CONFESIONES
LIBRO NOVENO
Casiciaco y bautismo
de Agustín. Vida y muerte de Mónica
Treinta y dos a treinta y tres
años
(386—387)
CAPÍTULO I
Acción de gracias por la
conversión
1. ¡Oh Señor!, siervo tuyo soy e hijo de tu sierva.
Rompiste mis ataduras, yo te ofreceré un sacrificio de alabanza1. Que te
alabe mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor, ¿quién
semejante a ti?2 Que lo digan, y que tú respondas y digas a mi alma: Yo soy
tu salvación3.
¿Quién fui yo y qué tal fui? ¡Qué no hubo de malo en
mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si no en mis palabras,
en mis deseos! Pero tú, Señor, te mostraste bueno y misericordioso, poniendo
los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo
de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que
yo quería y en querer lo que tú querías.
Pero ¿dónde estaba durante
aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un
momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a
tu carga ligera4, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío?5 ¡Oh, qué
dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas,
las cuales cuanto temía entonces perderlas, tanto gustaba ahora de dejarlas!
Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las
arrojabas, y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no
a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más
interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para
los que se subliman sobre sí.
Libre estaba ya mi alma de los
devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de
los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho
ante ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y mi salvación.
CAPÍTULO II
Renuncia a la cátedra de retórica
2. Y me
agradó en presencia tuya no romper tumultuosamente, sino substraer
suavemente del mercado de la charlatanería el ministerio de mi lengua, para
que en adelante los jóvenes que meditan no tu ley ni tu paz, sino engañosas
locuras y contiendas forenses, no comprasen de mi boca armas para su locura.
Y como casualmente faltaban poquísimos días para las vacaciones vendimiales,
decidí aguantarlos para retirarme como de costumbre y, redimido por ti, no
volver ya más a venderme.
Esta mi determinación era conocida de ti;
de los hombres, sólo lo era de los míos. Y aun se había convenido entre
nosotros no descubrirlo fácilmente a cualquiera, aunque ya tú a los que
subíamos del valle de las lágrimas6 y cantábamos el cántico gradual nos
habías proveído de agudas saetas y carbones devastadores contra la lengua
dolosa7, que contradice aconsejando y consume amando, como sucede con la
comida.
3. Tú habías asaeteado nuestro corazón con tu caridad y
llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas; y los ejemplos de tus
siervos, que de negros habías vuelto resplandecientes y de muertos vivos,
recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestra
grave inercia, para que no volviésemos atrás, y encendíannos fuertemente
para que el viento de la contradicción de las lenguas dolosas no nos
apagase, antes nos inflamase más ardientemente.
Sin embargo, como por
causa de tu nombre, que has santificado en toda la tierra, había de tener
también sus panegiristas nuestra decisión y propósito, parecía algo de
jactancia no aguardar al tiempo tan cercano de las vacaciones, retirándome
anticipadamente de aquella profesión pública y tan a la vista de todos, para
que, ocupadas de mi resolución las lenguas de cuantos me vieran, dijesen
muchas cosas de mí y que había querido adelantarme al día tan vecino de las
vacaciones de las vendimias, como si quisiera pasar por un gran personaje. Y
¿qué bien me iba a mí que se pensase y discutiese sobre mis intenciones y se
blasfemase de nuestro bien?8
4. Así que cuando en este mismo verano,
debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse mi pulmón
y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido
y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada, me turbó algo al
principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por
necesidad o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo
ciertamente; mas cuando nació en mí y se afirmó la voluntad plena de vacar y
ver que tú eres el Señor9, tú lo sabes, Dios mío, que hasta llegué a
alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa, no fingida, que
atemperase el sentimiento de las personas que, por atención a sus hijos, no
querían verme nunca libre.
Lleno, pues, de este gozo, soportaba con
paciencia que transcurriera aquel período de tiempo, aproximadamente de unos
veinte días; y lo toleraba ya con gran trabajo, porque se había ido la
ambición que solía llevar conmigo este pesado oficio y me había quedado yo
solo; por lo que hubiera sucumbido de no haber sucedido la paciencia en
lugar de la ambición.
Tal vez dirá alguno de tus siervos, mis
hermanos, que pequé en esto, porque, estando ya con el corazón lleno de
deseos de servirte, aguanté estar una hora más sentado en la cátedra de la
mentira10. No porfiaré con ellos. Pero tú, Señor misericordioso, ¿acaso no
me has perdonado y remitido también este pecado con todos los demás,
horrendos y mortales, en el agua santa del bautismo?
CAPÍTULO III
Camino del retiro de Casiciaco
5. Se consumía de pena Verecundo
por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que abandonar nuestra
compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban muy
tenazmente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas
precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en
la senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser cristiano,
decía, de otro modo de aquel que le era imposible.
Muy generosamente,
sin embargo, nos ofreció vivir en su finca, para cuanto tiempo estuviésemos
allí. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos11 con
la gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en
Roma, atacado de una enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y
creyente, salió de esta vida. De este modo tuviste misericordia no sólo de
él, sino también de nosotros para que, cuando pensásemos en el gran rasgo de
generosidad que tuvo con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de
un insufrible dolor por no poder contarle entre los de tu grey.
Gracias te sean dadas, ¡oh Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y
consuelos lo indican. ¡Oh fiel cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en
pago de la estancia de su quinta de Casiciaco, en la que descansamos en ti
de las congojas del siglo, la amenidad de tu paraíso eternamente verde,
porque le perdonaste los pecados sobre la tierra en el monte cáseo, monte
tuyo, monte fértil12.
6. Se angustiaba entonces Verecundo, como digo,
pero se alegraba Nebridio con nosotros. Porque, aunque también éste —no
siendo aún cristiano— había caído en el hoyo del pernicioso error de creer
fantástica la carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de
él, aunque permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu
Iglesia, bien que investigador apasionado de la verdad.
No mucho
después de nuestra conversión y regeneración por tu bautismo, también él
[Nebridio] se hizo al fin católico fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos
en África en castidad y continencia perfectas; y después de haberse
convertido a la fe cristiana por su medio toda su casa, le libraste de los
lazos de la carne, viviendo ahora en el seno de Abraham13, sea lo que fuere
lo que por dicho seno se significa. Allí vive mi Nebridio, dulce amigo mío
y, de liberto que era, hijo adoptivo tuyo. Allí vive —porque ¿qué otro lugar
convenía a un alma tal?—, allí vive, de donde solía preguntarme muchas cosas
a mí, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca, sino que pone
su boca espiritual a tu fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según su
avidez, sin término feliz. Pero no creo que así se embriague de ella que se
olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros.
Así, pues, nos hallábamos, por una parte, consolando a Verecundo, que,
sin daño de la amistad, se sentía triste de aquella nuestra conversión,
exhortándole a la fe en su estado, esto es, en su vida conyugal; por otra,
esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que tan fácilmente lo podía y
estaba ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que por fin transcurrieron
aquellos días, que me parecieron muchos y largos por el deseo de una
libertad desocupada, para cantarte a ti de la medula de mis huesos: A ti
dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré14.
CAPÍTULO IV
Diálogos campestres y salmodia en Casiciaco
7. Por
fin llegó el día en que debía ser absuelto de hecho de la profesión de
retórico, de la que ya estaba suelto con el afecto; y así se hizo. Tú
sacaste mi lengua de donde habías ya sacado mi corazón. Y te bendecía con
gozo, con todos los míos, camino de la quinta de Verecundo; en donde qué fue
lo que hice en el terreno de las letras, puestas ya a tu servicio, pero aún
respirando, como en una pausa, la soberbia de la escuela, lo testifican los
libros que discutí con los presentes y conmigo mismo a solas en tu
presencia; de lo que traté con Nebridio, ausente, claramente lo indican las
cartas habidas con él.
Pero ¿qué espacio de tiempo no necesitaría
para recordar todos tus grandes beneficios para con nosotros en aquel
tiempo, sobre todo teniendo prisa por llegar a otros mayores? Porque me
viene a la memoria —y me es dulce confesártelo, Señor— el recuerdo de los
estímulos internos con que me domaste, y el modo como allanaste —humillados
repetidas veces los montes y collados de mis pensamientos—, y cómo
enderezaste mis sendas tortuosas y suavizaste mis esperanzas, así como
también el modo como sometiste al mismo Alipio —el hermano de mi corazón— al
nombre de tu Unigénito, Jesucristo, Señor y Salvador nuestro15; el cual
[Alipio] en un principio se desdeñaba de insertarlo en nuestros escritos,
porque quería que oliesen más a los cedros de las academias, descuajados ya
por el Señor16, que no a las saludables hierbas eclesiásticas, enemigas de
las serpientes.
8. ¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía
novicio en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía descansado en la
quinta [Casiciaco] los salmos de David —cánticos de fe, sonidos de piedad,
que excluyen todo espíritu hinchado— en compañía de Alipio, también
catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe
de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana! ¡Qué
voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y
me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero,
contra la soberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el
mundo se cantan y que no hay nadie que se esconda de tu calor17.
¡Con
qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los
que compadecía grandemente por ignorar aquellos sacramentos y medicinas y
por ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen
estado entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que
hubieran visto mi rostro y oído mis clamores cuando en aquel ocio leía el
salmo cuatro y los efectos saludables que en mí obraba: Cuando yo te
invoqué, tú me escuchaste, ¡oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me
relajaste. Ten piedad de mí, Señor, y escucha mi oración18. ¡Que me oyeran,
digo —ignorando yo que me oían, para que no pensasen que lo decía por
ellos—, las cosas que yo dije entre palabra y palabra; porque realmente ni
yo dijera tales cosas, ni las dijera de este modo, de sentirme visto y
escuchado de ellos; ni, aunque las dijese, serían recibidas así, como
hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí en tu presencia en íntima
efusión de los afectos de mi alma.
9. Me horroricé de temor y a la
vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas
estas cosas se me salían por los ojos y por la voz al leer las palabras que
tu Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice: Hijos de los hombres, ¿hasta
cuándo habéis de ser pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis
la mentira?19
También yo había amado la vanidad y buscado la mentira.
Mas tú, Señor, habías ya glorificado a tu Santo20, resucitándole de entre
los muertos y colocándole a tu diestra, desde donde había de enviar, según
su promesa, al Paráclito, el Espíritu de la Verdad21. Y ciertamente ya lo
había enviado, pero yo no lo sabía; ya le habías enviado, porque ya había
sido glorificado, resucitando de entre los muertos y subiendo a los cielos,
no habiendo sido antes dado el Espíritu por no haber sido aún glorificado
Jesús22.
Clama la profecía: ¿Hasta cuándo seréis pesados de corazón?
¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Sabed que el Señor ha
glorificado ya a su santo23. Clama: Hasta cuándo, clama: Sabed, y yo, sin
saberlo tanto tiempo, amando la vanidad y buscando la mentira.
Por
eso cuando lo oí me llené de temblor, porque veía que se decía a tales cual
yo me reconocía haber sido; pues en los fantasmas que yo había tomado por la
verdad se hallaba la vanidad y mentira.
Y proferí muchas cosas, duras
y fuertes, en medio del dolor de mi recuerdo, las cuales ojalá hubieran
escuchado los que aún aman la vanidad y buscan la mentira. Porque tal vez se
conturbasen y vomitasen su error y tú les escuchases cuando clamaran a ti,
porque por nosotros murió con muerte verdadera de carne quien interpela ante
ti por nosotros24.
10. Leía: Airaos y no queráis pecar25. ¡Y cómo me
sentía movido, Dios mío, yo, que había aprendido ya a airarme por las cosas
pasadas, para no pecar más en adelante, y a airarme justamente, porque no
era una naturaleza extraña, procedente de la gente de las tinieblas, la que
en mí pecaba, como dicen los que no se aíran contra sí y atesoran ira para
sí en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios26.
Ni mis bienes eran ya exteriores, ni los buscaba a la luz de este sol
con ojos carnales, porque los que quieren gozar externamente, fácilmente se
hacen vanos y se desparraman por las cosas que se ven y son temporales y van
con pensamiento famélico lamiendo sus imágenes. Pero ¡oh si se fatigasen de
inedia y dijeran: ¿Quién nos mostrará las cosas buenas?27, y nosotros les
dijésemos y ellos nos oyeran: ¡Ha sido impresa sobre nosotros la luz de tu
rostro, Señor!28 Porque no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre29
sino que somos iluminados por ti, a fin de que los que fuimos algún tiempo
tinieblas seamos luz en ti30.
¡Oh si viesen ellos aquella luz interna
eterna que yo había visto! Y porque la había gustado, bramaba por no poder
mostrársela si me presentaran su corazón en sus ojos, fuera de ti, y me
dijesen: ¿Quién nos mostrará las cosas buenas? Porque allí en donde yo me
había airado interiormente, en mi corazón; donde yo había sentido la
compunción y había sacrificado, dando muerte, a mi vetustez; donde, incoada
la idea de mi renovación, confiaba en ti, allí me habías empezado a ser
dulce y a dar alegría a mi corazón31. Y clamaba leyendo estas cosas
exteriormente y reconociéndolas interiormente; ni deseaba ya multiplicarme
en bienes terrenos, devorando los tiempos y siendo devorado por ellos,
teniendo como tenía en la eterna simplicidad otro trigo, otro vino y otro
aceite32.
11. Y clamaba en el siguiente verso con un profundo grito
de mi corazón: ¡Oh, en paz!, ¡oh, en él mismo!, ¡oh qué palabras: Me
acostaré y dormiré!33 Porque ¿quién nos resistirá cuando se cumpla la
palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida en la victoria?34
Tú eres en sumo grado el mismo (idipsum), porque no te mudas y en ti se
halla el descanso que pone olvido de todos los trabajos; porque ningún otro
hay contigo aún para alcanzar aquella otra multitud de cosas que no son lo
que tú; mas tú solo, Señor, me has constituido en esperanza35.
Leía
yo esto y me inflamaba y no sabía qué hacer con aquellos sordomuertos,
siendo yo de los cuales fui una peste, un perro rabioso y ciego que ladraba
contra aquellas letras, melifluas por su miel de cielo y luminosas por tu
luz, y me consumía contra los enemigos de estas Escrituras.
12.
¿Cuándo podré yo recordar todas las cosas que pensé en aquellos días de
retiro? Pero lo que no he olvidado, ni quiero pasar en silencio, es la
aspereza de un azote tuyo y la admirable celeridad de tu misericordia.
Me atormentaste entonces con un dolor de muelas, y como arreciase tanto
que no me dejase hablar, se me vino a la mente36 avisar a todos los míos,
presentes, que orasen por mí ante ti, ¡oh Dios de toda salud! Escribí mi
deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego, apenas
doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor!
¡Y cómo huyó! Me llené de espanto, lo confieso, Dios mío y Señor mío. Nunca
desde mi primera edad había experimentado cosa semejante.
De este
modo insinuaste en lo más profundo de mí tus voluntades, y yo, gozoso en la
fe, alabé tu nombre. Sin embargo, esta fe no me dejaba vivir tranquilo sobre
mis pasados pecados, que todavía no me habían sido perdonados por no haber
recibido aún tu bautismo.
CAPÍTULO V
Carta a Ambrosio
13. Terminadas las vacaciones de la vendimia, comuniqué a los milaneses que
proveyesen a sus estudiantes de otro vendedor de palabras, porque, por una
parte, había determinado consagrarme a tu servicio, y por otra, no podía
atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y el dolor
de pecho.
También insinué por escrito a tu obispo y santo varón
Ambrosio mis antiguos errores y mi actual propósito, a fin de que me
indicase qué era lo que principalmente debía leer de tus libros para
prepararme y disponerme mejor a recibir tan grande gracia bautismal.
Él me mandó que leyera al profeta Isaías; creo que porque éste anuncia más
claramente que los demás el Evangelio y vocación de los gentiles. Sin
embargo, no habiendo entendido lo primero que leí y juzgando que todo lo
demás sería lo mismo, lo dejé para volver a él cuando estuviese más
ejercitado en el lenguaje divino.
CAPÍTULO VI
Bautismo de
Agustín, Adeodato y Alipio
14. Así que cuando llegó el tiempo en que
debíamos «dar el nombre», dejando la quinta, retornamos a Milán.
Plugo también a Alipio renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad
conveniente a tus sacramentos, y tan robusto dueño de su cuerpo, que se
atrevió, sin tener costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre
el suelo glacial de Italia.
Asociamos también con nosotros al niño
Adeodato, hijo de mi pecado. Tú, sin embargo, le habías hecho bien. Tenía
unos quince años; pero por su ingenio iba delante de muchos graves y doctos
varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y Dios mío, creador
de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas nuestras
deformidades, pues yo en este niño no tenía otra cosa que el delito. Porque
aun aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, tú eras quien nos
lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo confieso.
Hay un libro nuestro que se intitula De Magistro; Adeodato es quien
habla allí conmigo. Tú sabes que son suyos los conceptos todos que allí se
insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años.
Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espantado me tenía
aquel ingenio. Pero ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas?
Pronto le arrebataste de la tierra; con toda tranquilidad lo recuerdo ahora,
no temiendo absolutamente nada por un hombre tal, ni en su puericia ni en su
adolescencia. Le asociamos como coetáneo nuestro en tu gracia, para educarle
en tu disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en
que estábamos por nuestra vida pasada.
Yo no me hartaba en aquellos
días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la profundidad de
tu consejo sobre la salud del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y
tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que
dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se
derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y
corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.
CAPÍTULO VII
El
canto salmódico de la Iglesia y curación de un ciego
15. No hacía
mucho que la iglesia de Milán había comenzado a celebrar este género de
consolación y exhortación, con gran entusiasmo de los hermanos, que cantaban
los [himnos] con la boca y el corazón. Es a saber: desde hacía un año o poco
más, cuando Justina, madre del emperador Valentiniano, todavía niño,
persiguió, por causa de su herejía —a 1a que había sido inducida por los
arrianos—, a tu varón Ambrosio. Velaba la piadosa plebe en la iglesia,
dispuesta a morir con su Obispo, tu siervo.
Allí se hallaba mi madre,
tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para
la oración. Nosotros, todavía fríos, sin el calor de tu Espíritu, nos
sentíamos conmovidos, sin embargo, por la ciudad, atónita y turbada.
Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, a la
usanza oriental, para que el pueblo no se dejase abatir por la tristeza o
aburrimiento. Desde ese día se ha conservado hasta el presente, siendo ya
imitada por muchas, casi por todas tus iglesias, en las demás regiones del
orbe.
16. Entonces fue cuando por medio de una visión descubriste al
susodicho Obispo el lugar en que yacían ocultos los cuerpos de san Gervasio
y san Protasio, que tú habías conservado incorruptos en el tesoro de tu
misterio tantos años, a fin de sacarlos oportunamente para reprimir una
rabia femenina y además regia.
Porque habiendo sido descubiertos y
desenterrados, al ser trasladados con la pompa conveniente a la basílica
ambrosiana, no sólo quedaban sanos los atormentados por los espíritus
inmundos, confesándolo los mismos demonios, sino también un ciudadano, ciego
desde hacía muchos años y muy conocido en la ciudad, quien, como preguntara
la causa de aquel alegre alboroto del pueblo y se lo indicasen, dio un salto
y rogó a su lazarillo que le condujera al lugar; llegado allí, suplicó se le
concediese tocar con el pañuelo el féretro de tus santos, cuya muerte había
sido preciosa en tu presencia37. Hecho esto, y aplicado después a los ojos,
recobró al instante la visita.
Al punto corrió la fama del hecho, y
al punto sonaron tus alabanzas, fervientes y luminosas, con lo que si el
ánimo de aquella adversaria no se acercó a la salud de la fe, se reprimió al
menos en su furor de persecución.
¡Gracias te sean dadas, Dios mío!
Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que también te
confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de
largo?
Y, sin embargo, con exhalar entonces tal fragancia vuestros
perfumes38 no corríamos tras de ti. Por eso lloraba tan abundantemente en
medio de los cánticos de tus himnos: al principio suspirando por ti y luego
respirando, cuanto lo permite el aire en una casa de heno39.
CAPÍTULO
VIII
Niñez de Mónica
17. Tú, que haces morar en una misma casa
a los de un solo corazón40, nos asociaste también a Evodio, joven de nuestro
municipio, quien, militando como «agente de negocios», se había antes que
nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del siglo, se
había alistado en la tuya.
Juntos estábamos, y juntos, pensando vivir
en santa concordia, buscábamos el lugar más a propósito para servirte, y
juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia Tiberina
murió mi madre.
Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa,
Recibe mis confesiones y acciones de gracias, Dios mío, por las innumerables
cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de
aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz
temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los
tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había
educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían
cómo saldría de ellos; la vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue
quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu
Iglesia.
Ni aun ella misma ensalzaba tanto la diligencia de su madre
en educarla cuanto la de una decrépita sirvienta, que había llevado a su
padre siendo niño a la espalda, al modo como suelen hoy llevarlos las
muchachas ya mayores a la espalda.
Por esta razón, y por su
ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en aquella
cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las
señoritas hijas que le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era
menester, vehemente con santa severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque
fuera de aquellas horas en que comían muy moderadamente a la mesa de sus
padres, aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba beber,
precaviendo con esto una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso:
«Ahora bebéis agua porque no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y
seáis dueñas de la bodega y despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá
la costumbre de beber».
Y con este modo de mandar y la autoridad que
tenía para imponerse, refrenaba el apetito en aquella tierna edad y ajustaba
la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que no les
agradase lo que no les convenía.
18. Y, sin embargo, llegó a
filtrarse en ella —según me contaba tu sierva a mí, su hijo—, llegó a
filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus
padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de
sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en
la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por
rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino
por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos
juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad
de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco
cotidiano, vino a caer —porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a
poco viene a caer41— en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto
casi la copa llena.
¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y
aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo contra la enfermedad
oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque, aunque
ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que
nos has creado, que nos llamas y que te sirves de nuestras personas mayores
a fin de hacernos algún bien para la salud de nuestras almas ¿Qué fue lo que
entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es
cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante
insulto de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe
sanaste aquella postema?
Porque discutiendo cierto día la criada que
solía bajar a la bodega con la pequeña dueña, como ocurre con frecuencia
estando las dos solas, le echó en cara este defecto con un duro insulto,
llamándola borrachina. Herida la niña con tal insulto, comprendió la fealdad
de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas
veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen
insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes, sino
la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que pretendía
era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o
porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o para
evitarse complicaciones personales por haber corregido este defecto tan
tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra,
convirtiendo para tus usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los
siglos ordenadamente turbulento, aun con la insania de una alma sanaste a
otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si por
su medio se corrige alguien a quien desea corregir.
CAPÍTULO IX
Mónica, la perfecta casada
19. Así, pues, educada púdica y
sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego
que llegó plenamente a la edad núbil fue dada [en matrimonio] a un varón, a
quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti
con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y
admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las afrentas conyugales, que
jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu
misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.
Era
éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente
colérico; pero tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no
sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía
ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que
había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.
Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella,
traían las rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a
murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, Mónica,
achacándolo a su lengua, les advertía seriamente entre bromas que desde el
punto que oyeron la lectura de las capitulaciones llamadas matrimoniales
debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas
de éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse
contra sus señores. Y como se admirasen ellas, conociendo el fuerte
temperamento del marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni
traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni
siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le
pidiesen la razón de ello en conversaciones amistosas, ella les enseñaba su
modo de proceder, que es como dije arriba. Las que la imitaban
experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían,
esclavizadas, eran maltratadas.
20. También a su suegra, al principio
irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla
con atenciones y continua tolerancia y mansedumbre, de modo que la misma
suegra espontáneamente manifestó a su hijo que las lenguas chismosas de las
criadas eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió
se las castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por
conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos,
castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta
que tales premios debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le
dijesen algo malo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron
las dos en dulce y memorable armonía.
21. Igualmente, a esta tu buena
sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!42, le
habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que
podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen,
que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen
vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente
desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga
ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía
servir para reconciliarlas.
Pequeño bien me parecería éste si una
triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de gentes —por
haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados—
que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos,
sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contra rio, a
un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las
enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas
hablando bien. Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la
escuela de su corazón.
22. Por último, consiguió también ganar para
ti a su marido al fin de su vida temporal, no teniendo que lamentar en él,
ya bautizado las ofensas que había tolerado antes del bautismo.
Era,
además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te
alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su
corazón por los frutos de su santa conversación. Había sido mujer de un solo
varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y
tenía el testimonio de las buenas obras43, y había nutrido a sus hijos,
pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.
Por
último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal
manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos
[en Casiciaco], recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de
todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros.
CAPÍTULO X
El éxtasis de Ostia
23. Estando ya inminente el
día en que había de salir de esta vida —que tú, Señor, conocías, y nosotros
ignorábamos—, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos
ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana,
desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa,
allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las
fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí
solos conversábamos dulcísimamente; y olvidándonos de lo pasado y
proyectándonos hacia lo por venir44, inquiríamos los dos delante de la
verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que
ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió45. Abríamos
anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu
fuente —de la fuente de vida que está en ti46— para que, rociados según
nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.
24. Y como llegara nuestra plática a la conclusión de que cualquier
deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del
mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno
de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente
afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los
seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían
sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más arriba, pensando,
hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las
pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente,
en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, allí
donde la vida es Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya
creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora
como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella pasado
ni futuro, sino solo presente, por ser eterna, ya que lo que ha sido o será
no es eterno.
Y mientras estamos hablando y suspirando por ella,
llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (toto ictu
cordis); y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro
espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin
el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece
en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas47.
25. Y decíamos
nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne;
callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos
cielos y aun el alma misma callase y se remontara sobre sí, no pensando en
sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si
callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando
—puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos
hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece
eternamente48—; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que
las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo
que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por
sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él
mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente
nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría,
que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se
continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy
inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más
íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue
este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en
el gozo de tu Señor?49 Pero ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos
resucitemos, bien que no todos seamos inmutados?50
26. Tales cosas
decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes,
Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas —y a medida que
hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites—, ella me
dijo:
Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No
sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del
siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta
vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me
ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te
veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?
CAPÍTULO XI
Muerte de
Mónica
27. No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que
apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y
estando enferma tuvo un día un desmayo, que dando por un poco privada de los
sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes
a mí y a mi hermano, nos dijo, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?».
Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra
madre». Yo callaba y frenaba el llanto, pero mi hermano dijo no sé qué
palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la
patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, le reprendió con la
mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a
mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su
cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor
doquiera que os hallareis».
Y habiéndonos explicado esta
determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad,
entró en la agonía.
28. Pero yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en
los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos
admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo que
sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y
preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él
en gran concordia, así quería también —cosa muy propia del alma humana menos
deseosa de las cosas divinas— tener aquella dicha y que los hombres
recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la
gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.
Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de ser en
su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba, sin embargo,
admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel nuestro
discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al decir:
«¿Qué hago ya aquí?». También oí después que, estando yo ausente, como
cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el
desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y
maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer —porque tú se la habías
dado—, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad,
respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del
mundo el lugar donde estoy para resucitarme».
Así, pues, a los nueve
días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y
tres de la mía, fue liberada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.
CAPÍTULO XII
Dolor y llanto contenido por la muerte de su madre
29. Cerraba yo sus ojos y una tristeza inmensa se agolpaba mi corazón,
que ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, ante la orden
imperiosa de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con
tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último
suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; pero calmado por todos
nosotros, calló. De ese modo aquello que había en mí de pueril, y me
provocaba al llanto, también era acallado por la voz adulta, la voz de la
mente. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con
quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar
la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto
miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros
seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida51 que son
argumentos de seguridad.
30. ¿Y qué era lo que interiormente tanto me
dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse
repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?
Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de
mí, cuando en esta su última enfermedad, como acariciándome por mis
atenciones con ella, me llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de
cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o
contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este
honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido?
Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía
el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola
con la suya.
31. Calmado, pues, que fue el llanto del niño
[Adeodato], tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar —respondiéndole toda
la casa— el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor52. Enterada la
gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y
mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el
entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no
habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas
propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi
tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían
atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.
Pero en tus oídos,
en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y
reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que
nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas
ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y
como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos
humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la
naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me
atormentaba con doble tristeza.
32. Cuando llegó el momento de
levantar el cadáver, lo acompañamos y volvimos sin soltar una lágrima. Ni
aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el
Sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes
de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo,
lloré, pero sí anduve todo el día interiormente muy triste, pidiéndote, como
podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo
que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este
documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya
de vanas palabras.
Asimismo, me pareció bien tomar un baño, por haber
oído decir que el nombre de baño venía de los griegos, quienes le llamaron
baláneion (= arrojo), por creer que arrojaba del alma la tristeza. Mas he
aquí —lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos!53— que,
habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque
mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.
Después
me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y
estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos
verídicos de tu Ambrosio. Porque,
Tú eres, Dios, creador de cuanto
existe,
del mundo supremo gobernante,
que el día vistes de luz
brillante,
de grato sueño la noche triste;
a fin de que a los
miembros rendidos
el descanso al trabajo prepare,
y las mentes
cansadas repare,
y los pechos de pena oprimidos.
33. Pero de
aquí que poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su
santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada
con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de
llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y
por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía contenidas, para que
corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi
corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me
escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar
mi llanto.
Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas
quienquiera e interprételas como quisiere; y no se burle de mí, si hallare
pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi
madre recién muerta entonces ante mis ojos, ella, que me había llorado
tantos años para que yo viviese para los tuyos; antes bien, si es mucha su
caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de
tu Cristo.
CAPÍTULO XIII
Súplica de Agustín por sus padres
difuntos
34. Pero sanado ya mi corazón de aquella herida, en la que
podía reprocharse lo carnal del afecto, derramo ante ti, Dios nuestro, otro
género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del
espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a toda alma que muere
en Adán. Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, primero de
romper los lazos de la carne, vivió de tal modo que tu nombre es alabado en
su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que, desde que
fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra alguna
contra tu precepto. Porque la Verdad, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare a
su hermano necio será reo del fuego del infierno54, y ¡ay de la vida de los
hombres, por laudable que sea, si tú la examinas dejando a un lado la
misericordia! Mas porque sabemos que no escudriñas hasta lo último nuestras
pecados, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un lugar contigo. Porque
quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa enumera
sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen tales los hombres, y quien se gloríe
se gloriase en el Señor!55.
35. Así, pues, alabanza mía, y vida mía,
y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un momento sus buenas acciones,
por las cuales gozoso te doy gracias, te pido ahora perdón por los pecados
de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que pendió del leño
de la cruz, y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros56.
Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las ofensas a sus
ofensores; perdónale también tú sus ofensas, si algunas contrajo durante
tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te
suplico, y no entres en juicio con ella57. Triunfe la misericordia sobre la
justicia58, porque tus palabras son verdaderas y prometiste misericordia a
los misericordiosos59, aunque lo sean porque tú se lo das, tú que tienes
compasión de quien la tuviere y prestas misericordia a quien fuere
misericordioso60.
36. Yo bien creo que has hecho ya con ella lo que
te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos de mi boca61. Porque estando
inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en enterrar su cuerpo con
gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas esencias, ni deseó un
monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada de esto nos
ordenó, sino únicamente deseó que nos acordásemos de ella ante el altar del
Señor, al cual había servido sin dejar ningún día, sabiendo que en él es
donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura
que había contra nosotros62, y vencido el enemigo que cuenta nuestros
delitos y busca de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien
nosotros vencemos.
¿Quién podrá devolverle su sangre inocente? ¿Quién
restituirle el precio con que nos compró, para arrancarnos de aquél? A este
sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma con el vínculo de la fe.
Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni por fuerza ni por
insidia, el león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe nada, para ser
convencida y presa del astuto acusador, sino que sus pecados le han sido
perdonados por aquel a quien nadie podrá devolverle lo que no debiendo por
nosotros dio por nosotros.
37. Sea, pues, en paz con su marido, antes
del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió, ofreciéndote a ti
el fruto con paciencia63, a fin de lucrarle para ti. Mas inspira, Señor mío
y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis señores, a
quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma, para que
cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva,
y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en
esta vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis
padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en
el seno de la madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por
la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su
regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea
concedido más abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis
Confesiones, que no por mis solas oraciones.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!