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LAS REDES SATÁNICASDesde el comienzo, el
demonio actúa tentando al hombre; busca que se le sometan a
él. Nuestros
primeros padres -Adán y Eva- caen por las tentaciones del demonio. Ellos
cometen el pecado que se denomina pecado original, un pecado que pasa a
todos los
hombres, menos a la Virgen María y a Cristo: "en Adán hemos
muerto todos" (I Cor. 15-
22), dice S. Pablo.
Nuestros
protoparentes pasan de la familiaridad a la enemistad con Dios. Sin
embargo, Dios les promete una gran ayuda: la promesa de un Salvador en el
Protoevangelio. Es cuando le dice a la serpiente: "Pongo perpetua
enemistad entre ti y la
Mujer y entre tu linaje y el suyo. Este te
aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañal"
(Gén. 3, 15).
En este pasaje se promete la venida del Redentor y de la Nueva Eva que es la
Virgen María. Cristo, en el plan de Dios, es el Restaurador de todas las
cosas y el Salvador
de todos los hombres.
El hombre, por lo
tanto, tiene delante de sí la ayuda de Dios y, por otro lado, las
tentaciones que el demonio le propone. El poder de Dios es infinito, en
cambio el demonio
posee un poder limitado. "El poder de Satán no es
infinito. No es más que una criatura,
poderosa por el hecho de ser
espíritu puro, pero sólo creatura: no puede impedir la
edificación del
Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por el odio contra Dios y
su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños -de naturaleza
espiritual e
indirectamente incluso de naturaleza física- en cada hombre
y en la sociedad, esta acción es
permitida por la divina providencia que
con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y
del mundo. El que
Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros
sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman"
(Rom. 8, 28)"
(Catecismo de la Iglesia Católica, n° 395).
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El demonio actúa eficazmente no sólo por su astucia, sino cuando el
hombre le
presenta flancos débiles. Esto ocurre, por un lado, cuando el
hombre niega la existencia del
demonio, cuando está carente de Dios, o
cuando vive en la esclavitud de las pasiones
desordenadas. "El influjo
del espíritu maligno puede ocultarse de forma más profunda y
eficaz:
pasar inadvertido corresponde a sus intereses.
La habilidad de
Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en
nombre del racionalismo y de
cualquier otro sistema de pensamiento que
busca todas las escapatorias con tal de no
admitir la obra del Diablo.
Sin embargo, no presupone la eliminación de la libre voluntad y
de la
responsabilidad del hombre y menos aún la frustración de la acción salvífica
de
Cristo. Se trata más bien de un conflicto entre las fuerzas oscuras
del mal y las de la
Redención. Resultan elocuentes a este propósito las
palabras que Jesús dirigió a Pedro al
comienzo de la Pasión: "...Simón,
Satanás te busca para zarandearte como trigo; peor yo he
rogado por ti
para que no desfallezca tu fe" (Juan Pablo II, Audiencia General,
13-8-1986).
La verdadera resistencia de cada alma, se da mediante la
ayuda de Dios por la
Sangre de Cristo. La grandeza de un alma está
cuando se apoya más en Dios que en sí
misma. Dios nos hace fuertes, nos
eleva y diviniza. Dios le dice, por ejemplo, a Santa
Catalina de Siena,
que "nada debe temer por cualquier combate o tentación del demonio
que
le sobrevenga, porque yo los he hecho fuertes y les he dado firmeza de
voluntad,
robustecida en la sangre de mi Hijo. Ni el demonio ni criatura
alguna os puede cambiar esta
voluntad, porque es vuestra y yo os la di
juntamente con el libre albedrío.
En vuestro poder está, pues,
con el libre albedrío, guardarla o abandonarla según os
plazca. Es un
arma que vosotros podéis poner en las manos del demonio, y es exactamente
como un cuchillo, con el cual os hiere y os mata. Mas, si el hombre no
pone este cuchillo de
su voluntad en las manos del demonio, no
consintiendo a las tentaciones y sugestiones
suyas, nada hay capaz de
herirle con culpa de pecado. Antes al contrario, por ello se verá
fortalecido, si abre los ojos de su entendimiento para comprender mi
caridad, que es la que
permite que sean tentados sólo para conducirlos a
la virtud y ser probados en ella" (El
Diálogo, parte II, c. 3, n° 43).
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El diablo es un enemigo temible. Se coloca delante de cada uno,
observando
nuestras debilidades; después tira las redes de acuerdo a
nuestras inclinaciones. "Ya te he
dicho -le aclara Dios a Sta. Catalina-
cómo el demonio invita a los hombres hacia el agua
pútrida, la única que
posee, cegándolos con las delicias y los honores del mundo. Los toma
con
este anzuelo del placer bajo color de bien, ya que de otra suerte no podría
tomarlos si
no encontraran algún bien o deleite personal. El alma, en
efecto, por naturaleza, apetece
siempre el bien.
Pero es
cierto que el alma, cegada a veces por el amor propio, no conoce ni
discierne cuál sea el verdadero bien de provecho para el alma y para el
cuerpo. Por esto el
demonio en su maldad, viéndole cegado por el amor
propio sensitivo, le propone distintos
pecados, que tiene buen cuidado
de pintar con color de algún provecho o algún bien. A
cada uno según su
estado y sus inclinaciones. Lo que brinda al seglar, no lo brinda al
religioso: una cosa ofrece a los prelados, otra a los poderosos..." (El
Diálogo, p II, c 3, n°
44).
Ataca también en los momentos
de unión con Dios, de manera especial en la
oración: "Muchas veces en el
tiempo destinado a la oración llega el demonio con sus
asaltos y
tentaciones más que cuando se halla fuera de la oración.
Lo hace
para descorazonarla y para infundirle hastío de la oración, diciéndole
muchas veces: "Esta
oración no te sirve de nada, porque no deberías
pensar ni atender a otra cosa que a lo que
estás diciendo". Esto le pone
delante el demonio para causarle hastío y confusión de
espíritu y que
abandone la oración. Y la oración, sin embargo, es un arma con la que el
alma se defiende de todo adversario cuando la sostiene con la mano del amor
y con el brazo
del libre albedrío, manejada a la luz de la santísima fe"
(El Diálogo, p. II, c. 4, n° 65).
También genera momentos de desaliento
y a la vez de presunción.
Ataca produciendo tristeza desmedida,
inquietud y turbación. Frente a esta tentación hay que
elevarse con la
misericordia de Dios. Pero otras veces lo hace con la presunción, de la cual
hay que huir y abajarse por la humildad. "Acuérdate -le dice a Sta.
Catalina- que, cuando el
demonio quería aterrarte y confundirte,
queriéndote convencer que toda tu vida había sido
un engaño, que tú no
habías seguido nunca mi voluntad, tú entonces hiciste lo que debías
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hacer y que mi bondad te dio para que hicieses, pues mi bondad jamás se
niega a quien
quiere recibirla: te elevaste con humildad hacia mi
misericordia diciendo: "Yo confieso a
mi Creador que mi vida estuvo
siempre en tinieblas: pero me esconderé en las llagas de
Cristo
crucificado y me bañaré en su sangre. Así consumiré mis iniquidades y me
gozaré
con santo deseo en mi Creador”.
Tú sabes que el
demonio entonces huyó. Mas volvió luego con nueva batalla,
queriendo
hacerte engreír por orgullo, diciéndote: Tú eres perfecta y agradable a
Dios: no
tienes por qué afligirte ni llorar por tus pecados. Te di
entonces gran luz y viste qué camino
debías tomar: humillarte.
Respondiste al demonio: "¡Infeliz de mí!; San Juan Bautista jamás
pecó y
fue santificado en el vientre de su madre, e hizo, sin embargo, tanta
penitencia. ¡Y
yo, que he cometido tantos pecados, jamás empecé a
reconocerlos con llanto y verdadera
contrición, considerando quién es
Dios, a quién ofendo y quién soy yo, que lo ofendo!
Entonces el demonio,
no pudiendo sufrir la humildad de tu espíritu ni tu esperanza
en mi
bondad, te dijo: "Maldita seas, ya que nada puedo contra ti. Si te abato con
la
confusión, tú te elevas a lo alto de la misericordia; si te exalto,
te abajas por la humildad
hasta el infierno y en el infierno mismo me
persigues: No volveré a ti, ya que me castigas
con el bastón de la
caridad" (ibíd., p II, c 4, n°66).
El verdadero triunfo se da
cuando el alma se baña con la Sangre de Cristo; de lo
contrario, las que
son vencidas por el demonio portan su cruz y anticipan el infierno.
"¡Qué grandes son los sufrimientos provocados por los sobresaltos de la
conciencia!
¡Cómo sufre el que desea venganza! Le roe continuamente el
alma este deseo y se mata a sí
mismo antes que mate a su enemigo. El
primer muerto es él al matarse con el cuchillo del
odio.
¡Cuánto sufre el avaro, que por codicia llega a privarse de lo necesario!
¡Qué
tormento el del envidioso, que se carcome en su corazón y no le
deja gozarse en el bien de
su prójimo! De todo lo que estos hagan con
amor sensitivo, no obtienen más que
sufrimiento, por el temor constante
y desordenado. Han tomado la cruz del demonio,
gustando de antemano las
arras del infierno. Esta vida para ellos está llena de enfermedades
de
todas clases y si no se corrigen llegarán a la muerte eterna.
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Estos son los que se ven afligidos por las espinas de abundantes
tribulaciones,
torturándose a sí mismos por su propia voluntad
desordenada.
Tienen cruz para su corazón y para su cuerpo.
Quiero decir que sufren interior y exteriormente sin mérito alguno, porque
no sufren estos trabajos con paciencia, sino con impaciencia" (El
Diálogo, p II, c 3, b,
n°48).
Si no hay verdadera
conversión, las almas corren el riesgo de perderse y de
condenarse. El
demonio es, en el infierno, el verdugo de las almas. El infierno, ciudad
doliente y sin esperanzas, es la mansión del eterno sufrimiento.
"Viendo estos condenados, sumergidos en las tinieblas, tanta dignidad de la
que
ellos han sido privados, aumentará su pena y confusión, porque en
sus cuerpos aparece la
señal de las iniquidades cometidas con indecible
pena y tormento.
Cuando oigan aquella terrible palabra: Id,
malditos, al fuego eterno (Mt. 25, 41),
cuerpo y alma irán a vivir con
los demonios, sin remedio alguno de esperanza y envueltos
con todas las
acciones depravadas cometidas. El avaro, con la inmundicia de su ambición,
envuelto con las riquezas del mundo, que tan desordenadamente amó,
arderá con ellas en el
fuego. El cruel con su crueldad; el inmundo con
la inmundicia y su abyecta concupiscencia.
El injusto, con sus
injusticias; el envidioso con su envidia; el rencoroso, con su odio y
rencor para con el prójimo. El amor desordenado de sí mismo, junto con el
orgullo del que
procedieron todos sus males, arderá también, y les
proporcionará un tormento intolerable.
Todos serán castigados de
diversas maneras, alma y cuerpo juntamente.
He aquí el fin
miserable a que llegan estos que andan por el camino de abajo, por el
río, no retrocediendo para reconocer sus culpas y para pedirme misericordia.
Llegan a la
puerta de la mentira, porque siguieron la doctrina del
demonio, que es padre de la mentira,
y este mismo demonio es su puerta,
y por ella llegan a la condenación eterna, como antes te
dije" (El
Diálogo, p II, c 3, a. 1, n° 42).
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LOS VICIOS CAPITALES
Luego de saber quién es el demonio y cómo ataca, pasamos a los
Vicios Capitales,
de entre los cuales se encuentra la Acedia producida
por el demonio del mediodía.
La quinta columna del diablo, en el alma,
es el pecado. El diablo pesca con el
anzuelo del pecado.
Todo pecado
implica un alejamiento de Dios y un caminar hacia la nada de la
muerte;
es la aversión al Creador y la conversión desordenada a las criaturas. El
que peca
no se queda en un estado intermedio, sino que cae. Cuando se
cae, se cae de las alturas
hacia las cosas inferiores. Y una de las
cosas que más provoca la risotada de Satanás es el
pecado. Al contrario,
salir de él y entrar en el reino de la Gracia, es alabar y glorificar a
Dios.
La lucha, pues, se da en el interior de cada uno. El que
peca edifica la Ciudad del
diablo, y al contrario, el que vive en la
gracia, participa de la Ciudad de Dios. La balanza se
encuentra en el
corazón. Todo depende a quién quiere uno como dueño y señor de sí
mismo.
El que peca se hace esclavo del demonio y el que rechaza el mal, el pecado y
crece
en la gracia, se somete a Dios para reinar con El.
Y dentro del reino de la iniquidad están los vicios, que son hábitos malos.
"Los
vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o
también pueden ser
referidos a los pecados capitales que la experiencia
cristiana a distinguido siguiendo a San
Juan Casiano y a San Gregorio
Magno (cfr. Moralia in Job, 31-45: PL. 76, 621 A). Son
llamados
capitales porque genera otros vicios" (Catecismo de la Iglesia Católica, n°
1866
LOS SIETE VICIOS CAPITALES
Se suelen numerar siete vicios capitales: vanagloria, avaricia,
lujuria, envidia, gula,
ira y acedia o tedio de las cosas espirituales.
La mayor parte de los moralistas, en vez de vanagloria, señalan la
soberbia como
vicio capital. En cambio, para mejor visión, Santo Tomás
considera la soberbia no como un
simple pecado capital (uno de tantos),
sino como la raíz de donde proceden los demás
vicios y pecados. En este
sentido, la soberbia es más que pecado capital, es un pecado que
ejerce
un influjo general sobre todos los demás pecados. Y así como cada pecado
capital
tiene su zona -la gula y la lujuria los bienes del cuerpo-, la
soberbia es universal. Ella
supone un culto idolátrico de sí mismo,
contrapone el propio ser al de Dios. En este aspecto
dice admirablemente
Santo Tomás que la soberbia afecta a todos los demás vicios capitales.
"La soberbia puede ser considerada en sí misma como pecado especial y
como
pecado general, por el influjo que ejerce sobre todos los pecados.
Vicio capital es un
pecado especial del que nacen otras muchas clases de
pecados. Por este motivo algunos,
considerando la soberbia como pecado
especial, lo catalogan entre vicios capitales; en
cambio San Gregorio,
que se fijó en ese influjo universal sobre los demás pecados, la
consideró como reina y madre de todos los vicios en esta hermosa
descripción: Cuando la
soberbia, reina de los vicios, se dueña del
corazón, lo entrega a los siete vicios capitales, lo
mismo que a
capitanes de un ejército de devastación, de los que nacen muchos otros
vicios”
(Suma Teológica, II-II, 162, 8).
Y en cuanto al número
siete, Santo Tomás, en la S. Theol., -I-II 84, justifica con
profundidad
dicho número. He aquí, en esquema, su magnífica argumentación
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
* Citamos al P. Fr. Royo Marín, Antonio, O. P., teología moral
para Seglares, Madrid, BAC, t. I, 1964, pp.
212-4.
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Desean el bien
desordenadamente...
La vanagloria o apetito desordenado de la propia alabanza.
La gula
o apetito desordenado de comer.
La lujuria o apetito desordenado del placer venéreo.
La avaricia o apetito desordenado de los bienes exteriores.
Huyen del bien
por el mal adjunto...
La acedia o tedio de las cosas espirituales por el esfuerzo que
suponen.
La envidia o tristeza del bien ajeno que rebaja nuestra
excelencia.
La ira o apetito desordenado de venganza.
En este esquema puede verse, en el grupo primero, que la vanagloria
se refiere a un
bien del alma, que es espiritual; la gula y la lujuria,
a los bienes del cuerpo, y la avaricia a
las cosas exteriores.
En el segundo grupo, la acedia se refiere al propio bien; la envidia al
bien ajeno sin deseo de venganza; y la ira, al bien ajeno con deseo de
venganza.
No cabe una clasificación más perfecta y ordenada.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!