Santa María
Virgen Madre
Reina
Nuestra confianza en María es inmensa por ser ella nuestra Madre
1. María es realmente Madre nuestra
No es por casualidad ni en vano los devotos de María la llaman Madre.
Diríase que no saben invocarla con otro nombre y no se cansan de llamarla siempre
madre.
Madre sí, porque de veras es ella nuestra madre, no carnal, sino espiritual,
de nuestra alma y de nuestra salvación.
Cuando el pecado privó a nuestras almas de la gracia les privó también de
la vida.
Y habiendo quedado miserablemente muertas, vino Jesús nuestro redentor,
y con un exceso de misericordia y de amor nos recuperó esta vida perdida con su
muerte en la cruz, como él mismo lo declaró: “Vine para que tengan vida, y la tengan
en abundancia” (Jn 10, 10).
“En abundancia”, porque como dicen los teólogos,
Jesucristo con su redención nos trajo bienes capaces de reparar absolutamente los
daños que nos causó Adán con su pecado.
Y así, reconciliándonos con Dios, se
convirtió en padre de nuestras almas en la nueva ley de la gracia, como ya lo había
predicho el profeta: “Padre del siglo futuro, príncipe de la paz” (Is 9, 6).
Pues si
Jesús es el padre de nuestras almas, María es la madre, porque dándonos a Jesús
nos dio la verdadera vida, y ofreciendo en el Calvario la vida de su Hijo por nuestra
salvación fue como darnos a luz y hacernos nacer a la vida de la gracia.
2. María, Madre nuestra por serlo de Jesús
En dos momentos distintos, enseñan los santos padres, se demostró que
María era nuestra madre espiritual; primero, cuando mereció concebir en su seno
virginal al Hijo de Dios, como dice san Alberto Magno.
Y más claramente san
Bernardino de Siena, quien lo explica así: Cuando la santísima Virgen dio su
consentimiento a la anunciación del ángel de que el Verbo eterno esperaba su
aprobación para hacerse su Hijo, al dar su asentimiento pidió a Dios, con inmenso
amor, nuestra salvación; y de tal manera se empeño en procurárnosla, que ya desde
entonces nos llevó en su seno como amorosísima y verdadera madre.
Dice san
Lucas en el capítulo 2, versículo 7, hablando del nacimiento de nuestro Salvador,
que María dio a luz a su primogénito. Así que, dice al autor, si el evangelista afirma
que entonces dio a luz a su primogénito, ¿se habrá de suponer que tuvo otros hijos?
Pero es de fe que María no tuvo otros hijos según la carne fuera de Jesús; luego
debió tener otros hijos espirituales, y éstos somos todos nosotros.
Esto mismo
reveló el Señor a santa Gertrudis, la cual, leyendo un día dicho pasaje del Evangelio
estaba confusa, no pudiendo entender cómo siendo María madre solamente de
Jesucristo, se puede decir que éste fue su primogénito. Pero Dios le explicó que
Jesús fue su primogénito según la carne, pero los hombres son sus hijos según el
espíritu.
Con esto se comprende lo que se dice de María en los Sagrados cantares:
“Es tu vientre como montoncito de trigo cercado de azucenas” (Ct 7, 2). Lo explica
san Ambrosio, y dice que si bien en el vientre purísimo de María hubo un solo grano
de trigo, que fue Jesucristo, sin embargo, se dice montoncito de trigo, porque en
aquel sólo grano de trigo estaban contenidos todos los elegidos, de los que María
debía ser la madre.
Por esto escribió el abad Guillermo: “En este único fruto, Jesús,
único salvador de todos, María dio a luz a muchos para la salvación. Dando a luz a
la vida, dio a luz a muchos para la vida”.
3. María, Madre nuestra por su dolor al pie de la cruz
El segundo momento en que María nos engendró a la gracia fue cuando en
el Calvario ofreció al eterno Padre, con tanto dolor la vida de su amado Hijo por
nuestra salvación. Es entonces, asegura san Agustín, cuando habiendo cooperado
con su amor para que los fieles nacieran a la vida de la gracia, se hizo igualmente
con esto madre espiritual de todos nosotros, que somos miembros de nuestra
cabeza, Jesús.
Es lo mismo que significa lo que dice la Virgen de sí misma en el
Cantar de los cantares: “Pusiéronme a guarda de viñas; y mi propia viña no guardé”
(Ct 1, 5).
María, por salvar nuestras almas, consintió que se sacrificara la vida de su
Hijo. ¿Y quién era el alma de María sino su Jesús, que era su vida y todo su amor?
Por esto le anunció el anciano Simeón que un día su bendita alma se vería
traspasada de una espada muy dolorosa. “Y tu misma alma será traspasada por una
espada de dolor” (Lc 2, 35).
Esa espada fue la lanza que traspasó el costado de
Cristo, que era el alma de María.
En aquella ocasión, con sus dolores, nos dio a luz
para la vida eterna, por lo que todos podemos llamarnos hijos de los dolores de
María. Nuestra madre amorosísima estuvo siempre y del todo unida a la voluntad de
Dios, por lo que -dice san Buenaventura- siendo ella el amor del eterno Padre hacia
los hombres que aceptó la muerte de su Hijo por nuestra salvación, y el amor del
Hijo al querer morir por nosotros para identificarse con este amor excesivo del Padre
y del Hijo hacia los hombres, ella también, con todo su corazón, ofreció y consintió
que su Hijo muriera para que todos nos salváramos.
Es verdad que Jesús, al morir por la redención del género humano, quiso
ser solo. “Yo solo pisé el lagar” (Is 63, 3); pero conociendo el gran deseo de María
de dedicarse ella también a la salvación de los hombres, dispuso que también ella,
con el sacrificio y con el ofrecimiento de la vida de Jesús, cooperase a nuestra
salvación y así llegara a ser madre de nuestras almas. Esto es aquello que quiso
manifestar nuestro Salvador cuando, antes de expirar, mirando desde la cruz a la
madre y al discípulo Juan que estaba a su lado, dijo a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”
(Jn 19, 26); como si le dijese: Este es el hombre que por el ofrecimiento que tú has
hecho de mi vida por su salvación, ahora nace a la gracia.
Y después, mirando al
discípulo dijo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27).
Con cuyas palabras, dice san
Bernardino de Siena, María quedó convertida no sólo en madre de Juan, sino de
todos los hombres, en razón del amor que ella les tuvo. Por eso -advierte Silveira que
el mismo san Juan, al anotar este acontecimiento en el Evangelio, escribe:
“Después dijo al discípulo: He aquí a tu madre”. Hay que anotar que Jesucristo no le
dijo esto a Juan, sino al discípulo, para demostrar que el Salvador asignó a María
por madre de todos los que siendo cristianos llevan el nombre de discípulos suyos.
4. María ejerce su maternal protección
“Yo soy la madre del amor hermoso” (Ecclo 24, 24), dice María; porque su
amor, dice un autor, hace hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue
como madre amorosa recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura
su bien como tú, dulcísima reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en
todo? Más -sin comparación, dice san Buenaventura- que la madre que nos dio a
luz, nos amas y procuras nuestro bien.
¡Dichosos los que viven bajo la protección de una madre tan amante y
poderosa! El profeta David, aun cuando no había nacido María, ya buscaba la
salvación de Dios proclamándose hijo de María, y rezaba así: “Salva al hijo de tu
esclava” (Sal 85, 16).
¿De qué esclava -exclama san Agustín- sino de la que dijo:-
He aquí la esclava del Señor? ¿Y quién tendrá jamás la osadía -dice el cardenal
Belarmino- de arrancar estos hijos del seno de María cuando en él se han refugiado
para salvarse de sus enemigos? ¿Qué furias del infierno o qué pasión podrán
vencerles si confían en absoluto en la protección de esta sublime madre?
Cuentan de la ballena que cuando ve a sus hijos en peligro, o por la
tempestad o por los pescadores, abre la boca y los guarda en su seno. Esto mismo,
dice Novario, hace la piadosísima madre con sus hijos. Cuando brama la tempestad
de las tentaciones, con materno amor como que los recibe y abriga en sus propias
entrañas, hasta que los lleva al puerto seguro del cielo.
Madre mía amantísima y
piadosísima, bendita seas por siempre y sea por siempre bendito el Dios que nos ha
dado semejante madre como seguro refugio en todos los peligros de la vida.
La Virgen reveló a santa Brígida que así como una madre si viera a su hijo
entre las espadas de los enemigos haría lo imposible por salvarlo, así obro yo con
mis hijos, por muy pecadores que sean, siempre que a mí recurran para que los
socorra. Así es como venceremos en todas las batallas contra el infierno, y
venceremos siempre con toda seguridad recurriendo a la madre de Dios y madre
nuestra, diciéndole y suplicándole siempre: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa
madre de Dios”.
¡Cuántas victorias han conseguido sobre el infierno los fieles sólo
con acudir a María con esta potentísima oración! La sierva de Dios sor María del
Crucificado, benedictina, así vencía siempre al demonio.
5. María invita a la confianza por su eficaz protección
Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabe que ella
acepta por hijos suyos a los que quieren ser.
¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y
defiende? Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta
buena madre y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mía? Nada; que la causa
de tu eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que
es tu hermano, y de María, que es tu madre.
Con este mismo modo de pensar se
anima san Anselmo y exclama: “¡Oh dichosa confianza, oh refugio mío, Madre de
Dios y Madre mía! ¡Con cuánta certidumbre debemos esperar cuando nuestra
salvación depende de tan buen hermano y de tan buena madre!”
Esta es nuestra madre que nos llama y nos dice: “Si alguno se siente como
niño pequeño, que venga a mí (Pr 9, 4).
Los niños tienen siempre en los labios el
nombre de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre, madre!
- Oh María dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que nosotros,
como niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que recurramos
siempre a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a todos tus hijos
que han acudido a ti.