CONFESIONES
LIBRO SEXTO
Catedrático imperial y catecúmeno de Ambrosio en Milán
De treinta a treinta y dos años
(384—386)
CAPÍTULO I
Llega Mónica a Milán
1. ¡Esperanza mía desde mi juventud!1 ¿Dónde
estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me
había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las
aves del cielo? Pero yo caminaba por tinieblas2 y resbaladeros y te buscaba
fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar
en lo profundo del mar3, y desconfiaba y desesperaba de encontrar la verdad.
Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome
por mar y tierra, segura de ti en todos los peligros; tanto, que hasta en
las tormentas que padecieron en el mar era ella quien animaba a los
marineros —siendo así que suelen ser éstos quienes animan a los navegantes
desconocedores del mar cuando se turban—, prometiéndoles que llegarían con
felicidad al término de su viaje, porque así se lo habías prometido tú en
una visión.
Me encontró en grave peligro por mi desesperación de
encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo,
aunque tampoco cristiano católico, no saltó de alegría como quien oye algo
inesperado, por estar ya segura de aquella parte de mi miseria, en la que me
lloraba delante de ti como a un muerto que había de ser resucitado, y me
presentaba continuamente en las andas de tu pensamiento para que tú dijeses
al hijo de la viuda: joven, a ti te digo: levántate4, y reviviese y
comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.
Ni se turbó su
corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que
con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si
no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque
estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba —pues le habías
prometido concedérselo todo—, me respondió con mucho sosiego y con el
corazón lleno de confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de
esta vida me había de ver católico fiel.
Esto en cuanto a mí, porque
en cuanto a ti, ¡oh fuente de las misericordias!, redoblaba sus oraciones y
lágrimas para que acelerases tu auxilio y esclarecieras mis tinieblas, y
acudía con mayor solicitud a la iglesia para quedar suspensa de los labios
de Ambrosio, como de la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna5.
Porque amaba ella a este varón como a un ángel de Dios, pues conocía que por
él había venido yo en aquel intermedio a dar en aquella fluctuante
indecisión, por la que presumía segura que había de pasar de la enfermedad a
la salud, salvado que hubiese aquel peligro agudo que, por su mayor
gravedad, llaman los médicos «crítico».
CAPÍTULO II
Mónica
obedece a una prohibición episcopal
2. Así, pues, como llevase, según
solía en África, puches, pan y vino a las Memorias de los mártires y se lo
prohibiese el portero, cuando supo que lo había vedado el Obispo, se resignó
tan piadosa y obedientemente que yo mismo me admiré de que tan fácilmente se
declarase condenadora de aquella costumbre, más bien que criticadora de
semejante prohibición.
Y es que no era la vinolencia la que dominaba
su espíritu, ni el amor del vino la encendía en odio de la verdad como
sucedía a muchos hombres y mujeres, que sentían náuseas ante el cántico de
la sobriedad, como los beodos ante la bebida aguada. Antes ella, trayendo el
canastillo con las acostumbradas viandas, que habían de ser probadas y
repartidas, no ponía más que un vasito de vino aguado, según su gusto harto
sobrio, de donde tomara lo suficiente para hacer aquel honor. Y si eran
muchos los sepulcros que debían ser honrados de este modo, traía el vasito
por todos no sólo muy aguado, sino también templado, el cual repartía con
los suyos presentes, dándoles pequeños sorbos, porque buscaba en ello la
piedad y no el deleite.
Así que tan pronto como supo que este
esclarecido predicador y maestro de la verdad había prohibido se hiciera
esto —aun por los que lo hacían sobriamente, para no dar con ello ocasión de
emborracharse a los ebrios y porque éstas, a modo de parentales, ofrecían
muchísima semejanza con la superstición de los gentiles—, se abstuvo muy
conforme, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos aprendió a
llevar a los sepulcros de los mártires el pecho lleno de santos deseos y a
dar lo que podía a los pobres, y de este modo celebrar la comunión con el
cuerpo del Señor allí, a imitación de cuya pasión fueron inmolados y
coronados los mártires.
Pero tengo para mí, Señor y Dios mío —y así
lo cree en tu presencia mi corazón—, que tal vez mi madre no hubiera cedido
tan fácilmente de aquella costumbre —que era, sin embargo, necesario cortar—
si la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio; porque
realmente le amaba sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la
religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia con toda clase de obras
buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él solía muchas veces
prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre,
ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y
creía era imposible hallar la verdadera senda de la vida.
CAPÍTULO
III
Dificultad de llegar a Ambrosio muy ocupado
3. Ni siquiera
gemía orando para que me socorrieras, sino que mi espíritu se hallaba
ocupado en investigar e inquieto en discutir, teniendo al mismo Ambrosio por
hombre feliz según el mundo, viéndole tan honrado de tan altas potestades.
Sólo su celibato me parecía duro de soportar. Pero yo no podía sospechar,
por no haberlo experimentado nunca, las esperanzas que abrigaba, ni las
luchas que tenía que sostener contra las tentaciones de su propia
excelencia, ni los consuelos de que gozaba en las adversidades, ni los
sabrosos deleites que gustaba con la boca interior de su corazón cuando
rumiaba tu pan [eucarístico]; ni él, a su vez, conocía mis inquietudes, ni
la profundidad de mi peligro, por no poderle yo preguntar lo que quería y
como quería, y de cuyos oídos y boca me apartaba la multitud de hombres de
negocios, a cuyas flaquezas él servía.
Cuando éstos le dejaban libre,
que era muy poco tiempo, se dedicaba o a reparar las fuerzas del cuerpo con
el alimento necesario o las de su espíritu con la lectura. Cuando leía, lo
hacía pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el
sentido sin decir palabra ni mover la lengua.
Muchas veces, estando
yo presente —pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de
avisarle quién venía—, le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y
estando largo rato sentado en silencio —porque ¿quién se atrevía a molestar
a un hombre tan atento?—, optaba por marcharme, conjeturando que aquel poco
tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los
negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente,
quizá por si alguno de los oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallara
algún pasaje oscuro en el autor que leía y exigiese se lo explicara o le
obligase a disertar sobre cuestiones difíciles, gastando el tiempo en tales
cosas, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba, aunque más
bien creo que lo hiciera así por conservar la voz, que con facilidad se le
enronquecía.
En todo caso, cualquiera que fuese la intención con que
aquel varón lo hacía, ciertamente era buena.
4. Lo cierto es que a mí
no se me daba tiempo para interrogar a tan santo oráculo tuyo, que era en su
pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino cuando sólo podía darme una
respuesta breve, y mis inquietudes requerían mucho tiempo y dedicación en
aquel con quien las había de conferir, cosa que nunca hallaba. Yo le
escuchaba, es verdad, predicando al pueblo rectamente la palabra de la
verdad6 todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser
sueltos los nudos todos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores
nuestros levantaban contra los libros sagrados.
Así que, cuando
averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de
la madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: Hiciste al
hombre a tu imagen7, de tal suerte que creyesen o pensasen que estabas
dotado de forma de cuerpo humano —aunque no acertara yo entonces a imaginar,
pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia
espiritual—, me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años
no contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia
carnal, siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía
haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú —¡oh altísimo y próximo,
secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores,
sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!— no
tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas hecho al
hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies ocupe éste un lugar.
CAPÍTULO IV
Creer para entender el catolicismo
5. No sabiendo,
pues, de qué modo pueda ser el hombre imagen tuya, debiera haber consultado
sobre la manera de creer en ella y no oponerme insultando como si realmente
fuera aquello que yo creía. Y así, tanto más agudamente me roía el corazón
la preocupación de alcanzar algo cierto, cuanto más me confundía el haber
vivido tanto tiempo engañado y burlado con la promesa de cosas ciertas y
haber sostenido con pueril empeño y animosidad tantas cosas dudosas como
ciertas.
Sin embargo, ya era cierto para mí que eran dudosas, no
obstante que en algún tiempo las creí ciertas, es decir, cuando con mis
ciegas disputas combatía a tu Católica, a la cual, aunque entonces no
conocía por maestra de la verdad, al menos sabía que no enseñaba aquellas
cosas de que gravemente la acusaba.
Por esta razón me llenaba de
confusión, y volvía contra mí, y me alegraba, Dios mío, de que tu Iglesia
única —cuerpo de tu Unigénito, y en la cual siendo niño se me había
inculcado el nombre de Cristo— no gustase de tan pueriles engaños ni tuviera
como doctrina sana el que tú, Creador de todas las cosas, estuvieses
confinado en un lugar, aunque sumo y amplio, pero al fin limitado por la
figura de los miembros humanos.
6. También me alegraba de que las
Antiguas Escrituras de la ley y los profetas ya no se me propusiesen en
aquel aspecto de antes, en que me parecían absurdas, reprendiéndolas como si
tal hubieran sentido tus santos [patriarcas], cuando en realidad nunca
habían sentido de ese modo; y así oía con gusto decir muchas veces a
Ambrosio en sus sermones al pueblo recomendando con mucho encarecimiento
como una regla segura que la letra mata y el espíritu vivifica8 al exponer
aquellos pasajes, que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad,
pero que, interpretados en un sentido espiritual, roto el velo místico que
les envolvía, no decían nada que pudiera ofenderme, aunque todavía ignorase
si las cosas que decía eran o no verdaderas.
Por eso retenía a mi
corazón de todo asentimiento, temiendo dar en un precipicio; pero con esta
suspensión me mataba yo mucho más, porque quería estar tan cierto de las
cosas que no veía como lo estaba de que dos y tres son cinco, pues no estaba
entonces tan demente que creyese que ni aun esto se podía comprender. Sino
que así como entendía esto, así quería entender las demás cosas, ya fuesen
las corporales, ausentes de mis sentidos, ya las espirituales, de las que no
sabía pensar más que corporalmente.
Es verdad que podía sanar
creyendo; y de este modo, purificada más la vista de mi mente, poder
dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente estable y bajo ningún
aspecto defectible. Y como suele acontecer al que cayó en manos de un mal
médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía
a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino
creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado,
resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la
fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta
autoridad y eficacia.
CAPÍTULO V
Simplicidad y profundidad de
las Escrituras
7. Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar
preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba
con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba
—fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de
ellas; fuese porque no existiesen—, que no allí, en donde se despreciaba la
fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a
creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar.
Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a
tratar y componer poco a poco mi corazón y me persuadiste —al considerar
cuántas cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido,
como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas
relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a
los amigos, a los médicos y a otras clases de hombres que, si no las
creyéramos, no podríamos dar un paso en la vida, y, sobre todo, cuán
inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría saber sin
dar fe a 1o que me habían dicho— de que más que los que creen en tus libros,
que has revestido de tanta autoridad en casi todos los pueblos del mundo,
deberían ser culpados los que no creyesen en ellos; y que así no debía dar
oídos a los que tal vez me dijeren: «¿De dónde sabes tú que aquellos libros
han sido dados a los hombres por el Espíritu de Dios, único y veracísimo?».
Porque precisamente esto era lo que mayormente debía creer, por no haber
podido persuadirme ningún ataque de las opiniones calumniosas, que yo había
leído en los muchos escritos contradictorios de los filósofos, a que no
creyera alguna vez que tú no existías —aunque yo ignorase lo que eras— y que
no tienes cuidado de las cosas humanas.
8. Esto lo creía unas veces
más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías cuidado
del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu
sustancia y qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual,
reconociéndonos enfermos para hallar la verdad por la razón pura y
comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad de las sagradas
letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana
autoridad a aquellas Escrituras en todo el mundo, si no quisieras que por
ellas te creyésemos y buscásemos.
Y en cuanto a los absurdos en que
antes yo solía tropezar, habiendo oído explicar en un sentido aceptable
muchos de sus lugares, lo atribuía ya a la profundidad de sus misterios,
pareciéndome la autoridad de las Escrituras tanto más venerable y digna de
la fe sacrosanta cuanto que es accesible a todos los que quieren leerlas, y
reserva la dignidad de su secreto bajo un sentido más profundo, y,
prestándose a todos con unas palabras clarísimas y un lenguaje humilde, da
en qué entender aun a los que no son ligeros de corazón9; por lo que, si
recibe a todos en su seno popular, son pocos los que deja pasar hacia ti por
sus estrechos agujeros; muchos más, sin embargo, de los que serían si el
prestigio de su autoridad no fuera tan excelso o no admitiera a las turbas
en el gremio de su santa humildad.
Pensaba yo en estas cosas, y tú me
asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas; marchaba
por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas.
CAPÍTULO VI
Panegírico al emperador. El feliz beodo de Milán
9. Sentía
vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio, y tú te reías de mí. Y
en estos deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más
propicio cuanto menos consentías que hallase dulzura en lo que no eras tú.
Ve, Señor, mi corazón, tú que quisiste que te recordase y confesase esto.
Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte.
¡Qué desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la
herida, para que, dejadas todas las cosas, se convirtiese a ti, que estás
sobre todas ellas10 y sin quien no existiría absolutamente ninguna; se
convirtiese a ti, digo, y fuese curada.
¡Qué miserable era yo
entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel día en
que —como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que
había de mentir mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo
sabían— respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía
con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar por una de las calles
de Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y
divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre
los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos
nuestros empeños, cuales eran los que entonces me afligían, no hacía más que
arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos,
aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una
tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la
que tal vez no llegaríamos nosotros. Porque lo que éste había conseguido con
unas pocas monedas de limosna era exactamente a lo que aspiraba yo por tan
trabajosos caminos y rodeos; es a saber: la alegría de una felicidad
temporal.
Cierto que la de aquél no era alegría verdadera; pero la
que yo buscaba con mis ambiciones era aún mucho más falsa. Y, desde luego,
él estaba alegre y yo angustiado, él seguro y yo temblando. Ciertamente que
si alguno me hubiera preguntado entonces si preferiría estar alegre o estar
triste, le hubiese respondido que «estar alegre»; pero si nuevamente me
preguntara si quería ser como aquél o como yo era, sin duda me escogería a
mí mismo lleno de cuidados y temores; mas esto lo hubiera hecho por mi
perversidad; ¿cuándo jamás con verdad? Porque no debía anteponerme yo a
aquél por ser más docto que él, puesto que esto no era para mí fuente de
felicidad, y yo sólo buscaba con ello agradar a los hombres y nada más que
agradarles, no instruirles. Por eso quebrantabas, Señor, con el báculo de tu
disciplina mis huesos11.
10. Apártense, pues, de mi alma los que le
dicen: «Importa tener en cuenta la causa de la alegría, porque el mendigo
aquel se alegraba con la borrachera, tú con la gloria.» ¿Y con qué gloria,
Señor? Con la que no está en ti. Porque así como aquel gozo no era verdadero
gozo, así aquella gloria no era verdadera gloria, antes pervertía más mi
corazón. Porque aquél digeriría aquella misma noche su embriaguez, y yo, en
cambio, había dormido con la mía, y me había levantado con ella, y me
volvería a dormir y a levantar con ella tú sabes por cuántos días.
Importa, es cierto, conocer los motivos del gozo de cada uno; lo sé, como sé
que el gozo de la esperanza fiel dista incomparablemente de aquella vanidad.
Pero también entonces había gran distancia entre nosotros, pues ciertamente
él era más feliz que yo, no sólo porque rebosaba de alegría, en tanto que yo
me consumía de cuidados, sino también porque él con buenos modos había
adquirido el vino y yo buscaba la vanidad con mentiras.
Muchas cosas
dije entonces a este propósito a mis amigos y muchas veces volvía sobre
ellas para ver cómo me iba, y hallaba que me iba mal, y sentía dolor, y yo
mismo me aumentaba el mal, hasta el punto que, si me acaecía algo próspero,
tenía pesar de tomarlo, porque casi antes de tomarlo se me iba de las manos.
CAPÍTULO VII
Alipio y su afición a los juegos circenses
11. Lamentábamos estas cosas los que vivíamos juntos amigablemente, pero de
modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los
cuales Alipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las
primeras familias municipales del mismo y más joven que yo, pues había sido
discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en
Cartago. Él me quería a mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él
por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad.
Sin embargo, la sima de corrupción de las costumbres de los
cartagineses, con las cuales se alimentan aquellos engañosos juegos, le
había absorbido, arrastrándole tras la locura de los juegos circenses.
Rodaba él miserablemente por dicho abismo cuando enseñaba yo públicamente en
esta ciudad retórica, mas no me oía aún como a maestro por cierto altercado
que había tenido yo con su padre. Yo sabía que amaba perdidamente el circo,
de lo que me afligía no poco por parecerme que iban a perderse, si es que no
estaban ya perdidas las grandes esperanzas que tenía puestas en él. Pero no
hallaba modo de amonestarle y con algún apremio apartarle de ellos, ni por
razón de amistad ni de magisterio, pues creía que pensaría de mí como su
padre, aunque en realidad no era así, pues pospuesta la voluntad del padre
en esta materia, había empezado a saludarme, viniendo a mi aula, donde me
oía y luego se iba.
12. Y ya se me había ido de la memoria el tratar
con él de que no malograse ingenio tan excelente con aquella ciega y
apasionada afición a juegos tan vanos. Pero tú, Señor, tú, que tienes en tu
mano el gobernalle de todo lo creado, no te habías olvidado de él, a quien
tenías destinado para ser entre tus hijos ministro de tus sacramentos; y
para que abiertamente se atribuyese a ti su corrección, la hiciste
ciertamente por mí, pero sin saberlo yo.
Porque estando cierto día
sentado en el lugar de costumbre y delante de mí los discípulos, vino
Alipio, saludó, y sentado se puso a atender a lo que se trataba; y por
casualidad traía entre manos una lección que para mejor exponerla y hacer
más clara y gustosa su explicación me había parecido oportuno traer la
semejanza de los juegos circenses, burlándome hasta con sarcasmo de aquellos
a quienes había esclavizado esta locura. Pero tú sabes, Señor, que entonces
no pensé en curar a Alipio de tal peste; mas él tomó para sí lo que yo había
dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y así lo que hubiera sido para
otro motivo de enojo conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse
contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí.
Ya habías dicho
tú en otro tiempo y consignado en tus letras: Corrige al sabio y te amará12;
mas no era yo quien le había corregido, sino tú, que —usando de todos,
conózcanlo o no, por el orden que tú sabes, y este orden es justo— hiciste
de mi corazón y de mi lengua carbones abrasadores, con los cuales
cauterizaras aquella mente de tan bellas esperanzas, pero pervertida, y así
la sanaras.
Calle, Señor, tus alabanzas quien no considere tus
misericordias, las cuales te alaban de lo más íntimo de mi ser. Porque ello
fue que después que oyó mis palabras salió de aquel hoyo tan profundo, en el
que gustosamente se sumergía y con inefable deleite se cegaba, y sacudió el
ánimo con una fuerte templanza, y saltaron de él todas las inmundicias de
los juegos circenses y no volvió a poner allí los pies.
Después
venció la resistencia del padre para tenerme a mí de maestro, el cual cedió
y consintió en ello. Pero oyéndome por segunda vez, fue envuelto conmigo en
la superstición de los maniqueos, amando en ellos aquella ostentación de su
continencia, que él creía legítima y sincera. Mas en realidad era falsa y
engañosa, cazando con ella almas preciosas que aún no saben llegar al fondo
de la virtud y, por lo mismo, fáciles de engañar con la apariencia de la
virtud, siquiera fingida y simulada.
CAPÍTULO VIII
Alipio en
el circo de Roma
13. No queriendo [Alipio] dejar la carrera del
mundo, tan decantada por sus padres, había ido delante de mí a Roma a
estudiar Derecho, donde se dejó arrebatar de nuevo, de modo increíble y con
increíble afición, a los espectáculos de gladiadores.
Porque aunque
aborreciese y detestase semejantes juegos, cierto día, como topase por
casualidad con unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no
obstante negarse enérgicamente y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos
con amigable violencia al anfiteatro y en unos días en que se celebraban
crueles y funestos juegos.
Él les decía: «Aunque arrastréis a aquel
lugar mi cuerpo y le retengáis allí, ¿podréis acaso obligar a mi alma y a
mis ojos a que mire tales espectáculos? Estaré allí como si no estuviera, y
así triunfaré de ellos y de vosotros.» Pero éstos, no haciendo caso de tales
palabras, le llevaron consigo, tal vez deseando averiguar si podría o no
cumplir su dicho.
Cuando llegaron y se colocaron en los sitios que
pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en cruelísimos deleites, pero Alipio,
habiendo cerrado las puertas de sus ojos, prohibió a su alma salir de sí a
ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que hubiera cerrado también los oídos!
Porque en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la gritería de la
turba, que, vencido de la curiosidad y creyéndose suficientemente fuerte
para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que fuese, abrió los ojos y
fue herido en el alma con una herida más grave que la que recibió el
gladiador en el cuerpo a quien había deseado ver; y cayó más miserablemente
que éste, cuya caída había causado aquella gritería, la cual, entrando por
sus oídos, abrió sus ojos para que hubiese por donde herir y derribar a
aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en adelante menos
de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio aquella
sangre, bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino que la
fijó con detención, con lo que se enfurecía sin saberlo, y se deleitaba con
el crimen de la lucha, y se embriagaba con tan sangriento placer.
Ya
no era el mismo que había venido, sino uno de tantos de la turba, con los
que se había mezclado, y verdadero compañero de los que le habían llevado
allí.
¿Qué más? Contempló el espectáculo, voceó y se enardeció, y fue
atacado de la locura, que había de estimularle a volver no sólo con los que
primeramente le habían llevado, sino aparte y arrastrando a otros consigo.
Pero tú te dignaste, Señor, sacarle de este estado con mano poderosa y
misericordiosísima, enseñándole a no presumir de sí y a confiar de ti,
aunque esto fue mucho tiempo después.
CAPÍTULO IX
Alipio
detenido como supuesto ladrón
14. Sin embargo, ya se iba asentando
esto en su memoria para futuro remedio suyo. También creo que lo sucedido
siendo estudiante y oyente mío en Cartago, cuando estando hacia mediodía
repasando en el foro lo que había de recitar, según costumbre de los
escolares, fue preso como ladrón por los guardias del foro, fue, sin duda,
permitido por ti, Dios nuestro, no por otra razón sino para que varón que
había de ser tan grande algún día comenzara a aprender cuán difícilmente se
debe dejar llevar el hombre que ha de sentenciar contra otro hombre de una
temeraria credulidad en el examen de las causas.
Paseaba, en efecto,
Alipio ante el local del tribunal sólo con las tablillas y el punzón [para
escribir], cuando he aquí que un joven del número de los estudiantes, pero
verdadero ladrón que llevaba escondida un hacha, entró sin él advertirlo a
las balaustradas de plomo que daban a la calle de los plateros y se puso a
cortar plomo.
Al ruido de los golpes se alborotaron los plateros que
estaban debajo y enviaron guardias que lo prendiesen, fuera quien fuera.
Pero aquél, habiendo oído las voces de aquéllos, huyó a todo escape, dejando
el instrumento de hierro, temiendo ser cogido con él. Alipio, que no le
había visto entrar, le vio salir precipitadamente y escapar; mas deseando
saber la causa, entró en el lugar y, encontrándose con el hacha, se puso,
admirado, a contemplarla. Pero he aquí que estando en esto llegan los que
habían sido enviados y le sorprenden a él solo con el hierro en la mano, a
cuyos golpes, alarmados, habían acudido. Echan mano de él, llevándole por la
fuerza, gloriándose los inquilinos del foro de haber dado con el verdadero
ladrón a quien conducen hasta el juzgado.
15. Hasta aquí era menester
llegar a la lección, pues al punto saliste, Señor, en socorro de su
inocencia, de la que tú solo eras testigo. Porque al tiempo que era llevado
o a la cárcel o al tormento, les salió al encuentro un arquitecto que tenía
el cuidado supremo de los edificios públicos. Se alegró la turba muchísimo
de haber topado con él, porque siempre que faltaba alguna cosa del foro
sospechaba de ellos, y así supiera, al fin, quién era el verdadero ladrón.
Pero como este señor había visto muchas veces a Alipio en la casa de un
senador a quien él solía ir a ver frecuentemente, tan pronto como le vio,
cogiéndole de la mano, le apartó de la turba y le preguntó la causa de
tamaña desgracia.
Cuando se enteró, dio orden el arquitecto a toda
aquella turba alborotada allí presente y enfurecida contra Alipio de que
fueran con él. Cuando llegaron a la casa de aquel joven adolescente autor
del delito, se hallaba a la puerta un muchacho tan pequeñito que no era
fácil sospechar mal alguno para su dueño, y el cual podía decirlo todo,
puesto que le había acompañado al foro. Habiéndole reconocido Alipio, se lo
dijo al arquitecto, quien enseñándole el hacha le dijo: «¿Sabes de quién es
ésta?» A lo que contestó el muchacho sin demora: «nuestra.» Después,
interrogado, descubrió lo restante.
De este modo, trasladada la causa
a aquella casa y confusas las turbas, que habían ya empezado a celebrar el
triunfo de Alipio, éste salió más experimentado e instruido; él, que había
de ser dispensador de tu palabra y examinador de muchas causas de tu
Iglesia.
CAPÍTULO X
Entereza de Alipio y llegada de Nebridio
16. A [Alipio] ya lo hallé yo en Roma, y se me unió con vínculo tan
estrecho de amistad, que se fue conmigo a Milán, ya por no separarse de mí,
ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto
más era por voluntad de sus padres que suya. Tres veces había hecho ya de
asesor, y su entereza había admirado a todos, admirándose más él de que
ellos pospusiesen la inocencia al dinero.
También fue probada su
integridad, no sólo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo
del temor. Hacía en Roma de asesor del conde del erario de las tropas
italianas, y se hallaba en este tiempo un senador poderosísimo, que tenía
obligados a muchos con sus beneficios, y a otros muchos sujetos con sus
amenazas. Intentó éste hacer, según la costumbre de su poderío, no sé qué
cosa que estaba prohibida por las leyes, oponiéndosele Alipio. Prometió
recompensa a Alipio, y éste se rio de ella. Le dirigió amenazas, y se burló
de ellas; admirando todos alma tan extraordinaria, que así despreciaba a un
hombre tan poderoso y tan celebrado de la fama por los mil modos que tenía
de hacer bien o mal, y a quien no había nadie que no quisiera tener por
amigo o le temiera de enemigo. Hasta el mismo juez, cuyo asesor era Alipio,
si bien no quería que lo hiciera dicho senador, no se atrevía a negárselo
abiertamente, sino que, echándole al senador la culpa, le decía que no se lo
permitía Alipio; de modo que éste dejaría de asesorarle si dicho juez le
concediese la petición.
Sólo una cosa estuvo a punto de hacerle caer
por su amor a las letras; y era mandar copiar para sí a precios pretorianos
algunos códices; pero consultada la justicia, se inclinó por lo mejor,
prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, antes que al poder, que se lo
consentía.
Poco es esto, pero el que es fiel en lo poco, también lo
es en lo mucho, ni en modo alguno puede resultar vano lo salido de la boca
de tu Verdad: Si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os
confiará las verdaderas? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os
confiará lo vuestro?13
Así era entonces este amigo tan íntimamente
unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que
habríamos de seguir.
17. También Nebridio —que había dejado su
patria, vecina de Cartago, y aun la misma Cartago, donde solía vivir muy
frecuentemente—, abandonada la magnífica finca rústica de su padre, y
abandonada la casa y hasta su madre, que no podía seguirle, había venido a
Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el deseado estudio de la
verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e
igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y
escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas.
Eran tres bocas
hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que
les dieses comida en el tiempo oportuno14. Y en toda amargura que por tu
misericordia se seguía a todas nuestras acciones mundanas, queriendo
nosotros averiguar la causa por que padecíamos tales cosas, nos salían al
paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿Hasta cuándo estas
cosas?15 Y esto lo decíamos muy a menudo, pero diciéndolo no dejábamos
aquellas tinieblas [maniqueas], porque no veíamos nada cierto a lo que
asirnos, al abandonar aquellas.
CAPÍTULO XI
Deseos de una vida
mejor
18. Pero, sobre todo, me maravillaba de mí mismo recordando con
todo cuidado cuán largo espacio de tiempo había pasado desde mis diecinueve
años, en que empecé a arder en deseos de la sabiduría, proponiendo, hallada
ésta, abandonar todas las vanas esperanzas y engañosas locuras de las
pasiones.
Ya tenía treinta años y todavía me hallaba en el mismo
lodazal, ávido de gozar de los bienes presentes, que huían y me disipaban,
en tanto que decía: «Mañana lo averiguaré; la verdad aparecerá clara y la
abrazaré. Fausto está para venir y lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de
la Academia!; ¿es cierto que no podemos comprender ninguna cosa con certeza
para la dirección de la vida?».
Pero busquemos con más diligencia y
no desesperemos. He aquí que ya no me parecen absurdas en las Escrituras las
cosas que antes me lo parecían, pudiendo entenderse de otro modo y
razonablemente. Fijaré, pues, los pies en aquella grada en que me colocaron
mis padres hasta tanto que aparezca clara la verdad.
Pero ¿dónde y
cuándo buscarla? Ambrosio no tiene tiempo libre y yo tampoco lo tengo para
leer. Y aunque lo tuviera, ¿dónde hallar los códices? ¿Y dónde o cuándo
podré comprarlos? ¿Quién podrá prestármelos?
Con todo, es preciso
destinar tiempo a esto y dedicar algunas horas a la salud del alma. Aparece
una gran esperanza. La fe católica no enseña lo que pensábamos y, necios, le
achacábamos. Sus doctores tienen por crimen atribuir a Dios figura humana,
¿y dudamos llamar para que se nos esclarezcan las demás cosas? Las horas de
la mañana las empleamos con los discípulos, pero ¿qué hacemos de las otras?
¿Por qué no emplearlas en esto?
Pero ¿cuándo saludar a los amigos
poderosos, de cuyo favor tienes necesidad? ¿Cuándo preparar las lecciones
que compran los estudiantes? ¿Cuándo reparar las fuerzas del espíritu con el
abandono de los cuidados?
19. Que se pierda todo y dejemos todas
estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de
la verdad. La vida es miserable, y la muerte, incierta. Si ésta nos
sorprende de repente, ¿en qué estado saldríamos de aquí? ¿Y dónde
aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender? ¿Acaso más bien no habríamos
de ser castigados por esta nuestra negligencia? Pero ¿qué si la muerte misma
cortase y terminase con todo cuidado y sentimiento? También esto convendría
averiguarlo. Mas ¡lejos que esto sea así! No inútilmente, no en vano se
difunde por todo el orbe el gran prestigio de la autoridad de la fe
cristiana. Nunca hubiera hecho Dios tantas y tales cosas por nosotros si con
la muerte del cuerpo se terminara también la vida del alma. ¿Por qué, pues,
nos detenemos en dar de mano a las esperanzas del siglo y consagrarnos por
entero a buscar a Dios y la vida feliz?
Pero vayamos despacio, que
también estas cosas mundanas tienen su dulzura, y no pequeña, y no se ha de
cortar con ellas a las primeras, pues sería cosa fea tener que volver de
nuevo a ellas. He aquí que falta poco para que puedas obtener algún
honorcillo; y ¿qué más se puede desear? Tengo abundancia de amigos
poderosos, por medio de los cuales, en caso de apuro, puedo conseguir, al
menos, una presidencia. Podré entonces casarme con una mujer que tenga
algunos dineros, para que no sea tan gravoso el gasto para mí, con lo que
pondría fin a mis deseos. Muchos grandes hombres, y muy dignos de ser
imitados, se dieron al estudio no obstante estar casados.»
20.
Mientras yo decía esto, y alternaban estos vientos, y zarandeaban de aquí
para allí mi corazón, se pasaba el tiempo, y tardaba en convertirme al
Señor, y difería de día en día16 vivir en ti, aunque no difería morir todos
los días en mí. Amando la vida feliz la temía donde se hallaba y la buscaba
huyendo de ella. Pensaba que había de ser muy desgraciado si me veía privado
de las caricias de la mujer y no pensaba en la medicina de tu misericordia,
que sana esta enfermedad, porque no había experimentado aún y creía que la
continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos
en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de que nadie es
continente si tú no se lo dieres17. Lo cual ciertamente tú me lo darías si
llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza arrojase en
ti mi cuidado18.
CAPÍTULO XII
Disputa con Alipio sobre el
matrimonio
21. Alipio me prohibía tomar mujer, diciéndome repetidas
veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos juntos
quieta y desahogadamente al amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo lo
deseábamos. Porque él era en esta materia sumamente casto, de modo tal que
causaba admiración; porque aunque al principio de su juventud había
experimentado el deleite carnal, pero no se había pegado a él, antes se
dolió mucho de ello y lo despreció, viviendo en adelante en extremada
continencia.
Pero yo le contradecía con los ejemplos de aquellos que,
aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios,
y habían tenido y amado fielmente a sus amigos. Lejos estaba yo, en verdad
de la grandeza de alma de éstos, y, prisionero de la enfermedad de la carne,
arrastraba con letal dulzura mi cadena, temiendo ser desatado de ella y
repeliendo las palabras del que me aconsejaba bien como se repele en una
herida contusa la mano que quiere quitar las vendas.
Por añadidura,
la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por
mi lengua dulces lazos en su camino, en los que sus pies honestos y libres
se enredasen.
22. Porque como se admirase de que yo, a quien no tenía
en poco, estuviese tan apegado con el visco de aquel deleite, hasta afirmar,
cuantas veces tratábamos entre nosotros de esto, que yo no podía en modo
alguno llevar vida célibe, diciéndole para defenderme, al verle a él
admirado, que había mucha diferencia entre lo que él había experimentado
—tan arrebatada y furtivamente que ya apenas se acordaba de ello, y que, por
lo mismo, podía despreciarlo sin molestia alguna— y los deleites de mi
costumbre, a los que, si juntase el honesto nombre de matrimonio, no debería
admirarse por qué yo no quería despreciar aquella vida. Comenzó así también
él a desear el matrimonio, no vencido ciertamente por el apetito de tal
deleite, sino por la curiosidad. Porque decía que deseaba saber qué era
aquello, sin lo que mi vida —que a él agradaba tanto— no me parecía vida,
sino tormento. Se pasmaba, en efecto, su alma, libre de tal vínculo, de mi
servidumbre, y pasmándose iba entrando en deseos de querer experimentarla,
para caer tal vez después en aquella servidumbre que le extrañaba, porque
quería pactar con la muerte19, y el que ama el peligro caerá en él20.
Ciertamente que ni a él ni a mí nos movía sino muy débilmente aquello
que hay de decoroso y honesto en el matrimonio, como es la dirección de la
familia y la procreación de los hijos; sino que a mí, cautivo, me
atormentaba en gran parte y con vehemencia la costumbre de saciar aquella mi
insaciable concupiscencia y a él le atraía a la esclavitud la admiración.
Así éramos, Señor, hasta que tú, ¡oh Altísimo!, no desamparando nuestro
lodo, te dignaste socorrer, compadecido, a estos miserables por modos
maravillosos y ocultos.
CAPÍTULO XIII
Mónica proyecta el
matrimonio de su hijo
23. Se me instaba solícitamente a que tomase
esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda,
sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto, esperando
que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo,
alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe
sus votos y tus promesas.
Sin embargo, como ella, así por ruego mío
como por deseo suyo, te rogase con fuerte clamor de su corazón todos los
días de que le dieses a conocer por alguna visión algo sobre mi futuro
matrimonio, nunca se lo concediste. Veía, sí, algunas cosas vanas y
fantásticas que formaba su espíritu, preocupado grandemente con este asunto,
y me lo contaba a mí no con la seguridad con que solía cuando tú realmente
le revelabas algo, sino despreciándolas. Porque decía que no sé por qué
sabor, que no podía explicar con palabras, discernía la diferencia que hay
entre una revelación tuya y un ensueño del corazón.
Con todo, se
insistía en el matrimonio habiéndose pedido ya la mano de una niña que aún
le faltaban casi dos años para ser núbil; y como era del gusto, había que
esperar.
CAPÍTULO XIV
Las mujeres desvanecen el proyecto de
vida en común
24. También muchos amigos, hablando y detestando las
turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya
resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio
lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos
tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar,
de tal modo que en virtud de la amistad no hubiera cosa de éste ni de aquél,
sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y
todas las cosas de todos.
Seríamos como unos diez hombres los que
habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos muy ricos, como Romaniano,
nuestro conmunícipe, a quien algunos cuidados graves de sus negocios le
habían traído al Condado muy amigo mío desde niño, y uno de los que más
instaban en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su
capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos
los años se nombrarían dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo
necesario, estando los demás descargados. Pero cuando se empezó a discutir
si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las
queríamos tener, todo aquel proyecto tan bien formado se desvaneció entre
las manos, se hizo pedazos y fue desechado.
De aquí vuelta otra vez a
nuestros suspiros y gemidos y a caminar por las anchas y trilladas sendas
del siglo21, porque había en nuestro corazón muchos pensamientos22, pero tu
consejo permanece eternamente23. Y por este consejo te reías tú de los
nuestros y preparabas el cumplimiento de los tuyos, a fin de darnos el
alimento que necesitábamos en el tiempo oportuno y, abriendo la mano,
llenarnos de bendición24.
CAPÍTULO XV
Separación dolorosa
25. Entre tanto se multiplicaban mis pecados, y, arrancada de mi lado,
como un impedimento para el matrimonio, aquella con quien yo solía compartir
mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me
había quedado llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al África, te
hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo
natural que yo había tenido con ella.
Pero yo, desgraciado, incapaz
de imitar a esta mujer, y no pudiendo sufrir la dilación de dos años que
habían de pasar hasta recibir por esposa a la que había pedido —porque no
era yo amante del matrimonio, sino esclavo de la sensualidad—, me procuré
otra mujer, no ciertamente en calidad de esposa, sino para sustentar y
conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma al servicio de mi
inveterada costumbre al estado del matrimonio.
Pero no por eso sanaba
aquella herida mía que se había hecho al arrancarme de la primera mujer,
sino que después de un ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse,
doliendo tanto más desesperadamente cuanto más se iba enfriando.
CAPÍTULO XVI
Miedo a la muerte y juicio de Dios
26. A ti sea
la alabanza, a ti la gloria, ¡oh fuente de las misericordias! Yo me hacía
cada vez más miserable y tú te acercabas más a mí. Ya estaba presente tu
diestra para arrancarme del cieno de mis vicios y lavarme, y yo no lo sabía.
Pero nada había que me apartase del profundo abismo de los deleites carnales
como el miedo de la muerte y tu juicio futuro, que jamás se apartó de mi
pecho a través de las varias opiniones que seguí.
Y discutía con mis
amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y fácilmente
hubiera dado en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que
después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las
acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Y les preguntaba yo: «Si fuésemos
inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de
perderlo, qué, ¿no seríamos felices? ¿O qué más podríamos desear?». Y no
sabía yo que esto era una gran miseria, puesto que, tan hundido y ciego como
estaba, no podía pensar en la luz de la virtud y de la hermosura, que por sí
misma debe ser abrazada, y que no se ve con los ojos de la carne, sino con
los del alma. Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que,
siendo estas cosas feas, sintiese yo gran dulzura en tratarlas con los
amigos, y que, según el modo de pensar de entonces, no podía ser
bienaventurado sin ellas, por más grande que fuese la abundancia de deleites
carnales. Porque amaba yo a mis amigos desinteresadamente y me sentía a la
vez amado desinteresadamente de ellos.
¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal
haya al alma audaz que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor! Vueltas
y más vueltas, de espaldas, de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque
sólo tú eres su descanso. Mas luego te haces presente, y nos libras de
nuestros miserables errores, y nos pones en tu camino, y nos consuelas, y
dices: «Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os llevaré
[salvaré, Vulgata]»25.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!