I. Verdades consoladoras.
Es una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que
nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros
vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de
las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé
los acontecimientos y el efecto que cada causa debe producir?
Vosotros sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen
consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos más
favorables pueden acabar finalmente de manera funesta.
También es
una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos
totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra
escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos
posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la
permisión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a
error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para
felicitamos de su Providencia? José es vendido, se le lleva como
esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus desgracias, se
afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que
elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto.
Saúl ha perdido las
asnas de su padre; es necesario ir las a buscar muy lejos e
inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si
esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional,
visto que todo esto estaba permitido para conducirle al profeta que
debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios,
y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que
hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo
único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos
meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y
habría muerto en pecado mortal.
No he podido consolarme de la
ruptura de este matrimonio: Si Dios hubiera permitido que se hubiera
realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria.
Debo
treinta o cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con
tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a esta confusión que me
ha costado tantas lágrimas.
Mi alma se hubiera perdido de no perder
este dinero.
¿De qué nos molestamos?...
¡Dios carga con nuestra
conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un
médico, porque lo suponemos entendido en su profesión; él manda que
se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez que os abran
el cráneo con el hierro; que se os horade, que os corten un miembro
para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón.
Se
sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa
liberalmente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera
necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le
concederemos el mismo honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su
sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara.
¡Cómo!,
¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede equivocarse y cuyos
menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la
dirección del Señor? Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos
infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con
lágrimas las mismas aficiones que procuramos apartar por nuestros
votos y nuestras oraciones.
A todos nos dice lo que dijo a los hijos
del Zebedeo: Nescítis quid petatis; hombres ciegos, tengo piedad de
vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir vuestros
intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo
que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a
vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y
sin recurso.
Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado de todas las
ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha
recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede
llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a
menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede
distinguir lo que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el
bien y el mal están mezclados casi por todas partes, y lo que ayer
era lo más ventajoso es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que
atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen y
algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de
hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad el que se
cumpla la voluntad de Dios, que no se hace nada fuera de su mandato
y que no ordena nada a nuestro respecto que no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo
también que se arroja a los
brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él, por decirlo así,
sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a Él en
todo y de no desear nada, no temer nada, en una palabra, de no
querer nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente todo lo
que Él quiera; afirmo que desde este momento esta dichosa criatura
adquiere una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni
obligada, que no hay ninguna autoridad sobre la tierra, ninguna
potencia que sea capaz de hacerle violencia o de darle un momento de
inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un hombre le impresionen tanto los
males como los bienes? No, no es ninguna quimera; conozco personas
que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la
riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la
indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud. Además no
hay nada más cierto que lo que os voy a decir: Cuanto más nos
sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con
nuestra voluntad.
Parece que desde que uno se compromete únicamente
a obedecerle, Él sólo cuida de satisfacernos: y no sólo escucha
nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de
nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para
agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la voluntad de
Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba
su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla. Me lo
represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del
océano; ve venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le
agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies;
que el mar esté calmo o agitado, que el viento impulse las olas de
un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se
encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno, ese
humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de
Dios.
Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión.
Un
camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta
virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son bastante
raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo
buen uso nos prepara en seguida para soportar los mayores reveses,
sin conmovernos.
No hay nadie a quien no sucedan cien cosillas
contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra imprudencia
o distracción, sea por la inconsideración o malicia de otro, ya sean
el fruto de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de
ciertas causas necesarias.
Toda nuestra vida está sembrada de esta
clase de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que
producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos
involuntarios de aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil
enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones que
alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento.
Se nos
escapa por ejemplo una palabra que no quisiéremos haber dicho o nos
han dicho otra que nos ofende; un criado sirve mal o con demasiada
lentitud, un niño os molesta, un importuno os detiene, un
atolondrado tropieza con vosotros, un caballo os cubre de lodo, hace
un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no va como desearíais,
se rompe un mueble, se mancha un traje o se rompe. Sé que en todo
esto no hay que ejercitar una virtud heroica, pero os digo que
bastaría para adquirirla infaliblemente si quisiéramos; pues si
alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios todas estas
contrariedades y aceptarlas como dadas por su Providencia, y si
además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con
Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y
funestos accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y sin embargo tan útil para nosotros y tan
agradable a Dios que ni puedo decíroslo, hemos de añadir también otro.
Pensad
todos los días, por las mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a lo
largo del día.
Podría suceder que en este día os trajeran la nueva de un
naufragio, de una bancarrota, de un incendio; quizá antes de la noche recibiréis
alguna gran afrenta, alguna confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os
arrebatará la persona más querida de vosotros; tampoco sabéis si vais a morir
vosotros mismos de una manera trágica y súbitamente. Aceptad todos estos males
en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en
este sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a
querer o a no querer todo lo que Dios quiera o no quiera.
En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto sentir, en
lugar de perder el tiempo quejándose de los hombres o de la fortuna,
id a arrojaros a los pies de vuestro divino Maestro, para pedirle la
gracia de soportar este infortunio con constancia. Un hombre que ha
recibido una llaga mortal, si es prudente no correrá detrás del que
le ha herido, sino ante todo irá al médico que puede curarle. Pero
si en semejantes encuentros, buscarais la causa de vuestros males,
también entonces deberíais ir a Dios pues no puede ser otro el
causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea éste el
primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo,
el trato que os ha dado, el azote de que se ha servido para
probaros. Besad mil veces las manos de vuestro Maestro crucificado,
esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os
aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a su
Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra
voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua. Sí mi Dios, en todo lo que
queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga
esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el
cielo.
II. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores
Ved a esta madre amante que con mil caricias mira de apaciguar los
gritos de su hijo, que le humedece con sus lágrimas mientras le
aplican el hierro y el fuego; desde el momento en que esta dolorosa
operación se hace ante sus ojos y por su mandato, ¿quién va a dudar
de que este remedio violento debe ser muy útil a este hijo que
después encontrará una perfecta curación o al menos el alivio de un
dolor más vivo y duradero?
Hago el mismo razonamiento cuando os veo en la adversidad. Os
quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os denigren con
calumnias, que os despojen injustamente de vuestros bienes: Vuestro
Redentor; este nombre es aún más tierno que el de padre o madre,
vuestro Redentor es testigo de todo lo que sufrís, Él os lleva en su
seno, y ha declarado que cualquiera que os toque, le toca a Él mismo
en la niña del ojo; sin embargo. Él mismo permite que seáis
atravesado, aunque pudiera fácilmente impedirlo, ¡y dudáis que esta
prueba pasajera no os procure las más sólidas ventajas! Aunque el
Espíritu Santo no hubiera llamado bienaventurados a los que sufren
aquí abajo, aunque todas las páginas de la Escritura no hablaran en
favor de las adversidades, y no viéramos que son el pago más
corriente de los amigos de Dios, no dejaría de creer que nos son
infinitamente ventajosas. Para persuadirme, basta saber que Dios ha
preferido sufrir todo lo que la rabia de los hombres ha podido
inventar en las torturas más horribles, antes de yerme condenado a
los menores suplicios de la otra vida; basta, dije, que sepa que es
Dios mismo quien me prepara, quien me presenta el cáliz de amargura
que debo beber en este mundo. Un Dios que ha sufrido tanto para
impedirme sufrir, no se dará el cruel e inútil placer de hacerme
sufrir ahora.
HAY QUE CONFIAR EN LA PROVIDENCIA
Para mí, cuando veo a un cristiano abandonarse al dolor en las penas
que Dios le envía, digo en primer lugar: «He aquí un hombre que se
aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la indigencia en
que se encuentra y debería darle gracias de haberle reducido a ella.
Estoy seguro que nada mejor podría acaecerle que lo que hace el
motivo de su desolación; para creerlo tengo mil razones sin réplica.
Pero si viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el porvenir
las consecuencias felices con las que coronará estas tristes
aventuras, ¿cuánto más no me aseguraría en mi pensamiento?
En efecto, si pudiéramos descubrir cuales son
los designios de la
Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los males que
sufrimos con tanta repugnancia.
¡Dios mío!, si tuviéramos un poco más de fe, si supiéramos cuánto
nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros intereses, ¿cómo
miraríamos las adversidades? Iríamos en busca de ellas ansiosamente,
bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.
«¿Qué bien puede proporcionarme esta enfermedad que me obliga a interrumpir
todos mis ejercicios de piedad?», dirá tal vez alguien. «¿Qué ventaja puedo
obtener de la pérdida de todos mis bienes que me sitúa en el desespero, de esta
confusión que abate mi valor y que lleva la turbación a mi espíritu?» Es cierto
que estos golpes imprevistos, en el momento en que hieren acaban algunas veces
con aquellos sobre quienes caen y les sitúan fuera del estado de aprovecharse
inmediatamente de su desgracia: Pero esperad un momento y veréis que es por allí
por donde Dios os prepara para recibir sus favores más insignes. Sin este
accidente, es posible que no hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais
sido tan santo. ¿No es cierto que desde que os habéis dado a Dios, no os habíais
resuelto a despreciar cierta gloria fundada en alguna gracia del cuerpo o en
algún talento del espíritu, que os atraía la estima de los hombres? ¿No es
cierto que teníais aún cierto amor al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es
cierto que no os había abandonado el deseo de adquirir riquezas, de educar a
vuestros hijos con los honores del mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna
amistad poco espiritual disputaba aún vuestro corazón a Dios. Sólo os faltaba
este paso para entrar en una libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no
hubierais podido hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿ de cuántas
gracias no os privaba este obstáculo? Era poco, pero no hay nada que cueste
tanto al alma cristiana como el romper este último lazo que le liga al mundo o a
ella misma; sólo en esta situación siente una parte de su enfermedad; pero le
espanta el pensamiento de su remedio, porque el mal está tan cerca del corazón
que sin el socorro de una operación violenta y dolorosa, no se le puede curar;
por esto ha sido necesario sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una
mano hábil haya llevado el hierro adelante en la carne viva, para horadar esta
úlcera oculta en el fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría aún
vuestra languidez. Esta enfermedad que se detiene, esta bancarrota que os
arruina, esta afrenta que os cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que
lloráis, todas estas desgracias harán en un instante lo que no hubieran hecho
todas vuestras meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran intentado
inútilmente.
VENTAJAS INESPERADAS DE LAS PRUEBAS
Y si la aflicción en que estáis por voluntad de Dios, os hastía de
todas las criaturas, si os compromete a daros enteramente a vuestro
Creador, estoy seguro que le estaréis más agradecidos por lo que os
ha afligido, que por lo que le hubierais ofrecido en vuestros votos
si os evitaba la aflicción; los demás favores que habéis recibido de
Él, comparados con esta desgracia, no serán a vuestros ojos más que
pequeños favores. Siempre habéis mirado las bendiciones temporales
que ha derramado hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos
de su bondad hacia vosotros; pero entonces veréis claramente que
nunca os amó tanto como cuando trastornó todo lo que había hecho
para vuestra prosperidad, y que si había sido liberal al daros las
riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha sido pródigo al
quitaros todos estos bienes.
No hablo de los méritos que se adquieren por la paciencia; por lo
general, es cierto que se gana más para el cielo en un día de
adversidad que durante varios años pasados en la alegría, por santo
que sea el uso que se haga de ella.
Todo el mundo conoce que la prosperidad nos debilita; y es mucho
cuando un hombre dichoso, según el mundo, se toma la pena de pensar
en el Señor una o dos veces por día; las ideas de los bienes
sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su espíritu que
olvida con mucho lodo lo demás. Por el contrario la adversidad nos
lleva de un modo natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante
esta visión, suavizar la amarga impresión de nuestros males. Sé que
se puede glorificar a Dios en toda clase de estados y que no deja de
honrarle la vida de un cristiano que le sirve en una alegre fortuna;
pero ¡quién asegura que este cristiano le honra tanto como el hombre
que le bendice en los sufrimientos! Se puede decir que el primero es
semejante a un cortesano asiduo y regular, que no abandona nunca a
su príncipe, que le sigue al consejo, que todo lo hace a gusto, que
hace honor a sus fiestas; pero que el segundo es como un valiente
capitán, que toma las ciudades para su rey, que le gana las
batallas, a través de mil peligros y a precio de su sangre, que
lleva lejos la gloria de las armas de su señor y los límites de su
imperio.
Del mismo modo, un hombre que disfruta de una salud robusta, que posee grandes
riquezas, que vive en honor, que tiene la estima del mundo, si este hombre usa
como debe de todas estas ventajas, si las recibe con agradecimiento, si las
refiere a Dios como a su divino Maestro por una conducta tan cristiana; pero si
la Providencia le despoja de todos estos bienes, si le consume de dolores y de
miserias y si en medio de tantos males, persevera en los mismos sentimientos, en
las mismas acciones de gracias, si sigue al Señor con la misma prontitud y la
misma docilidad, por un camino tan difícil, tan opuesto a sus inclinaciones,
entonces es cuando publica las grandezas de Dios y la eficacia de su gracia, del
modo más generoso y brillante.
OCASIONES DE MÉRITOS Y DE SALVACIÓN
Juzgad de ahí la gloria que deben esperar de Jesucristo las personas
que le habrán glorificado en un camino tan espinoso. Entonces será
cuando nosotros reconoceremos cuánto nos habrá amado Dios, dándonos
las ocasiones de merecer una recompensa tan abundante; entonces nos
reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que
debería aumentar nuestra felicidad; de haber gemido, de haber
suspirado, cuando deberíamos habernos alegrado; de haber dudado de
la bondad de Dios, cuando nos daba las señales más seguras. Si un
día han de ser así nuestros sentimientos, ¿por qué no entrar desde
hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en
medio de los males de esta vida, si estoy seguro que en el cielo le
daré gracias eternas?
Todo esto nos hace ver que sea cuál sea el modo como vivamos
deberíamos recibir siempre toda adversidad con alegría. Si somos
buenos, la adversidad nos purifica y nos vuelve mejores, nos llena
de virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos corrige y nos
obliga a ser virtuosos.
III. Recurso a la oración
Es extraño que habiéndose comprometido Jesucristo tan a menudo y tan solemnemente a atender todos nuestros votos, la mayor parte de los cristianos se quejan todos los días de no ser escuchados. Pues, no se puede atribuir la esterilidad de nuestras oraciones a la naturaleza de los bienes que pedimos, ya que no ha exceptuado nada en sus promesas: Omnia quaecumque Orantes petitis credite quia accipietis (creed que obtendréis cuanto pidiereis por la oración). Tampoco se puede atribuir esta esterilidad a la indignidad de los que piden, pues lo ha prometido a toda clase de personas sin excepción: Omnis qui petit accipit (quien pide, recibe). ¿De dónde puede venir que tantas oraciones nuestras sean rechazadas? ¿Quizás no se deba a que como la mayor parte de los hombres son igualmente insaciables e impacientes en sus deseos, hacen demandas tan excesivas o con tanta urgencia que cansan, que desagradan al Señor o por su indiscreción o por su importunidad? No, no; la única razón por la que obtenemos tan poco de Dios es porque le pedimos demasiado poco y con poca insistencia.
Es cierto que Jesucristo nos ha prometido de parte de su Padre, concedernos
todo, incluso las cosas mas pequeñas; pero nos ha prescrito observar un orden en
todo lo que pedimos y, sin la observancia de esta regla, en vano esperaremos
obtener nada. En San Mateo se nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su
justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura: Quaerite primum regnum Dei,
et haec omnia adicientur vobis.
PARA OBTENER BIENES
No se os prohíbe desear las riquezas, y todo lo que es necesario
para vivir, incluso para vivir bien; pero hay que desear estos
bienes en su rango, y si queréis que todos vuestros deseos a este
respecto se cumplan infaliblemente, pedid primero las cosas más
importantes, a fin de que se añadan las pequeñas al daros las
mayores.
He aquí exactamente lo que le sucedió a Salomón.
Dios le había dado
la libertad de pedir todo lo que quisiera, él le suplicó de
concederle la sabiduría, que necesitaba para cumplir santamente con
sus deberes de la realeza.
No hizo ninguna mención ni de los tesoros
ni de la gloria del mundo; creyó que haciéndole Dios una oferta tan
ventajosa tendría la ocasión de obtener bienes considerables.
Su
prudencia le mereció en seguida lo que pedía e incluso lo que no
pedía.
Quia postulasti verbum hoc, et non petisti tibi dies multos,
nec divitias..., ecce feci tibi secundum sermones tuos: Te concedo
de gusto esta sabiduría porque me la has pedido, pero no dejaré de
colmarte de años, de honores y de riquezas, porque no me has pedido
nada de todo esto: Sed et haec quae non postulasti, divitias
scilicet et gloriam.
Si este es el orden que Dios observa en la distribución de sus
gracias, no nos debemos extrañar que hasta ahora hayamos orado sin
éxito. Os confieso que a menudo estoy lleno de compasión cuando veo
la diligencia de ciertas personas, que distribuyen limosnas, que
hacen promesa de peregrinaciones y ayunos, que interesan hasta a los
ministros del altar para el éxito de sus empresas temporales.
¡Hombres ciegos, temo que roguéis y que hagáis rogar en vano! Hay
que hacer estas ofrendas, estas promesas de ayunos y
peregrinaciones, para obtener de Dios una entera reforma de vuestras
costumbres, para obtener la paciencia cristiana, el desprecio del
mundo, el desapego de las criaturas; tras estos primeros pasos de un
celo regulado, hubierais podido hacer oraciones por el
restablecimiento de vuestra salud y por el progreso de vuestros
negocios; Dios hubiera escuchado estas oraciones, o mejor, las
hubiera prevenido y se hubiera contentado de conocer vuestros deseos
para cumplirlos.
Sin estas gracias primeras, todo lo demás podría ser perjudicial y
de ordinario así es; he aquí por qué somos rechazados.
Murmuramos,
acusamos al Cielo de dureza, de poca fidelidad en sus promesas.
Pero
nuestro Dios es un Padre lleno de bondad, que prefiere sufrir
nuestras quejas y nuestras murmuraciones, antes que apaciguarías con
presentes que nos serían funestos.
PARA APARTAR LOS MALES
Lo que he dicho de los bienes, lo digo también de los males de que
deseamos vernos libres.
Alguien dirá que él no suspira por una gran
fortuna, que se contentaría con salir de esta extrema indigencia en
la que sus desgracias lo han reducido; deja la gloria y la alta
reputación para los que la ansían, desearía tan sólo evitar el
oprobio en que le sumergen las calumnias de sus enemigos; en fin,
puede pasarse de los placeres, pero sufre dolores que no puede
soportar; desde hace tiempo está rogando, pide al Señor con
insistencia a ver si quiere suavizarlos; pero le encuentra
inexorable.
No me sorprende; tenéis males secretos mucho mayores que
los males de que os quejáis, sin embargo son males de los que no
pedís ser librados; si para conseguirlo hubierais hecho la mitad de
las oraciones que habéis hecho para ser curados de los males
exteriores, haría ya mucho tiempo que hubierais sido librados de los
unos y de los otros.
La pobreza os sirve para mantener en humildad a
vuestro espíritu, orgulloso por naturaleza; el apego extremo que
tenéis por el mundo os hace necesarias estas medicinas que os
afligen; en vosotros las enfermedades son como un dique contra la
inclinación que tenéis por el placer, contra esta pendiente que os
arrastraría a mil desgracias.
El descargaros de estas cruces, no
sería amados, sino odiaros cruelmente, a no ser que os concedan las
virtudes que no tenéis.
Si el Señor os viera con cierto deseo de
estas virtudes, os las concedería sin dilación y no sería necesario
pedir el resto.
NO SE PIDE BASTANTE
Ved cómo por no pedir bastante, no recibimos nada, porque Dios no
podría limitar su liberalidad a pequeños objetos, sin perjudicarnos
a nosotros mismos.
Os ruego observéis que no digo que no se puedan
pedir prosperidades temporales sin ofenderle, y pedir ser liberados
de las cruces bajo las que gemimos; sé que para rectificar las
oraciones por las que se solicita este tipo de gracias basta con
pedirlas con la condición de que no sean contrarias ni a la gloria
de Dios, ni a nuestra propia salvación; pero como es difícil que sea
glorioso a Dios el escucharos o útil para vosotros, si no aspiráis a
mayores dones, os digo que en tanto os contentéis con poco, corréis
el riesgo de no obtener nada.
¿Queréis que os dé un buen método para pedir la felicidad incluso
temporal, método capaz de forzar a Dios para que os escuche? Decidle
de todo corazón: Dios mío, dadme tantas riquezas que mi corazón sea
satisfecho o inspiradme un desprecio tan grande que no las desee
más; libradme de la pobreza o hacédmela tan amable que la prefiera a
todos los tesoros de la tierra; que cesen estos dolores, o lo que
será aún más glorioso para Vos, haced que cambien en delicias para
mí y que lejos de afligirme y de turbar la paz de mi alma lleguen a
ser, a su vez, la fuente más dulce de alegría.
Podéis descargarme de la cruz; podéis dejármela, sin que sienta el peso.
Podéis extinguir el fuego que me quema; podéis hacer, que en lugar de apagarlo para
que no me queme, me sirva de refrigerio, como lo fue para los
jóvenes hebreos en el horno de Babilonia.
Os pido lo uno o lo otro.
¿Qué importa el modo como yo sea feliz?
Si lo soy por la posesión de
los bienes terrestres, os daré eternas acciones de gracias; si lo
soy por la privación de estos mismos bienes, será un prodigio más
gloria a vuestro nombre quedará estaré aún más reconocido.
He aquí una oración digna de ser ofrecida a Dios por un verdadero cristiano.
Cuando roguéis de este modo, ¿sabéis cuál es el efecto de vuestros votos? En
primer lugar estaréis contento suceda lo que suceda; ¿acaso desean otra cosa los
que están deseosos de bienes temporales que estar contentos? En segundo lugar,
no solamente no obtendréis infaliblemente una de las dos cosas que habéis
perdido, sino que ordinariamente obtendréis las dos.
Dios os concederá el
disfrute de las riquezas; y para que las poseáis sin apego y sin peligro, os
inspirará a la vez un desprecio saludable.
Pondrá fin a vuestros dolores, y
además os dejará una sed ardiente que os dará el mérito de la paciencia, sin que
sufráis.
En una palabra, os hará felices en esta vida y temiendo que vuestra
dicha no os corrompa, os hará conocer y sentir la vanidad.
¿Se puede desear algo
más ventajoso? Nada, sin duda.
Pero como una ventaja tan preciosa es digna de
ser pedida, acordaos también que merece ser pedida con insistencia.
Pues la
razón por la que se obtiene tan poco, no es solamente porque se pide poco, es
también porque, se pida poco o mucho, no se pide bastante.
PERSEVERANCIA EN LA ORACIÓN
¿Queréis que todas vuestras oraciones sean eficaces infaliblemente?
¿Queréis forzar a Dios a satisfacer todos vuestros deseos? En primer
lugar digo que no hay que cansarse de orar.
Los que se cansan
después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o de
confianza; y de este modo no merecen ser escuchados.
Parece como si
pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si
fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que
se complace en los humildes? ¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os
permite sufrir que os hagan volver más de una vez para la misma
cosa? Es tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar
tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos.
Cuando se concibe verdaderamente hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se
cree uno rechazado, jamás se podría creer que desee quitarnos toda esperanza.
Pienso, lo confieso, que cuando veo que más me hace insistir Dios en pedir una
misma gracia, más siento crecer en mí la esperanza de obtenerla; nunca creo que
mi oración haya sido rechazada, hasta que me doy cuenta de que he dejado de
orar; cuando tras un año de solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como
tenía al principio, no dudo del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder
valor después de tan larga espera, creo tener motivo para regocijarme, porque
estoy persuadido que seré tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me
haya dejado rogar.
Si mis primeras instancias hubieran sido totalmente inútiles,
jamás hubiera reiterado los mismos votos, mi esperanza no se hubiera sostenido;
ya que mi asiduidad no ha cesado, es una razón para mi el creer que seré pagado
liberalmente.
En efecto, la. conversión de san Agustín no fue concedida a santa Mónica hasta
después de diez y seis años de lágrimas; pero también fue una conversión
incomparablemente más perfecta que la que había pedido.
Todos sus deseos se
limitaban a ver reducida la incontinencia de este joven en los límites del
matrimonio, y tuvo el placer de verle abrazar los más elevados consejos de
castidad evangélica.
Había deseado solamente que se bautizara, que fuera
cristiano, y ella le vio elevado al sacerdocio, a la dignidad episcopal.
En fin, ella sólo pedía a Dios verle salir de la herejía y Dios hizo de él la
columna de la Iglesia y el azote de los herejes de su tiempo.
Si después de un
año o dos de oraciones, esta piadosa madre se hubiera desanimado, si después de
diez o doce años, viendo que el mal crecía cada día, que este hijo desgraciado
se comprometía cada día en nuevos errores, en nuevos excesos, que a la impureza
había añadido la avaricia y la ambición; silo hubiera abandonado todo entonces
por desesperación, ¡cuál hubiera sido su ilusión! ¿Qué agravio no hubiera hecho
a su hijo? ¡De qué consolación no se hubiera privado ella misma! ¡De qué tesoro
no hubiera frustrado a su siglo y a todos los siglos venideros!
UNA CONFIANZA OBSTINADA
Para terminar, me dirijo a aquellas personas que veo inclinadas a
los pies del altar, para obtener estas preciosas gracias que Dios
tiene tanta complacencia en vernos pedir.
Almas dichosas, a quienes
Dios da a conocer la vanidad de las cosas mundanas, almas que gemís
bajo el yugo de vuestras pasiones y que rogáis para ser librados de
ellas, almas fervientes que estáis inflamadas del deseo de amar a
Dios y de servirle como los santos le han servido y usted que
solicita la conversión de este marido, de esta persona querida, no
os canséis de rogar, sed constantes, sed infatigables en vuestras
peticiones; si se os rechaza hoy, mañana lo obtendréis todo; si no
obtenéis nada este año, el año próximo os será más favorable; sin
embargo, no penséis que vuestros afanes sean inútiles: Se lleva la
cuenta de todos vuestros suspiros, recibiréis en proporción al
tiempo que hayáis empleado en rogar; se os está amasando un tesoro
que os colmará de una sola vez, que excederá a todos vuestros
deseos.
Es necesario descubriros hasta el fin los resortes secretos de la
Providencia: La negativa que recibís ahora no es más que un
fingimiento del que Dios se sirve para inflamar más vuestro fervor.
Ved cómo obra respecto a la Cananea, cómo rehúsa verla y oírla, cómo
la trata de extranjera y más duramente aún.
¿No diréis que la
importunidad de esta mujer le irrita más y más? Sin embargo, dentro
de Él, la admira y está encantado de su confianza y de su humildad;
y por esto la rechaza.
¡Oh clemencia disfrazada, que toma la máscara
de la crueldad con qué ternura rechazas a los que más quieres
escuchar! Guardaos de dejaros sorprender; al contrario, urgid tanto
más cuanto más os parezca que sois rechazados.
Haced como la Cananea, servios contra Dios mismo de las razones que
pueda tener para rechazaros.
Es cierto debéis decir, que favorecerme
sería dar a los perros el pan de los hijos, no merezco la gracia que
pido, pero tampoco pretendo que se me conceda por mis méritos, es
por los méritos de mi amable Redentor.
Si, Señor, debéis temer que
haya más consideración a mi indignidad que a vuestra promesa, y que
queriendo hacerme justicia os engañéis a vos mismo.
Si fuera más
digno de vuestros beneficios, os seria menos glorioso el hacerme
partícipe de ellos.
No es justo hacer favores a un ingrato; ¡oh,
Señor!, no es vuestra justicia lo que yo imploro, sino vuestra
misericordia.
¡Mantén tu ánimo! dichoso de ti que has comenzado a
luchar tan bien contra Dios; no le dejes tranquilo; le agrada la
violencia que le hacéis, quiere ser vencida.
Haceos notar por
vuestra importunidad, haced ver en vosotros un milagro de
constancia; forzad a Dios a dejar el disfraz y a deciros con
admiración:
Magna est fides tua, fiat tibi sicut vis: Grande es tu fe; confieso
que no puedo resistirte más; vete, tendrás lo que deseas, tanto en
esta vida como en la otra.
III. EJERCICIO PARTICULAR DE CONFORMIDAD CON LA DIVINA PROVIDENCIA
 
La práctica de este piadoso ejercicio es de suma importancia, a causa de las preciosas ventajas que extraen siempre las personas que lo realizan bien. 1. Actos de fe, de esperanza y de caridad
I. En primer lugar se hace un acto de fe en la Providencia divina.
Se
intenta penetrarse bien de esta verdad de que Dios toma un cuidado
continuo y muy atento, no solamente de todas las cosas en general,
sino también de cada una en particular, de nosotros sobre todo, de
nuestra alma, de nuestro cuerpo, de todo lo que nos interesa; que su
solicitud, a la que nada escapa, se extiende a nuestra reputación, a
nuestros trabajos, a nuestras necesidades de toda clase, a nuestra
salud como a nuestras enfermedades, a nuestra vida como a nuestra
muerte y hasta al menor de nuestros cabellos que no puede caer sin su
permiso.
II. Luego del acto de fe, se hace un acto de esperanza.
Entonces, se
excita uno a una firme confianza en que esta Providencia divina
proveerá a todo lo que nos concierne, que nos dirigirá, nos defenderá
con una vigilancia y una afección más que paternal y nos gobernará de
tal modo que suceda lo que suceda, si nos sometemos a su dirección,
todo nos será favorable y volverá en bien nuestro, incluso las cosas
que parezcan más contrarias.
III. A estos dos actos hay que añadir el de la caridad.
Se testimonia a
la divina Providencia el más vivo afecto, el amor más tierno, como un
niño lo testimonia a su buena madre refugiándose en sus brazos; se hacen
protestas de un amor absoluto por todos sus designios, por impenetrables
que sean, sabiendo que son el fruto de una sabiduría infinita que no
puede equivocarse y de una bondad soberana que no puede querer más que
la perfección de sus criaturas; se hace de tal modo que este aprecio sea
bastante práctico para disponemos a hablar de buena gana de la
Providencia e incluso a tomar su defensa altamente contra los que se
permitan negarla o criticaría.
2. Acto de filial abandono a la Providencia
Después de haber renovado muchas veces estos actos y de haberse penetrado bien de ellos, el alma se abandona a la divina Providencia, reposa y duerme dulcemente en sus brazos, como un niño en los brazos de su madre. Hace suyas entonces aquellas palabras de David: En paz me duermo luego que me acuesto porque tú, Señor, me das seguridad (Sal. 4, 9-10). O bien dirá con el mismo profeta: El Señor es mi Pastor; nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas, por amor de su nombre y por mi perfección. ¡Oh mi Señor! guiado por vuestra mano y cubierto por vuestra protección, aunque haya de pasar por un valle tenebroso, en medio de mis enemigos, no temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mi una mesa, enfrente de mis enemigos. Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y estaré en la casa del Señor por muy largos años (Sal. 22). Llena de la alegría que le inspira también suaves palabras el alma recibe con respeto a esta dichosa disposición, todos los acontecimientos presentes de manos de la divina Providencia y espera todos los venideros con una dulce tranquilidad de espíritu, con una paz deliciosa. Vive como un niño, al abrigo de toda inquietud. Pero esto no quiere decir que ella permanezca en una espera ociosa de las cosas teniendo necesidad de ellas o que descuide el aplicarse a los asuntos que se presenten. Al contrario, hace por su parte, todo lo que depende de su mano, para llevarlos bien, emplea en ellos todas sus facultades; pero sólo se da a tales cuidados bajo la dirección de Dios, no mira su propia previsión más que como sometida enteramente a la de Dios y le abandona la libre disposición de todo, no esperando otro éxito que el que está en los designios de la voluntad divina.
3. Utilidad de este ejercicio
¡Oh! ¡Cuánta gloria y honor da a Dios el alma dispuesta de este
modo!
Verdaderamente es una gran gloria para Él el tener una criatura tan apegada a su
Providencia, tan dependiente de su conducta, llena de una esperanza tan firme y
disfrutando de un reposo de espíritu tan profundo en espera de lo que tenga a
bien enviarle. Y también, ¡cuánto cuidado no tomará Dios de tal alma! Él vela
sobre las menores cosas que le interesan: Inspira a los hombres establecidos
para gobernarla todo lo que es necesario para dirigirla bien; y si por el motivo
que sea, esos hombres quisieran obrar en relación con ella de un modo que le
fuera perjudicial, Él haría surgir obstáculos a sus designios por caminos
secretos e inesperados y les forzaría a adoptar lo que sería más ventajoso para
esta alma querida.
El Señor guarda a cuantos le aman (Sal. 144,20). Si la Escritura da ojos a este
Dios de bondad, es para velar por ellos; si le atribuye orejas es para
escucharlos; si manos, es para defenderlos. Y quien les toque, toca al Señor en
la niña de los ojos. Los niños serán llevados a la cadera, dice el Señor por
boca del profeta Isaías, y serán acariciados sobre las rodillas. Como consuela
una madre a su hijo, así os consolaré yo a vosotros (Is. 66, 12-13). En Oseas:
Yo enseñé a andar a Efraín, le llevé en brazos (Os. 11,3). Mucho tiempo antes
Moisés había dicho: En el desierto has visto como te ha llevado el Señor, tu
Dios, como lleva un hombre a su hijo, por todo el camino que habéis recorrido
hasta llegar a este lugar (Deut. 1, 31). También dice Dios en Isaías: Mamarás a
los pechos de los reyes, recibirás un alimento delicioso y divino, y sabrás,
mediante una dulce experiencia, con qué solicitud Yo, el Señor, soy tu Salvador
(Is. 60, 16). ¡ Oh! ¡ dichosa situación para un alma!
En la persona de Noé se encuentra una imagen sensible de la felicidad que gusta
el que se abandona completamente a Dios. Noé estaba en reposo y en paz en el
arca con los leones, los tigres, los osos porque Dios le conducía mientras que
las espantosas lluvias caían del cielo y en medio del trastorno general de los
elementos y de toda la naturaleza. Por el contrario, los demás estaban en la más
extraña confusión de cuerpo y de espíritu, perdían sus bienes, sus mujeres, sus
hijos y hasta ellos mismos se perdían, tragados despiadadamente por las olas.
Del mismo modo el alma que se abandona a la Providencia, que le deja el timón de
su barca, boga con tranquilidad en el océano de esta vida, en medio de las
tempestades del cielo y de la tierra, mientras que los que quieren gobernarse
ellos mismos el Sabio los llama almas en tinieblas, excluidas de tu eterna
Providencia (Sab. 17, 1-2) están en continua agitación y, no teniendo por piloto
más que su voluntad inconstante y ciega, acaban en un funesto naufragio después
de haber sido el juguete de los vientos y de la tempestad.
Abandonémonos completamente a la divina Providencia, dejémosle todo el poder de
disponer de nosotros; comportémonos como sus verdaderos hijos, sigámosla con
verdadero amor como a nuestra madre; confiémonos a ella en todas nuestras
necesidades, esperemos sin inquietud que aporte los remedios de su caridad. En
fin, dejémosla obrar y ella nos proveerá de todo en el tiempo, en el lugar y del
modo más conveniente; ella nos conducirá por caminos admirables al reposo del
espíritu y a la dicha a que estamos llamados a gozar incluso desde esta vida,
como un anticipo de la eterna felicidad que nos ha sido prometida.
Santa maria: Perpetuo socorro.