la mano sin mancharse, acogiéndose
al mundo efímero que huye, y despreciándote a ti, que permaneces eternamente
y llamas y perdonas al alma humana pecadora que se vuelve a ti. Aún ahora
mismo siento aborrecimiento a gente tan depravada y descompuesta, si bien
deseo que se enmienden, a fin de que prefieran la doctrina que aprenden al
dinero, y antes que aquélla, a ti, Dios, verdad y abundancia de bien
verdadero y paz castísima del alma. Pero entonces —lo confieso— más deseaba
que no fuesen malos por mi bien, que no buenos por tu amor.
CAPÍTULO
XIII
Cátedra de Milán. Visita a Ambrosio
23. Así que cuando la
ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de
maestro de retórica, con derecho a usar la posta pública, yo mismo solicité
presuroso, por mediación de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas
(de los que iba con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo) que, mediante
la presentación de un discurso de muestra, una vez aprobado, fuese yo el
designado por el prefecto entonces Símaco.
Llegué a Milán y visité al
obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo
tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo «la flor de tu
trigo», «la alegría del óleo» y «la sobria embriaguez de tu vino»33. A él
era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti
sabiéndolo.
Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y con
afabilidad de obispo (episcopaliter) se interesó mucho por mi viaje. Yo
comencé a estimarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la
verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre
afable conmigo. Le escuchaba con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no
con la intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver
si correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba,
quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más
bien despreciaba. Me deleitaba con la suavidad de sus sermones, los cuales,
aunque más eruditos que los de Fausto, eran, sin embargo, menos festivos y
dulces que los de éste en cuanto al modo de decir; porque, en cuanto al
fondo de los mismos, no había comparación, pues mientras Fausto erraba por
entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba saludablemente la salud eterna.
Porque lejos de los pecadores anda la salud34, y yo lo era entonces. Sin
embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin saberlo.
CAPÍTULO
XIV
Escuchando a Ambrosio abandona el maniqueísmo y se hace
catecúmeno
24. Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía,
sino únicamente de oír cómo lo decía —era este vano cuidado lo único que
había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún
camino que le condujera a ti—, veníanse a mi mente, juntamente con las
palabras que me agradaban las cosas que despreciaba, por no poder separar
unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía
elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de verdadero; mas
esto por grados.
Porque, primeramente, empezaron a parecerme
defendibles aquellas cosas y que la fe católica —en pro de la cual creía yo
que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos— podía afirmarse
y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos
y más veces los enigmas de las Escrituras del Viejo Testamento, que,
interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así, pues, declarados en
sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a
reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía
resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los profetas.
Mas no por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos,
porque también el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes
elocuentemente, y no de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco
por esto me parecía que debía condenar lo que antes tenía porque las
defensas fuesen iguales. Y así, si por una parte la católica no me parecía
vencida, todavía aún no me parecía vencedora.
25. Entonces dirigí
todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con
algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad
es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al
punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi
alma; pero no podía.
Sin embargo, considerando y comparando más y más
lo que los filósofos habían sentido acerca del ser físico de este mundo y de
toda la Naturaleza, que es objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran
mucho más probables las doctrinas de éstos que no las de aquéllos
[maniqueos]. Así que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas,
según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los
maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en
aquella secta, a la que anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin
embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de las lacerías de
mi alma por no hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo.
En
consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que me
había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto
a donde dirigir mis pasos.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!