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CONFESIONESLIBRO OCTAVO
La coversión de
mente y corazón
Treinta y dos años
(386)
CAPÍTULO I
Visita a Simpliciano
1. ¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción
de gracias y confiese tus misericordias sobre mí1. Que mis huesos se empapen
de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti?2. Rompiste mis ataduras;
te ofreceré un sacrificio de alabanza3. Contaré cómo las rompiste, y todos
los que te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor en el cielo y
en la tierra; grande y admirable es el nombre suyo4.
Tus palabras,
Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado
por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en
enigma y como en espejo5, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia
incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era
estar más cierto de ti, sino más estable en ti.
En cuanto a mi vida
temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja
levadura, y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía
pereza de caminar por sus estrecheces.
Tú me inspiraste entonces la
idea —que me pareció excelente— de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a
mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído
también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces
era ya anciano, me parecía que en edad tan larga, empleada en el estudio de
tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y
verdaderamente así era. Por eso quería yo conferenciar con él mis
inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a
propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por
tu senda.
2. Porque veía yo la Iglesia llena [de fieles] y que uno
iba por un camino y otro por otro.
En cuanto a mí, me disgustaba lo
que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no encendiéndome ya,
como solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas,
a soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me
deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que
ya amaba6; pero me sentía todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el
Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al
desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo, como más
flaco, escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo en las
demás cosas y me consumía con agotadores cuidados por verme obligado a
reconocer en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente a la
vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.
Había oído de
boca de la Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el
reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo7. Vanos
son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y
que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es8. Pero ya había
salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la
creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios
en ti y contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.
Otro
género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron
como a tal o le dieron gracias9. También había caído yo en él; pero tu
diestra me recibió y sacó de él y me puso en lugar en que pudiera
convalecer, porque tú has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la
sabiduría10 y No quieras parecer sabio11, porque los que se dicen ser sabios
son vueltos necios12.
Ya había hallado yo, finalmente, la margarita
preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que tenía13. Pero
vacilaba.
CAPÍTULO II
El ejemplo similar de Mario Victorino
3. Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre en la colación de la gracia
bautismal del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente
como a padre. Le conté los asendereados pasos de mi error; pero cuando le
dije haber leído algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico
en otro tiempo de la ciudad de Roma había vertido a la lengua latina —y del
cual había oído decir que había muerto cristiano—, me felicitó por no haber
dado con las obras de otros filósofos, llenas de falacias y engaños, según
los elementos de este mundo14, sino con éstos en los cuales se insinúa por
mil modos a Dios y su Verbo.
Luego, para exhortarme a la humildad de
Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al
mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma,
y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra
gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este
doctísimo anciano —peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había
leído y juzgado tantas obras de filósofos—, maestro de tantos nobles
senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido
una estatua en el Foro romano (honor que los ciudadanos de este mundo tienen
por lo sumo); venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los
sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la
hinchada nobleza romana, mirando «propicios» ya «a los dioses monstruos de
todo género y a Anubis el ladrador», que en otro tiempo «habían empuñado las
armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva», y a quienes, vencidos, la
misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los cuales tantos años este mismo
anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser
siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de
la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz.
4. ¡Oh
Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y
humearon15, ¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón?
En palabras
de Simpliciano, Mario leía la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba
curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en
público, sino de modo confidencial y familiarmente: «¿Sabes que ya soy
cristiano?». A lo cual respondía Simpliciano: «No lo creeré ni te contaré
entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo». Y
Victorino replicaba bromeando: «Pues qué, ¿son acaso las paredes las que
hacen a los cristianos?». Y esto de que «ya era cristiano» lo decía muchas
veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre
aquél «la broma de las paredes».
Y era que temía ofender a sus
amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde la cima de
su babilónica [pagana] dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados
por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero
después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser
«negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía confesarle delante de
los hombres16 y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen
avergonzarse de «los sacramentos de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose
de «los sagrados sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador
suyo y soberbio, había recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se
sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a Simpliciano, según
éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano» Este, no
cabiendo en sí de alegría, se fue con él, quien, una vez instruido en los
primeros sacramentos de la religión, «dio su nombre» para ser —no mucho
después— regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la
Iglesia (mirante Roma, gaudente Ecclesia). Le veían los soberbios y se
llenaban de rabia, rechinaban sus dientes y se consumían17; pero tu siervo
había puesto en el Señor Dios su esperanza y no atendía a las vanidades y
locuras engañosas18.
5. Por último, cuando llegó la hora de hacer la
profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu
gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras
retenidas de memoria y desde un lugar más elevado), ofrecieron los
sacerdotes a Victorino —decía Simpliciano— que la recitase en secreto, como
solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza.
Pero él prefirió confesar su salvación en presencia del pueblo santo. Porque
ninguna salvación había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la
había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa
grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus
discursos!
Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión,
todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre
con un murmullo de gratulación —y ¿quién había allí que no le conociera?— y
un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban:
«Victorino, Victorino ». Presto gritaron por la alegría de verle, y presto
callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con
gran entereza, y todos querían abrazarle dentro de sus corazones, y
realmente le abrazaban amándole y gozándose de él, ya que el amor y el gozo
eran las manos que lo abrazaban.
CAPÍTULO III
Alegría por la
conversión de los pecadores
6. ¡Dios bueno!, ¿qué es lo que pasa en
el hombre para que se alegre más de la salud de un alma desahuciada y
salvada del mayor peligro que si siempre hubiera ofrecido esperanzas o no
hubiera sido tanto el peligro? También tú, Padre misericordioso, te gozas
más de un penitente que de noventa y nueve justos que no tienen necesidad de
penitencia19; y nosotros oímos con grande alegría el relato de la oveja
descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros del Buen
Pastor, y el de la dracma, que es repuesta en tus tesoros después de los
parabienes de las vecinas a la mujer que la halló. Y lágrimas arranca de
nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de tu casa cuando se lee en ella de
tu hijo menor que era muerto y revivió, había perecido y fue hallado20.
Y es que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por la santa
caridad, pues tú eres siempre el mismo, por conocer del mismo modo y siempre
las cosas que no son siempre ni del mismo modo.
7. Pero ¿qué ocurre
en el alma para que ésta se alegre más con las cosas encontradas o
recobradas, y que ella estima, que si siempre las hubiera tenido consigo?
Porque esto mismo testifican las demás cosas y llenas están todas ellas de
testimonios que claman: «Así es». Triunfa victorioso el emperador, y no
venciera si no peleara; y cuanto mayor fue el peligro de la batalla, tanto
mayor es el gozo del triunfo.
Surge una tempestad a los navegantes y
amenaza tragarlos, y todos palidecen ante la muerte que les espera; se
sosiegan el cielo y la mar, y se alegran sobremanera, porque otro tanto
temieron. Enferma una persona amiga y su pulso anuncia algo fatal, y todos
los que la quieren sana enferman con ella en el alma; sale del peligro, y
aunque todavía no camine con las fuerzas de antes, hay, ya tal alegría entre
ellos como no la hubo antes, cuando andaba sana y fuerte.
Aun los
mismos deleites de la vida humana, ¿no los sacan los hombres de ciertas
molestias, no impensadas y contra voluntad, sino buscadas y queridas? Ni en
la comida ni en la bebida hay placer si no precede la molestia del hambre y
de la sed. Y los mismos bebedores de vino, ¿no suelen comer antes alguna
cosa salada que les cause cierto ardor molesto, el cual, al ser apagado con
la bebida, produce deleite? Y cosa tradicional es entre nosotros que las
desposadas no sean entregadas inmediatamente a sus esposos, para que, como
marido, no tenga por cosa vil a la que se le da, sin haberla suspirado largo
tiempo como novio.
8. Y esto mismo acontece con el deleite torpe y
execrable, esto con el lícito y permitido, esto con la sincerísima
honestidad de la amistad, y esto lo que sucedió con aquel que era muerto y
revivió, se había perdido y fue hallado21 siendo siempre la mayor alegría
precedida de mayor pena.
¿Qué es esto, Señor, Dios mío? ¿En qué
consiste que, siendo tú gozo eterno de ti mismo y gozando siempre de ti
algunas criaturas que se hallan junto a ti, se halle esta parte inferior del
mundo sujeta a alternativas de adelantos y retrocesos, de uniones y
separaciones? ¿Es acaso éste su modo de ser y lo único que le concediste
cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra,
desde el principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel
hasta el gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste
todos los géneros de bienes y todas tus obras justas, cada una en su propio
lugar y tiempo?
¡Ay de mí! ¡Cuán sublime eres en las alturas y cuán
profundo en los abismos! Nunca te alejes de nosotros y, sin embargo, apenas
si logramos volvernos a ti.
CAPÍTULO IV
Ventajas de la
conversión de personas insignes
9. ¡Ea, Señor, actúa; despiértanos y
vuelve a llamarnos, entusiásmanos y arrebátanos, derrama tus fragancias y
dulzuras: amemos, corramos!
¿No es cierto que muchos se vuelven a ti
de un abismo de ceguedad más profundo aún que el de Victorino, y se acercan
a ti y son iluminados, recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la
reciben, juntamente reciben la potestad de hacerse hijos tuyos?22
Pero si éstos son poco conocidos de los pueblos, poco se gozan de ellos aun
los mismos que les conocen; pero cuando el gozo es de muchos, aun en los
particulares es más abundante, por enfervorizarse y encenderse unos con
otros.
A más de esto, los que son conocidos de muchos sirven a muchos
de autoridad en orden a la salvación, yendo delante de muchos que los han de
seguir; razón por la cual se alegran mucho de tales convertidos aun los
mismos que les han precedido, por no alegrarse de ellos solos.
Lejos
de mí pensar que sean en tu casa más aceptas las personas de los ricos que
las de los pobres y las de los nobles más que las de los plebeyos, cuando
más bien elegiste las cosas débiles para confundir las fuertes, y las
innobles y despreciadas de este mundo y las que no tienen ser como si lo
tuvieran, para destruir las que son23.
No obstante esto, el mínimo de
tus Apóstoles, por cuya boca pronunciaste estas palabras, habiendo abatido
con su predicación la soberbia del procónsul Pablo y sujetándole al suave
yugo del gran Rey, quiso en señal de tan insigne victoria cambiar su nombre
primitivo de Saulo en Paulo. Porque más vencido es el enemigo en aquel a
quien más tiene preso y por cuyo medio tiene a otros muchos presos; porque
muchos son los soberbios que tienen presos por razón de la nobleza; y de
éstos, a su vez, muchos por razón de su autoridad.
Así que cuanto con
más gusto se pensaba en el corazón de Victorino —que como fortaleza
inexpugnable había ocupado el diablo y con cuya lengua, como un dardo grande
y agudo, había dado muerte a muchos—, tanto más abundantemente convenía se
alegrasen tus hijos, por haber encadenado nuestro Rey al fuerte24 y ver que
sus vasos, conquistados, eran purificados y destinados a tu honor,
convirtiéndolos así en instrumentos del Señor para toda buena obra25.
CAPÍTULO V
Tiranía de la mala costumbre
10. Pero apenas me
refirió tu siervo Simpliciano estas casas de Victorino, me encendí yo en
deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado.
Pero cuando después añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley
dada, se prohibió a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y que
aquél acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa escuela que
dejar a tu Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños26 que aún no
hablan, no me pareció tan valiente como afortunado por haber hallado ocasión
de consagrarse a ti, cosa por la que yo suspiraba, ligado no con hierros
extraños, sino por mi férrea voluntad.
Mi voluntad estaba en manos
del enemigo, y de ella había hecho una cadena con la que me tenía
aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace la pasión, y de la pasión
obedecida procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha proviene la
necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados entre sí —por lo que
antes llamé cadena— me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva
voluntad que había empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar
de ti, ¡oh Dios mío!, único gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la
primera, que con los años se había hecho fuerte. De este modo las dos
voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban
entre sí y discordando destrozaban mi alma.
11. Así vine a entender
por propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne27, estando yo realmente en ambos,
aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí
desaprobaba; porque en aquello había ya más de no yo, puesto que en su mayor
parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.
Con todo,
de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo
había llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con
derecho, siendo justa la pena que se sigue al que peca?
Ya no existía
tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía,
despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la
verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra,
rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos
impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos.
12. De
este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como
acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía
elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de
la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie
que quiera estar siempre durmiendo —y a juicio de todos es mejor velar que
dormir—, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando
tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con
más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto
ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello
me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.
Ya no tenía yo
que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre
los muertos, y te iluminará Cristo28; y mostrándome por todas partes ser
verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto
por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: «Ahora...
enseguida... un poquito más». Pero este «ahora» no tenía término y este
«poquito más» se iba prolongando.
En vano me deleitaba en tu Ley,
según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley contra la ley de
mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis
miembros29. Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que
es arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo
de haberse dejado caer en ella voluntariamente.
¡Miserable, pues, de
mí!, ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia,
por Cristo nuestro Señor?30
CAPÍTULO VI
Visita y relatos de
Ponticiano
13. También narraré de qué modo me libraste del vínculo
del deseo de unión sexual, que me tenía muy cautivo, y de la servidumbre de
los negocios mundanos, y confesaré tu nombre31, ¡oh, Señor!, ayudador mío y
redentor mío32. Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos
los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre
los negocios, bajo cuyo peso gemía.
Conmigo estaba Alipio, libre de
la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera asistencia
jurídica, aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la
facultad de hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.
Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la
enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de
Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a título de amistad, un fiel
auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy necesitado.
No fue,
pues, el interés [económico] lo que movió a ello a Nebridio —que mayor lo
podría obtener si quisiera ejercer la docencia literaria—, sino que no quiso
este amigo dulcísimo y complaciente en extremo desechar nuestro ruego en
obsequio a la amistad. Su actuación docente era muy moderada, huyendo de ser
conocido de los grandes personajes del mundo, evitando con ello toda
preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado
posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.
14. Pero
cierto día que estaba ausente Nebridio —no sé por qué causa— vino a vernos a
casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, conciudadano nuestro por africano,
que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de
nosotros.
Nos sentamos a hablar, y por casualidad clavó la vista en
un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros.
Lo tomó, lo abrió, y resultó ser, muy sorprendentemente por cierto, el
apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya
explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome
gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa
delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era
cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios
nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.
Y como yo
le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él
entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo
nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella
hora. Lo que como él advirtiera, se detuvo en la narración, dándonos a
conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra
ignorancia.
Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas
realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y
cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas
tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.
15. De aquí pasó
Ponticiano a hablarnos de las comunidades que viven en monasterios, y de sus
costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del
yermo, de los que nada sabíamos. Y aún en el mismo Milán había un
monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la
dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.
Alargaba
Ponticiano la conversación y se extendía más y más, oyéndole nosotros
atentos y en silencio. Y de una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta
ocasión —no sé la fecha—, estando en Tréveris, salió él con tres compañeros,
mientras el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar
un paseo por los jardines contiguos a las murallas, y que allí pasearon
juntos de dos en dos al azar, uno con él por un lado y los otros dos de
igual modo por otro, distanciados.
Caminando éstos sin rumbo fijo,
vinieron a dar en una choza en la que habitaban ciertos siervos tuyos,
pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos33. En ella
hallaron un códice que contenía escrita la «Vida de san Antonio », la cual
comenzó a leer uno de ellos, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar,
mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del
mundo, servirte a ti solo.
Eran estos dos cortesanos de los llamados
agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de un amor santo y casto
pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo:
Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros
trabajos? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de nuestra milicia?
¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto
mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no
hay que pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo
sucederá? En cambio, si quiero, ahora mismo puedo ser amigo de Dios.
Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió los ojos al libro
y leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y se desnudaba su
espíritu del mundo, como luego se vio. Porque mientras leyó y se agitaron
las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y discernió y decretó
lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo:
Yo he roto ya con
aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y
esto lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no
quieres imitarme, no quieras contrariarme.
Respondió éste que «quería
juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia». Y ambos
tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas
de dejarlo todo y seguirte34.
Entonces Ponticiano y su compañero, que
paseaban por otra parte de los jardines, buscándoles, dieron también en el
mismo lugar, y encontrados les advirtieron que retornasen, que era ya el día
vencido. Entonces ellos, al referirles su determinación y propósito y el
modo cómo había nacido y confirmado en ellos tal deseo, les pidieron que, si
no se les querían asociar, no les hicieran oposición. Pero éstos [Ponticiano
y compañero], en nada mudados de lo que antes eran, se lamentaron a sí
mismos, según decía, y les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus
oraciones; y poniendo su corazón en la tierra se volvieron a palacio; pero
aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la chabola. Y los dos
tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron
también su virginidad.
CAPÍTULO VII
Reacción interior de
Agustín
16. Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba,
tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me
había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese
cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.
Me veía y me
llenaba de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba
apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo
me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese
mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y
olvidaba.
17. Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a
aquellos de quienes oía relatar tan saludables afectos por haberse dado
totalmente a ti para que los sanases, tanto más execrablemente me odiaba a
mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos habían pasado
sobre mí —unos doce aproximadamente— desde que en el año diecinueve de mi
edad, leído el «Hortensio» de Cicerón, me había sentido excitado al estudio
de la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada
la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su
investigación debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del
mundo y a la mayor abundancia de placeres.
Mas yo, joven miserable,
sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma
adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero
no ahora», pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la
enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que
extinguir. Y continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega,
no como seguro de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que
yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.
18. Y
pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda
esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde
dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo
ante mí, y mi conciencia increparme así:
¿Dónde está mi palabra? ¡Ah!
Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la
carga de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime
aún aquélla, en tanto que otros, que ni se han consumido tanto en su
investigación ni han meditado sobre ella diez años y más, reciben en hombros
más libres alas para volar.
Con esto me carcomía interiormente y me
confundía vehementemente con un pudor horrible mientras Ponticiano refería
tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que había venido,
se fue. Pero yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes
de sentencias no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me
esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía. Rehusaba aquello, pero no
alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos.
Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, al par que muerte, ser
apartada de la corriente de la costumbre con la que se iba consumiendo
mortalmente.
CAPÍTULO VIII
La explosión de la crisis
19. Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo
mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en
mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a
Alipio exclamé:
¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído?
Se levantan los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro
saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre.
¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da
siquiera el no seguirles?
Dije no sé qué otras cosas y me arrebató de
su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo
como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el
estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de
la voz.
Tenía nuestra hospedería un huertecillo, del cual usábamos
nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped
dueño de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que
nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo,
hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; pero
yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor
de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a poco
iba a estar.
Me retiré, pues, al huerto, y Alipio, siguió mis pasos;
y aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuándo
estando yo así afectado me hubiera él abandonado? Nos sentamos lo más
alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome
con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto
contigo35, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos que debía
ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era necesario
ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio
como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque
no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en
querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya
allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra
parte que caía.
20. Por último, durante las angustias de la
indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren
hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas,
bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o
bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la
frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque
quise; pero pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me
hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer
que poder.
Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me
agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido,
porque en el momento en que lo hubiese querido lo hubiese realmente podido,
pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el querer era ya obrar.
Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue
mandato del alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí
misma para realizar su voluntad grande en sola la voluntad.
CAPÍTULO
IX
La voluntad que quiere y no quiere
21. Pero ¿de dónde nacía
este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e interrogue —si es que
pueden responderme— a los abismos de las penas humanas y las tenebrosísimas
contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; se manda el alma a sí misma y
se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que
apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la
mano cuerpo.
Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa
distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por
qué así? Manda, digo, que quiera —y no mandara si no quisiera—, y, no
obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco
manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace
lo que manda en cuanto no quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que
sea, y no otra sino ella misma. Luego no manda toda ella; y ésta es la razón
de que no haga lo que manda. Porque si fuese plena, no mandaría que fuese,
porque ya lo sería.
No hay, por tanto, monstruosidad en querer en
parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad del alma; porque elevada
por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la
costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades, porque, no siendo una de ellas
total, tiene la otra lo que falta a ésta.
CAPÍTULO X
Refutación maniquea de las dos naturalezas y almas
22. Que
desaparezcan de tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente desaparecen, los
charlatanes y embaucadores36 de inteligencias, quienes, afirmando en la
deliberación dos voluntades, afirman haber dos naturalezas, correspondientes
a dos mentes o almas, una buena y otra mala.
Verdaderamente los malos
son ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si
creyeren las cosas ver daderas y se ajustaren a ellas, para que tu Apóstol
pueda decirles: Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el
Señor37. Porque ellos, queriendo ser luz, no en el Señor sino en sí mismos,
al juzgar que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han
vuelto tinieblas aún más densas, porque se alejaron con ello de ti con
horrenda arrogancia; de ti, verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo38. Mirad lo que decís, y llenaos de confusión, y acercaos
a él, y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán confundidos39.
Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío,
conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y
el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no
quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este
destrozo se hacía en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la
naturaleza de una voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era
yo ya el que lo obraba, sino el pecado que habitaba en mí40, como castigo de
otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.
23. En efecto: si son
tantas las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que se
contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera
entre ir a sus conventículos o al teatro, al punto claman éstos: «He aquí
dos naturalezas, una buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le
arrastra a éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de voluntades
que se contradicen mutuamente?».
Mas yo digo que ambas son malas, la
que le guía a aquéllos y la que arrastra al teatro; pero ellos no creen
buena sino que le lleva a ellos.
¿Y qué en el caso de que alguno de
los nuestros delibere y, altercando consigo las dos voluntades, fluctúe
entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos en lo que han de
responder? Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es buena la
voluntad que les, conduce a nuestra iglesia como van a ella los que han sido
imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en un
hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces
ya no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se
convierten a la verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera,
una sola es el alma, agitada con diversas voluntades.
24. Luego no
digan ya, cuando advierten en un mismo hombre dos voluntades que se
contradicen, que hay dos mentes contrarias, una buena y otra mala,
provenientes de dos sustancias y dos principios contrarios que se combaten.
Porque tú, ¡oh Dios veraz!, les repruebas, arguyes y convences, como en el
caso en que ambas voluntades son malas; v. gr., cuando uno duda si matar a
otro con el hierro o el veneno; si invadir esta o la otra hacienda ajena, de
no poder ambas; si comprar el placer derrochando o guardar el dinero por
avaricia; si ir al circo o al teatro, caso de celebrarse al mismo tiempo; y
aun añado un tercer término: de robar o no la casa del prójimo si se le
ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un adulterio si tiene
posibilidad para ello en el supuesto de concurrir todas estas cosas en un
mismo tiempo y de ser igualmente deseadas todas, las cuales no pueden ser a
un mismo tiempo ejecutadas; porque estas cuatro voluntades —y aun otras
muchas que pudieran darse, dada la multitud de cosas que apetecemos—,
luchando contra sí, despedazan el alma, sin que puedan decir en este caso
que existen otras tantas sustancias diversas.
Lo mismo acontece con
las buenas voluntades. Porque si yo les pregunto si es bueno deleitarse con
la lectura del Apóstol y gozarse con la melodía de un salmo o en la
explicación del Evangelio, me responderán a cada una de estas cosas que es
bueno. Pero en el caso de que deleiten igualmente y al mismo tiempo, ¿no es
cierto que estas diversas voluntades dividen el corazón del hombre mientras
delibera qué ha de escoger con preferencia?
Y, sin embargo, todas son
buenas y luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y une
toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas. Esto mismo ocurre
también cuando la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien
temporal retiene fuertemente a la inferior, que es la misma alma queriendo
aquello o esto no con toda la voluntad, y por eso se desgarra a sí con gran
dolor al preferir aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.
CAPÍTULO XI
Lucha decisiva entre el espíritu y la carne
25. Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente
que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras,
para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me
tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa
misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que
no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado,
y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.
Y me decían a mí
mismo interiormente: «¡Ea!, sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la
palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin
embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de
ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo
que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero
ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y
vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno
desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando
al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni
apartarme del fin, me retenía suspenso.
26. Me retenían frivolidades
de frivolidades y vanidades de vanidades41, antiguas amigas mías, tirándome
del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde
este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y «¿desde este momento
nunca más te será lícito esto y aquello?»
¡Y qué cosas, Dios mío, qué
cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia
aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh, qué suciedades me sugerían, qué
indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como
contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como
musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para
que volviese la vista.
Hacían, sin embargo, que yo, vacilante,
tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en
tanto que la costumbre violenta me decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás
vivir sin estas cosas?».
27. Pero esto lo decía ya muy tibiamente.
Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde
temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y
alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y
no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas
manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.
Allí una multitud de
niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas
venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril,
sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh
Señor!
Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No
podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí
mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por
qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas,
que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y
sanará».
Y me llenaba de muchísima vergüenza, porque aún oía el
murmullo de aquellas frivolidades y, vacilante, permanecía suspenso. Pero de
nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra aquellos tus miembros
inmundos sobre la tierra42, a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan
de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios43.
Tal era
la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas
Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada
emoción.
CAPÍTULO XII
La conversión total a Dios («¡Tolle,
lege!»)
28. Pero, apenas una alta consideración sacó del profundo de
su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en
mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas.
Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de
junto Alipio —pues me pareció que para llorar era más a propósito la
soledad— y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no
me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él
cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi
voz parecía cargado de lágrimas.
Permaneció él en el lugar en que
estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una
higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de
mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí
con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta
cuándo!44 ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de
nuestras maldades pasadas45. Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces
lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana! (cras et cras)?
¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».
29. Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón.
Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que
decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege,
tolle lege).
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la
atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que
los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído
jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me
levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y
leyese el primer capítulo donde topase.
Porque había oído decir de
Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había
llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete,
vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en
los cielos, y después ven y sígueme46, se había la punto convertido a ti con
tal oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado
Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo
tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los
ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en
liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor
Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos47.
No quise
leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia,
como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se
disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
30. Entonces, registrando
el códice con el dedo o con no sé qué otra señal, lo cerré, y con rostro ya
tranquilo conté a Alipio lo sucedido, quien a su vez me indicó lo que estaba
pasando por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo
mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo
no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe48, lo cual se aplicó él a
sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna
turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo
propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba
ventajosamente tanto de mí.
Después entramos a ver a mi madre,
indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido,
y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que
eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos49, porque veía
que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente
te pedía con sollozos y lágrimas piadosas.
Porque de tal modo me
convertiste a ti50 que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de
este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años
me habías mostrado a mi madre. Y así convertiste su llanto en gozo51, mucho
más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el
que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!