Místicos
HISTORIA DE UN ALMA Santa Teresita de Lisieux
MANUSCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS
Manuscrito «A»
Manuscrito «B»
Manuscrito «C»
ÍNDICE
Manuscrito «A»
MANUSCRITO DEDICADO A LA REVERENDA MADRE INÉS DE JESÚS
CAPÍTULO I: ALENÇON (1873 - 1877)
CAPÍTULO II: EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)
CAPÍTULO III: AÑOS DOLOROSOS (1881 - 1883)
CAPÍTULO IV: PRIMERA COMUNIÓN - EN EL COLEGIO (1883-1886)
CAPÍTULO V: DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD (1886-1887)
CAPÍTULO VI: EL VIAJE A ROMA (1887)
CAPÍTULO VII: PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO (1888-1890)
CAPÍTULO VIII: DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR
Manuscrito «B»
CARTA A SOR MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN
CAPÍTULO IX: MI VOCACIÓN: EL AMOR (1896)
Manuscrito «C»
MANUSCRITO DIRIGIDO A LA MADRE MARIA DE GONZAGA
CAPÍTULO X: LA PRUEBA DE LA FE
CAPÍTULO XI: LOS QUE USTED ME DIO
Manuscrito «A»
MANUSCRITO DEDICADO A LA REVERENDA MADRE INÉS DE JESÚS
CAPÍTULO I: ALENÇON (1873 - 1877)
El cántico de las Misericordias del Señor
Rodeada de amor
Viaje a Le Mans
Mi carácter
Yo lo escojo todo
CAPÍTULO II: EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)
Muerte de mamá
Lisieux
Delicadezas de papá
Primera confesión
Fiestas y domingos en familia
Visión profética
Trouville
CAPÍTULO III: AÑOS DOLOROSOS (1881 - 1883)
Alumna en la Abadía
Días de vacación
Primera comunión de Celina
Paulina en el Carmelo
Extraña enfermedad
La sonrisa de la Virgen
CAPÍTULO IV: PRIMERA COMUNION - EN EL COLEGIO (1883-1886)
Estampas y lecturas
Primera comunión
Confirmación
Enfermedad de los escrúpulos
Señora de Papinau
Hija de María
Nuevas separaciones
CAPÍTULO V: DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD (1886-1887)
La sangre de Jesús
Pranzini, mi primer hijo
La Imitación y Arminjon
Deseos de entrar en el Carmelo
Confidencia a mi padre
Mi tío cambia de opinión
Oposición del superior
Viaje a Bayeux
CAPÍTULO VI: EL VIAJE A ROMA (1887)
París: Nuestra Señora de las Victorias
Suiza
Milán, Venecia, Bolonia, Loreto
El coliseo y las catacumbas
Audiencia con León XIII
Nápoles, Asís, regreso a Francia
Tres meses de espera
CAPÍTULO VII: PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO (1888-1890)
Confesión con el P. Pichon
Teresa y sus superioras
La Santa Faz
Toma de hábito
Enfermedad de papá
Pequeñas virtudes
CAPÍTULO VIII: DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR
Toma de velo
Madre Genoveva de Santa Teresa
Epidemia de la gripe
Retiro del P. Alejo
Priorato de la madre Inés
Entrada de Celina
Fin del Manuscrito A
ESCUDO DE ARMAS Y SU EXPLICACIÓN
Manuscrito «B»
CARTA A SOR MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN
CAPÍTULO IX: MI VOCACION: EL AMOR (1896)
Los secretos de Jesús
J.M.J.T.
La Venerable Ana de Jesús
Todas las vocaciones
Arrojar flores
El pajarillo
El águila divina
Fin del Manuscrito B
Manuscrito «C»
MANUSCRITO DIRIGIDO A LA MADRE MARIA DE GONZAGA
CAPÍTULO X: LA PRUEBA DE LA FE
J.M.J.T.
Teresa y su priora
El ascensor divino
Primeras hemoptisis
La mesa de los pecadores
La vocación misionera
La caridad
CAPÍTULO XI: LOS QUE USTED ME DIO
Novicias y hermanos espirituales
Instrumentos de Dios
El pincelito
Poder de la oración y el sacrificio
Sor San Pedro
Los misioneros
Atráeme, y correremos
Fin del Manuscrito C
CAPÍTULO I
ALENÇON (1873-1877)
J.M.J.T.
Jesús
Enero de 1895
Historia primaveral de una Florecita blanca, escrita por ella misma y dedicada a
la Reverenda Madre Inés de Jesús.
El cántico de las Misericordias del Señor
A ti, Madre querida, a ti que eres doblemente mi madre, quiero confiar la
historia de mi alma... El día que me pediste que lo hiciera, pensé que eso
disiparía mi corazón al ocuparlo de sí mismo; pero después Jesús me hizo
comprender que, obedeciendo con total sencillez, le agradaría. Además, sólo
pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la
eternidad: «¡¡¡Las misericordias del Señor !!!»...
Antes de coger la pluma, me he arrodillado ante la imagen de María (la que
tantas pruebas nos ha dado de las predilecciones maternales de la Reina del
cielo por nuestra familia), y le he pedido que guíe ella mi mano para que no
escriba ni una línea que no sea de su agrado. Luego, abriendo el Evangelio, mis
ojos se encontraron con estas palabras: «Subió Jesús a una montaña y fue
llamando a los que él quiso, y se fueron con él» (San Marcos, cap. II, v. 13).
He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio
de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma... El no llama a los
que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: «Tendré
misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa
del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso» (Cta. a
los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).
Durante mucho tiempo me he preguntado por qué tenía Dios preferencias, por qué
no recibían todas las almas las gracias en igual medida. Me extrañaba verle
prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido, como san
Pablo o san Agustín, a los que forzaba, por así decirlo, a recibir sus gracias;
y cuando leía la vida de aquellos santos a los que el Señor quiso acariciar
desde la cuna hasta el sepulcro, retirando de su camino todos los obstáculos que
pudieran impedirles elevarse hacia él y previniendo a esas almas con tales
favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal,
me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en tan gran
número sin haber oído ni tan siquiera pronunciar el nombre de Dios...
Jesús ha querido darme luz acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro
de la naturaleza y comprendí que todas las flores que él ha creado son hermosas,
y que el esplendor de la rosa y la blancura del lirio no le quitan a la humilde
violeta su perfume ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que
si todas las flores quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala
primaveral y los campos ya no se verían esmaltados de florecillas...
Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. El ha
querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas;
pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de conformarse con ser
margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus
pies. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que
seamos...
Comprendí también que el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más
sencilla que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más
sublime. Y es que, siendo propio del amor el abajarse, si todas las almas se
parecieran a las de los santos doctores que han iluminado a la Iglesia con la
luz de su doctrina, parecería que Dios no tendría que abajarse demasiado al
venir a sus corazones. Pero él ha creado al niño, que no sabe nada y que sólo
deja oír débiles gemidos; y ha creado al pobre salvaje, que sólo tiene para
guiarse la ley natural. ¡Y también a sus corazones quiere él descender! Estas
son sus flores de los campos, cuya sencillez le fascina...
Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol
ilumina a la vez a los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese
en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma
personalmente, como si no hubiera más que ella. Y así como en la naturaleza
todas las estaciones están ordenadas de tal modo que en el momento preciso se
abra hasta la más humilde margarita, de la misma manera todo está ordenado al
bien de cada alma.
Seguramente, Madre querida, te estés preguntando extrañada adónde quiero ir a
parar, pues hasta ahora nada he dicho todavía que se parezca a la historia de mi
vida. Pero me has pedido que escribiera lo que me viniera al pensamiento, sin
trabas de ninguna clase. Así que lo que voy a escribir no es mi vida propiamente
dicha, sino mis pensamientos acerca de las gracias que Dios se ha dignado
concederme.
Me encuentro en un momento de mi existencia en el que puedo echar una mirada
hacia el pasado; mi alma ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e
interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y
veo que en mí se hacen realidad las palabras del salmo XXII: «El Señor es mi
pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia
fuentes tranquilas y repara mis fuerzas... Aunque camine por cañadas oscuras,
ningún mal temeré, ¡porque tú, Señor, vas conmigo!» Conmigo el Señor ha sido
siempre compasivo y misericordioso..., lento a la ira y rico en clemencia...
(Salmo CII, v. 8). Por eso, Madre, vengo feliz a cantar a tu lado las
misericordias del Señor... Para ti sola voy a escribir la historia de la
florecita cortada por Jesús. Por eso, te hablaré con confianza total, sin
preocuparme ni del estilo ni de las numerosas digresiones que pueda hacer. Un
corazón de madre comprende siempre a su hijo, aun cuando no sepa más que
balbucir. Por eso, estoy segura de que voy a ser comprendida y hasta adivinada
por ti, que modelaste mi corazón y que se lo ofreciste a Jesús...
Me parece que si una florecilla pudiera hablar, diría simplemente lo que Dios ha
hecho por ella, sin tratar de ocultar los regalos que él le ha hecho. No diría,
so pretexto de falsa humildad, que es fea y sin perfume, que el sol le ha robado
su esplendor y que las tormentas han tronchado su tallo, cuando está íntimamente
convencida de todo lo contrario.
La flor que va a contar su historia se alegra de poder pregonar las delicadezas
totalmente gratuitas de Jesús. Reconoce que en ella no había nada capaz de
atraer sus miradas divinas, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno
que hay en ella...
El la hizo nacer en una tierra santa e impregnada toda ella como de un perfume
virginal. El hizo que la precedieran ocho lirios deslumbrantes de blancura. El,
en su amor, quiso preservar a su florecita del aliento envenenado del mundo; y
apenas empezaba a entreabrirse su corola, este divino Salvador la trasplantó a
la montaña del Carmelo, donde los dos lirios que la habían rodeado de cariño y
acunado dulcemente en la primavera de su vida expandían ya su suave perfume...
Siete años han pasado desde que la florecilla echó raíces en el jardín del
Esposo de las vírgenes, y ahora tres lirios —contándola a ella— cimbrean allí
sus corolas perfumadas; un poco más lejos, otro lirio se está abriendo bajo la
mirada de Jesús. Y los dos tallos benditos de los que brotaron estas flores
están ya reunidos para siempre en la patria celestial... Allí se han encontrado
con los otros cuatro lirios que no llegaron a abrir sus corolas en la tierra...
¡Ojalá Jesús tenga a bien no dejar por mucho tiempo en tierra extraña a las
flores que aún quedan el destierro! ¡Ojalá que pronto el ramo de lirios se vea
completo en el cielo!
Rodeada de amor
Acabo, Madre, de resumir en pocas palabras lo que Dios ha hecho por mí. Ahora
voy a entrar en los detalles de mi vida de niña. Sé muy bien que donde cualquier
otro no vería más que un relato aburrido, tu corazón de madre encontrará
verdaderas delicias... Además, los recuerdos que voy a evocar son también tuyos,
pues a tu lado fue transcurriendo mi niñez y tengo la dicha de haber tenido unos
padres incomparables que nos rodearon de los mismos cuidados y del mismo cariño.
¡Que ellos bendigan a la más pequeña de sus hijas y le ayuden a cantar las
misericordias del Señor...!
En la historia de mi alma, hasta mi entrada en el Carmelo, distingo tres
períodos bien definidos. El primero, a pesar de su corta duración, no es el
menos fecundo en recuerdos. Se extiende desde el despertar de mi razón hasta la
partida de nuestra madre querida para la patria del cielo.
Dios me concedió la gracia de despertar mi inteligencia en muy temprana edad y
de que los recuerdos de mi infancia se grabasen tan profundamente en mi memoria,
que me parece que las cosas que voy a contar ocurrieron ayer. Seguramente que
Jesús, en su amor, quería hacerme conocer a la madre incomparable que me había
dado y que su mano divina tenía prisa por coronar en el cielo...
Durante toda mi vida, Dios ha querido rodearme de amor. Mis primeros recuerdos
están impregnados de las más tiernas sonrisas y caricias... Pero si él puso
mucho amor a mi lado, también lo puso en mi corazón, creándolo cariñoso y
sensible. Y así, quería mucho a papá y a mamá, y les demostraba de mil maneras
mi cariño, pues era muy efusiva.. Sólo que los medios que empleaba, a veces eran
raros, como lo demuestra este pasaje de una carta de mamá:
«La niña es un verdadero diablillo, que viene a acariciarme deseándome la
muerte: "¡Cómo me gustaría que te murieras, mamaíta...!" La riñen, y me dice:
"¡Pero si es para que vayas al cielo! ¿No dices que tenemos que morirnos para ir
allá?" Y cuando está con estos arrebatos de amor, desea también la muerte a su
padre».
Y mira lo que el 25 de junio de 1874, cuando yo tenía apenas 18 meses, decía
mamá de mí:
«Tu padre acaba de instalar un columpio. Celina está loca de contenta, ¡pero hay
que ver columpiarse a la pequeña! Es de risa; se sostiene como una jovencita, no
hay peligro de que suelte la cuerda, y cuando va demasiado despacio se pone a
gritar. La sujetamos por delante con otra cuerda, pero a pesar de todo yo no me
siento tranquila cuando la veo colgada allá arriba.
«Ultimamente me ocurrió una curiosa aventura con la pequeña. Tengo costumbre de
ir a la Misa de cinco y media. Los primeros días, no me atrevía a dejarla sola;
pero al ver que nunca se despertaba, me decidí a hacerlo. La acuesto en mi cama
y arrimo la cuna de manera que sea imposible que se caiga. Pero un día me olvidé
de acercar la cuna. Llego, y la pequeña ya no estaba en la cama. En ese mismo
momento escuché un grito; miro y la veo sentada en una silla que había frente a
la cabecera de mi cama, con la cabecita apoyada en el respaldo y durmiendo un
mal sueño, pues estaba enfadada. No puedo explicarme cómo pudo caer sentada en
aquella silla, pues estaba acostada. Di gracias a Dios de que no le hubiera
pasado nada; fue realmente providencial, pues debería haber caído rodando al
suelo. El ángel de la guarda ha velado por ella, y las almas del purgatorio, a
las que todos los días rezo una oración por la pequeña, la protegieron. Así me
explico yo lo sucedido..., tú explícatelo como quieras...».
Al final de la carta mamá añadía:
«Ahora la niña ha venido a pasarme la manita por la cara y a darme un beso. Esta
criatura no quiere dejarme ni un instante y no se aparta de mi lado. Le gusta
mucho salir al jardín, , pero si yo no estoy allí no quiere quedarse y se echa a
llorar y no para de hacerlo hasta que me la traen...»
(Y éste es un pasaje de otra carta):
«Teresita me preguntaba el otro día si iría al cielo. Yo le dije que sí, si se
portaba bien, y me contestó: "Ya, y si no soy buena, iré al infierno... Pero sé
muy bien lo que haré en ese caso: me echaré a volar contigo, que estarás en el
cielo, ¿y cómo se las arreglará Dios para cogerme...? Tú me apretarás muy
fuertemente entre tus brazos." Y leí en sus ojos que estaba firmemente
convencida de que Dios no podría hacerle nada mientras estuviese en brazos de su
madre...
«María quiere mucho a su hermanita, y dice que es muy buena. No es extraño, pues
esta criatura tiene miedo a darle el menor disgusto. Ayer quise darle una rosa,
pues sé que le gustan mucho, pero se puso a suplicarme que no la cortase, porque
María se lo había prohibido. Estaba excitadísima. No obstante, le di dos y no se
atrevía a aparecer por casa. En vano le decía que las rosas eran mías: "Que no,
decía ella, que son de María..."
«Es un niña que se emociona con gran facilidad. Cuando hace algún pequeño
desaguisado, todo el mundo tiene que saberlo. Ayer rasgó sin querer una
esquinita del empapelado y se puso que daba lástima, había que decírselo
enseguida a su padre. Cuando éste llegó, cuatro horas más tarde, ya nadie
pensaba en lo sucedido, pero ella fue corriendo a decirle a María: "Dile
enseguida a papá que he rasgado el papel". Y estaba allí como un criminal que
espera su condena; pero tiene su teoría de que, si se acusa, la perdonarán más
fácilmente».
Quería mucho a mi madrina.
Parecía que no, pero me fijaba mucho en todo lo que se hacía y se decía a mi
alrededor, y me parece que juzgaba ya las cosas como ahora. Escuchaba muy
atentamente lo que María enseñaba a Celina, para actuar yo como ella. Después
que salió de la Visitación, para obtener el favor de ser admitida en su cuarto
durante las clases que le daba a Celina, me portaba muy bien y hacía todo lo que
me mandaba. Por eso, me colmaban de regalos, que, pese a su escaso valor, me
hacían mucha ilusión.
Estaba muy orgullosa de mis dos hermanas mayores, pero mi ideal de niña era
Paulina... Cuando estaba empezando a hablar y mamá me preguntaba «¿En qué
piensas?», la respuesta era invariable: «¡En Paulina...!» Otras veces pasaba mi
dedito por el cristal de la ventana y decía: «Estoy escribiendo: ¡Paulina...!»
Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces,
sin saber lo que era eso, pensaba: Yo también seré religiosa. Es éste uno de mis
primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de intención... Fuiste tú,
Madre querida, la persona que Jesús escogió para desposarme con él; tú no
estabas entonces a mi lado, pero ya se había creado un lazo entre nuestras
almas... Tú eras mi ideal, yo quería parecerme a ti, y tu ejemplo fue lo que me
arrastró, desde los dos años de edad, hacia el Esposo de la vírgenes. ¡Cuántos
hermosos pensamientos quisiera confiarte! Pero tengo que continuar con la
historia de la florecilla, con su historia completa y general, pues si quisiera
hablar detalladamente de sus relaciones con «Paulina», ¡tendría que dejar de
lado todo lo demás...!
Mi querida Leonia ocupaba también un lugar importante en mi corazón. Me quería
mucho. Por las tardes, cuando toda la familia salía a dar un paseo, era ella
quien me cuidaba... Aún me parece estar escuchando las lindas tonadas que me
cantaba para dormirme... Buscaba la forma de contentarme en todo; por eso, me
habría dolido mucho darle algún disgusto. Me acuerdo muy bien de su primera
comunión, sobre todo del momento en que me cogió en brazos para hacerme entrar
con ella en la casa rectoral. ¡Me parecía tan bonito ser llevada en brazos por
una hermana mayor toda vestida de blanco como yo...! Por la noche, me acostaron
temprano, pues yo era muy pequeña para quedarme al solemne banquete; pero aún
estoy viendo a papá trayéndole, a los postres, a su reinecita unos trozos de
tarta...
Al día siguiente, o pocos días después, fuimos con mamá a casa de la compañerita
de Leonia. Creo que fue ese día cuando nuestra mamaíta nos llevó detrás de una
pared para hacernos beber un poco de vino después de la comida (que nos había
servido la pobre señora de Dagorau), pues no quería dejar en mal lugar a la
buena mujer pero tampoco quería que nos faltase nada... ¡Qué tierno es el
corazón de una madre! ¡Y cómo expresa su ternura en mil detalles previsores en
los que nadie pensaría...!
Ahora me falta hablar de mi querida Celina, la compañerita de mi infancia, pero
son tantos los recuerdos, que no sé cuáles elegir. Voy a extraer algunos pasajes
de las cartas que mamá te escribía a la Visitación, pero no voy a copiarlo todo,
pues sería demasiado largo...
El 10 de julio de 1873 (año de mi nacimiento), te decía:
«La nodriza trajo el jueves a Teresita. Se pasó todo el tiempo riendo. La que
más le gustó fue la pequeña Celina. Se reía con ella a carcajadas. Se diría que
ya tiene ganas de jugar, no tardará en hacerlo. Se sostiene sobre las
piernecitas, más tiesa que una estaca. Creo que pronto empezará a andar y que
tendrá buen carácter. Parece muy inteligente y tiene pinta de predestinada...»
Pero cuando mostré mi cariño a mi querida Celinita, fue sobre todo después de
dejar a mi nodriza. Nos entendíamos muy bien; sólo que yo era mucho más
vivaracha y mucho menos ingenua que ella. Aunque tenía tres años y medio menos,
me parecía que fuésemos de la misma edad. Este pasaje de una carta de mamá te
hará ver lo buena que era Celina y lo mala que era yo:
«Mi Celinita está decididamente inclinada a la virtud. Es ésta una inclinación
profunda de su ser. Tiene un alma candorosa y siente horror al pecado. En cuanto
al huroncillo, no sabemos lo que saldrá de él. ¡Es tan pequeño y tan
atolondrado! Tiene una inteligencia superior a la de Celina, pero es mucho menos
dulce, y, sobre todo, de una terquedad casi indomable. Cuando dice "no", no hay
nada que la haga ceder; aunque la metiésemos un día entero en el cuarto de los
trastos, dormiría allí antes que decir "sí"...
«Sin embargo, tiene un corazón de oro, es muy cariñosa y sincera. Es curioso
verla correr tras de mí para acusarse: —Mamá, he empujado a Celina, pero sólo
una vez, la he pegado una vez, pero no lo volveré a hacer. (Y así, en todo lo
que hace). El jueves por la tarde, fuimos a dar un paseo hacia la estación, y se
empeñó en entrar en la sala de espera para ir a buscar a Paulina. Corría delante
con una alegría que daba gloria verla. Pero cuando vio que teníamos que
volvernos sin subir al tren para ir a buscar a Paulina, se pasó todo el camino
llorando».
Esta última parte de la carta me recuerda la dicha que sentía al verte volver de
la Visitación. Tú, Madre querida, me cogías en brazos y María cogía en los suyos
a Celina. Entonces yo te hacía mil caricias y me echaba hacia atrás para admirar
tu larga trenza... Luego me dabas una tableta de chocolate que habías guardado
durante tres meses. ¡Imagínate qué reliquia era eso para mí...!
Viaje a Le Mans
Me acuerdo también del viaje que hice a Le Mans vez que iba en tren. ¡Qué
alegría verme viajar sola con mamá...! Sin embargo, ya no recuerdo por qué, me
eché a llorar, y nuestra pobre mamaíta sólo pudo presentar a nuestra tía de Le
Mans a un feo bichito todo enrojecido por las lágrimas que había derramado en el
camino... No guardo ningún recuerdo de la visita al locutorio, a no ser del
momento en que mi tía me pasó un ratoncito blanco y una cestita de cartulina
llena de bombones, sobre los que campeaban dos preciosos anillos de azúcar,
justamente del tamaño de mi dedo. Inmediatamente exclamé: «¡Qué bien! ¡Ya tengo
un anillo para Celina!» Pero, ¡ay dolor!, cojo la cesta por el asa, doy la otra
mano a mamá y nos vamos. A los pocos pasos, miro la cesta y veo casi todos los
bombones desparramados por la calle, como si fueran los guijarros de
Pulgarcito... Miro más atentamente y veo que uno de los preciosos anillos había
corrido la suerte fatal de los bombones... ¡Ya no tenía nada que llevar a
Celina...! Entonces estalla mi dolor, pido volver sobre mis pasos, pero mamá no
parece hacerme caso. ¡Aquello era demasiado! A mis lágrimas siguieron mis
gritos... No podía comprender que mamá no compartiese mi dolor, y eso
acrecentaba todavía más mi sufrimiento...
Mi carácter
Vuelvo ahora a las cartas en las que mamá te habla de Celina y de mí. Es el
mejor medio que puedo emplear para darte a conocer mi carácter. He aquí un
pasaje en el que mis defectos brillan en todo su esplendor:
«Celina está entretenida con la pequeña jugando a los dados, y riñen de vez en
cuando. Celina cede para añadir una perla a su corona. Yo me veo obligada a
reprender a esta pobre niña, que coge unas rabietas terribles cuando las cosas
no salen a su gusto y se revuelca por el suelo como una desesperada pensando que
todo está perdido. Hay momentos en que es más fuerte que ella, y se le corta la
respiración. Es una niña muy nerviosa. De todas maneras, es un encanto, y muy
inteligente, y se acuerda de todo».
¡Ya ves, Madre mía, qué lejos estaba yo de ser una niña sin defectos! Ni
siquiera se podía decir de mí «que fuese buena cuando estaba dormida», pues de
noche era todavía más revoltosa que de día. Mandaba a paseo todas las mantas, y
(dormida y todo) me daba golpes contra los largueros de mi camita; el dolor me
despertaba, y entonces decía: «¡Mamá, me he golpeado...! Nuestra pobre mamaíta
se veía obligada a levantarse y comprobaba que, en efecto, tenía chichones en la
frente y me había golpeado. Me tapaba bien y volvía a acostarse; pero al cabo de
un momento yo volvía a golpearme. De suerte que se vieron obligados a atarme en
la cama. Todas las noches, la pequeña Celina venía a anudar las incontables
cuerdas destinadas a evitar que el diablillo se golpease y despertara a su mamá.
Esta medida dio buen resultado, y desde entonces ya fui buena mientras dormía...
Tenía también otro defecto (estando despierta), del que mamá no habla en sus
cartas, que era un gran amor propio. No voy a darte más que dos ejemplos para no
alargar demasiado mi narración. Un día, me dijo mamá: «Teresita, si besas el
suelo, te doy cinco céntimos». Cinco céntimos eran para mí toda una fortuna, y
para ganarlos no tenía que bajar demasiado de mi altura, pues mi exigua estatura
no me separaba muchos palmos de suelo. Sin embargo, mi orgullo se rebeló a la
sola idea de besar el suelo, y poniéndome muy tiesa le dije a mamá: —¡No,
mamaíta, prefiero quedarme sin los cinco céntimos...!
En otra ocasión teníamos que ir a Grogny, a visitar a la señora de Monnier. Mamá
le dijo a María que me pusiese mi precioso vestido azul celeste, adornado de
encajes, pero que no me dejara los brazos al aire, para que el sol no me los
tostase. Yo me dejé, con la indiferencia propia de las niñas de mi edad; pero
interiormente pensaba que habría estado mucho más bonita con los bracitos al
aire.
Con una forma de ser como la mía, si hubiera sido educada por unos padres sin
virtud, o incluso si hubiese sido mimada por Luisa como Celina, habría salido
muy mala, y tal vez hasta me habría perdido... Pero Jesús velaba por su pequeña
prometida y quiso que todo redundase en su bien; incluso sus defectos, que,
corregidos a tiempo, le sirvieron para crecer en la perfección...
Como tenía amor propio y también amor al bien, en cuanto empecé a pensar
seriamente (y lo hice desde muy pequeña), bastaba que me dijeran que algo no
estaba bien para que se me quitasen las ganas de hacérmelo repetir dos veces...
Veo con agrado que en las cartas de mamá, a medida que iba creciendo, le daba
mayores alegrías. Como no tenía más que buenos ejemplos a mi alrededor, quería
seguirlos como la cosa más natural del mundo. Esto es lo que escribía en 1876:
«Hasta Teresa quiere ponerse a veces a hacer prácticas... Es una niña
encantadora, más lista que el hambre, muy vivaracha, pero de corazón sensible.
Celina y ella se quieren mucho. Se bastan solas para entretenerse. Todos los
días, en cuanto acaban de comer, Celina va a buscar su gallo y atrapa al primer
golpe la gallina de Teresa. Yo no consigo hacerlo, pero ella es tan hábil que la
coge a la primera. Después se van las dos con sus animalitos a sentarse al amor
de la lumbre, y así se entretienen un buen rato. (La gallina y el gallo me los
había regalado Rosita, y yo le di el gallo a Celina).
«El otro día Celina durmió conmigo y Teresa se acostó en el segundo piso en la
cama de Celina. Había pedido a Luisa que la bajase abajo para vestirla, y cuando
Luisa subió a buscarla encontró la cama vacía.Teresa había oído a Celina y había
bajado con ella. Luisa le dijo: —¿O sea, que no quieres bajar a vestirte? —No,
Luisa, no, nosotras somos como las dos gallinitas, que no pueden separarse. Y al
decir esto, se abrazaban y se estrechaban la una contra la otra...
«Luego, por la tarde, Luisa, Celina y Leonia se fueron al Círculo Católico y
dejaron en casa a la pobre Teresa, que entendía perfectamente que ella era
demasiado pequeña para ir, y decía: —¡Si por lo menos quisieran acostarme en la
cama de Celina...! Pero no, no quisieron... Ella no dijo nada y se quedó sola
con su lamparita. Al cuarto de hora estaba ya profundamente dormida...»
Otro día, mamá escribía también:
«Celina y Teresa son inseparables, no es fácil ver a dos niñas que se quieran
tanto. Cuando María viene a buscar a Celina para la clase, la pobre Teresa se
queda hecha un mar de lágrimas. ¡Ay, qué va a ser de ella si se va su
amiguita...! María se compadece y se la lleva también, y la pobre criatura se
pasa dos o tres horas sentada en una silla. Le dan unas cuentas para que las
ensarte o algún trapo para que cosa; no se atreve a rebullir y lanza con
frecuencia profundos suspiros. Cuando se le desenhebra la aguja, intenta volver
a enhebrarla, y es curioso verla cuando no lo consigue y sin atreverse a
molestar a María. Pronto se ven dos gruesas lágrimas correr por sus mejillas...
María la consuela inmediatamente y le vuelve a enhebrar la aguja, y el pobre
angelito sonríe a través de sus lágrimas...»
Recuerdo, en efecto, que no podía vivir sin Celina, y que prefería levantarme de
la mesa sin terminar el postre a no irme tras ella. En cuanto se levantaba, me
volvía en mi silla alta, pidiendo que me bajasen, y nos íbamos las dos juntas a
jugar.
A veces nos íbamos con la hija de gobernador, lo cual me gustaba mucho a causa
del parque y de los preciosos juguetes que nos enseñaba; pero más que nada iba
allí por complacer a Celina, ya que prefería quedarme en nuestro jardincito
raspando las tapias, pues quitábamos todas las brillantes lentejuelas que había
en ellas y luego íbamos a vendérsela a papá que nos las compraba muy serio.
Los domingos, como yo era muy pequeña para ir a las funciones religiosas, mamá
se quedaba a cuidarme. Yo me portaba muy bien y andaba de puntillas mientras
duraba la misa. Pero en cuanto veía abrirse la puerta, se producía una explosión
de alegría sin igual: me precipitaba al encuentro de mi preciosa hermanita, que
llegaba adornada como una capilla..., y le decía: «¡Celina, dame enseguida pan
bendito!» A veces no lo traía, porque había llegado demasiado tarde... ¡Qué
hacer entonces? Yo no podía pasarme sin él, era «mi misa»... Pronto encontré la
solución: «¿No tienes pan bendito? ¡Pues hazlo!» Dicho y hecho: Celina cogía una
silla, abría la alacena, cogía el pan, cortaba una rebanada, y rezaba muy seria
un Ave María sobre él. Luego me lo ofrecía, y yo, después de hacer con él la
señal de la cruz, lo comía con gran devoción, encontrándole exactamente el mismo
gusto que el del pan bendito...
Con frecuencia hacíamos juntas conferencias espirituales. He aquí un ejemplo que
entresaco de las cartas de mamá:
«Nuestras dos queridas pequeñas, Celina y Teresa, son ángeles de bendición,
tienen una naturaleza verdaderamente angelical. Teresa constituye la alegría y
la felicidad de María, y su gloria. Es increíble lo orgullosa que está de ella.
La verdad es que tiene salidas de lo más sorprendentes para su edad y le da cien
vueltas a Celina, que tiene el doble de años. El otro día decía Celina: "¿Cómo
puede estar Dios en una hostia tan pequeña?" Y la pequeña contesto: "Pues no es
tan extraño, porque Dios es todopoderoso". "¿Y qué quiere decir todopoderoso?"
"¡Pues que hace todo lo que quiere"...»
Yo lo escojo todo
Un día, Leonia, creyéndose ya demasiado mayor para jugar a las muñecas, vino a
nuestro encuentro con una cesta llena de vestiditos y de preciosos retazos para
hacer más. Encima de todo venía acostada su muñeca. «Tomad, hermanitas —nos
dijo—, escoged, os lo doy todo para vosotras». Celina alargó la mano y cogió un
mazo de orlas de colores que le gustaba. Tras un momento de reflexión, yo
alargué a mi vez la mano, diciendo: «¡Yo lo escojo todo!», y cogí la cesta sin
más ceremonias. A los testigos de la escena la cosa les pereció muy justa, y ni
a la misma Celina se le ocurrió quejarse (aunque la verdad es que juguetes no le
faltaban, pues su padrino la colmaba de regalos, y Luisa encontraba la forma de
agenciarle todo lo que deseaba).
Este insignificante episodio de mi infancia es el resumen de toda mi vida. Más
tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí
que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y
olvidarse de sí misma. Comprendí que en la perfección había muchos grados, y que
cada alma era libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o
mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide.
Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: «Dios mío, yo lo escojo todo.
No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, sólo me asusta una
cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues "yoescojo todo" lo que tú quieres...!
Pero tengo que cortar. No debo adelantarme todavía a hablarte de mi juventud,
sino de aquel diablillo de cuatro años.
Recuerdo un sueño que debí tener por esta edad, y que se me grabó profundamente
en la imaginación. Una noche soñé que salía a dar un paseo, yo sola, por el
jardín. Al llegar al pie de la escalera que tenía que subir para llegar él, me
paré, sobrecogida de espanto. Delante de mí, cerca del emparrado, había un bidón
de cal y sobre el bidón estaban bailando dos horribles diablillos con una
agilidad asombrosa a pesar de las planchas que llevaban en los pies. De repente,
fijaron en mí sus ojos encendidos y luego, en ese mismo momento, como si
estuvieran todavía más asustados que yo, saltaron del bidón al suelo y fueron a
esconderse en la ropería, que estaba allí enfrente. Al ver que eran tan poco
valientes, quise saber lo que iban a hacer y me acerqué a la ventana. Allí
estaban los pobres diablillos, corriendo por encima de las mesas y sin saber qué
hacer para huir de mi mirada; a veces se acercaban a la ventana mirando
nerviosos si yo seguía allí, y, al verme, volvían a echar a correr como
desesperados.
Seguramente este sueño no tiene nada de extraordinario. Sin embargo, creo que
Dios ha querido que lo recuerde siempre para hacerme ver que un alma en estado
de gracia no tiene nada que temer de los demonios, que son unos cobardes,
capaces de huir ante la mirada de un niño...
Voy a copiar aquí otro pasaje que encuentro en las cartas de mamá. Nuestra pobre
mamaíta presentía ya el final de su destierro:
«Las dos pequeñas no me preocupan. Están muy bien las dos, son naturalezas
privilegiadas; sin duda alguna, serán buenas. María y tú podréis educarlas
perfectamente. Celina no comete nunca la menor falta voluntaria. También la
pequeña será buena; no diría una mentira ni por todo el oro del mundo. Tiene una
agudeza como no la he visto en ninguna de vosotras».
«El otro día estaba en la tienda con Celina y con Luisa. Hablaba de sus
prácticas y discutía animadamente con Celina. La señora le preguntó a Luisa:
¿Qué es lo que quiere decir? Cuando juega en el jardín, no se oye hablar más que
de prácticas? La señora de Gaucherin se asoma a la ventana para tratar de
entender qué significa esa discusión sobre las prácticas...
«Esta criatura constituye nuestra felicidad. Será buena, se le ve ya el germen:
no sabe hablar más que de Dios, y por nada del mundo dejaría de rezar sus
oraciones. Me gustaría que la vieras contar cuentos, no he visto nunca cosa más
graciosa. Encuentra ella solita la expresión y el tono apropiados, sobre todo
cuando dice: "Niño de rubios cabellos, ¿dónde crees que está Dios?" Y cuando
llega a aquello de "Allá arriba, en lo alto del cielo azul", dirige la mirada
hacia lo alto con una expresión angelical. No nos cansamos de hacérselo repetir,
¡resulta tan hermoso! Hay algo tan celestial en su mirada, que uno se queda
extasiado...»
Madre mía querida, ¡qué feliz era yo a esa edad! Empezaba ya a gozar de la vida,
se me hacía atractiva la virtud y creo que me hallaba en las mismas
disposiciones que hoy, con un gran dominio ya sobre mis actos.
¡Ay, qué rápidos pasaron los años soleados de mi niñez! Pero también ¡qué huella
tan dulce dejaron en mi alma! Recuerdo ilusionada los días en que papá nos
llevaba al Pabellón. Hasta los más pequeños detalles se me grabaron en el
corazón...
Recuerdo, sobre todo, los paseos del domingo, en los que siempre nos acompañaba
mamá... Aún siento en mi interior las profundas ypoéticas impresiones que nacían
en mi alma a la vista de los campos de trigo esmaltados de acianos y de flores
silvestres. Me gustaban ya los amplios horizontes... El espacio y los
gigantescos abetos, cuyas ramas tocaban el suelo, dejaban en mi alma una
impresión parecida a la que siento hoy todavía a la vista de la naturaleza...
Con frecuencia, durante esos largos paseos, nos encontrábamos con algún pobre, y
Teresita era siempre la encargada de llevarles la limosna, cosa que le
encantaba. Pero a menudo también, pareciéndole a papá que el camino era
demasiado largo para su reinecita, la llevaba a casa antes que a las demás (muy
a su pesar); y entonces, para consolarla, Celina llenaba de margaritas su linda
cestita y, a la vuelta, se las daba. Pero, ¡ay!, la pobre abuelita pensaba que
su nieta tenía demasiadas y cogía una buena parte de ellas para su Virgen...
Esto no le gustaba a Teresita, pero se guardaba muy bien de decir nada, pues
había adquirido la buena costumbre de no quejarse nunca. Incluso cuando le
quitaban lo que era suyo o cuando la acusaban injustamente, prefería callarse y
no excusarse, lo cual no era mérito suyo sino virtud natural... ¡Qué lastima que
esta buena disposición se haya desvanecido...!
Sí, verdaderamente todo me sonreía en la tierra. Encontraba flores a cada paso
que daba, y mi carácter alegre contribuía también a hacerme agradable la vida.
Pero un nuevo período se iba a abrir para mi alma. Tenía que pasar por el crisol
de la prueba y sufrir desde mi infancia, para poder ofrecerme mucho antes a
Jesús. Igual que las flores de la primavera comienzan a germinar bajo la nieve y
se abren a los primeros rayos del sol, así también la florecita cuyos recuerdos
estoy escribiendo tuvo que pasar también por el invierno de la tribulación...
2. CAPÍTULO II
EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)
Muerte de mamá
Todos los detalles de la enfermedad de nuestra querida madre siguen todavía
vivos en mi corazón. Me acuerdo, sobre todo, de las últimas semanas que pasó en
la tierra.
Celina y yo vivíamos como dos pobres desterradas. Todas las mañanas, venía a
buscarnos la señora de Leriche y pasábamos el día en su casa. Un día, no
habíamos tenido tiempo de rezar nuestras oraciones antes de salir, y por el
camino Celina me dijo muy bajito: —«¿Tenemos que decirle que no hemos rezado...»
—«Sí», le contesté, y entonces ella se lo dijo muy tímidamente a la señora de
Leriche, que nos respondió: —«Bien, hijitas, ahora las haréis». Y dejándonos
solas en una habitación muy grande, se fue... Entonces Celina me miró y dijimos:
«¡Ay, no es como con mamá...! Ella nos hacía rezar todos los días...»
Cuando jugábamos con las niñas, nos perseguía de continuo el recuerdo de nuestra
madre querida. Una vez que a Celina le dieron un albaricoque, se inclinó hacia
mí y me dijo muy bajito: «No lo comeremos, se lo daré a mamá». Pero, ¡ay!,
nuestra pobre mamaíta estaba ya demasiado enferma para comer las frutas de la
tierra. Ya sólo en el cielo podría saciarse con la gloria de Dios y beber con
Jesús el vino misterioso del que él habló en la última cena cuando dijo que lo
compartiría con nosotros en el reino de su Padre.
También la impresionante ceremonia de la unción de los enfermos se quedó grabada
en mi alma. Aún veo el lugar donde yo estaba, al lado de Celina. Estábamos las
cinco colocadas por orden de edad, y nuestro pobre papaíto estaba también allí
sollozando...
El día de la muerte de mamá, o al día siguiente, me cogió en brazos, diciéndome:
«Ve a besar por última vez a tu pobre mamaíta». Y yo, sin decir nada, acerqué
mis labios a la frente de mi madre querida...
No recuerdo haber llorado mucho. No le hablaba a nadie de los profundos
sentimientos que me embargaban... Miraba y escuchaba en silencio... Nadie tenía
tiempo para ocuparse de mí, así que vi muchas cosas que hubieran querido
ocultarme. En un determinado momento, me encontré frente a la tapa del ataúd...
Estuve un largo rato contemplándolo. Nunca había visto ninguno. Sin embargo,
comprendía... Era yo tan pequeña, que, a pesar de la baja estatura de mamá, tuve
que levantar la cabeza para verlo entero, y me pareció muy grande... y muy
triste...
Quince años más tarde, me encontré delante de otro ataúd, el de la madre
Genoveva . Era del mismo tamaño que el de mamá, ¡y me pareció estar volviendo a
los días de mi infancia...! Todos los recuerdos se agolparon en mi mente. Era la
misma Teresita la que miraba; pero ahora había crecido y el ataúd le parecía
pequeño: ya no necesitaba levantar la cabeza para verlo, tan sólo la levantaba
para contemplar el cielo, que le parecía muy alegre, porque todas sus pruebas se
habían terminado y el invierno de su alma había pasado para siempre...
El día en que la Iglesia bendijo los restos mortales de nuestra mamaíta del
cielo, Dios quiso darme otra madre en la tierra, y quiso que yo misma la
eligiese libremente. Estábamos juntas las cinco, mirándonos entristecidas.
También Luisa estaba allí, y al vernos a Celina y a mí, dijo: «¡Pobrecitas, ya
no tenéis madre!» Entonces Celina se echó en brazos de María, diciendo: «¡Bueno,
tú serás mi mamá!» Yo estaba acostumbrada a imitarla en todo; sin embargo, me
volví hacia ti, Madre mía, y como si el futuro hubiera rasgado ya su velo, me
eché en tus brazos, exclamando: «¡Pues mi mamá será Paulina! »
Como ya dije antes, a partir de esta época de mi vida entré en el segundo
período de mi existencia, el más doloroso de los tres, sobre todo tras la
entrada en el Carmelo de la que yo había escogido para que fuese mi segunda
«mamá». Este período se extiende desde la edad de cuatro años y medio hasta la
de catorce, época en la que recuperé mi carácter de la niñez, a la vez que
entraba en lo serio de la vida.
Tengo que decirte, Madre, que a partir de la muerte de mamá, mi temperamento
feliz cambió por completo. Yo, tan vivaracha y efusiva, me hice tímida y callada
y extremadamente sensible. Bastaba un mirada para que prorrumpiese en lágrimas,
sólo estaba contenta cuando nadie se ocupaba de mí, no podía soportar la
compañía de personas extrañas y sólo en la intimidad del hogar volvía a
encontrar mi alegría. Sin embargo, seguía rodeada de la mas delicada ternura..
El corazón tan tierno de papá había añadido al amor que ya tenía un amor
verdaderamente maternal... Y tú, Madre, y María ¿no erais para mí las más
tiernas y desinteresadas de las madres...? No, si Dios no hubiese prodigado a su
florecilla esos sus rayos bienhechores, nunca ella hubiera podido aclimatarse a
la tierra, pues era todavía demasiado débil para soportar las lluvias y las
tormentas, y necesitaba calor, el suave rocío y las brisas de primavera. Nunca
le faltaron todas esas ayudas, Jesús hizo que las encontrase incluso bajo la
nieve del sufrimiento.
Lisieux
No sentí la menor pena al dejar Alençon; a los niños les gustan los cambios, y
vine contenta a Lisieux. Me acuerdo del viaje y de la llegada al anochecer a la
casa de mi tía. Aún me parece estar viendo a Juana y a María esperándonos a la
puerta... Me sentía muy feliz de tener unas primitas tan buenas. Las quería
mucho, lo mismo que a mi tía y, sobre todo, a mi tío; sólo que él me daba miedo
y no me hallaba tan a gusto en su casa como en los Buissonnets, donde mi vida sí
que fue verdaderamente feliz...
Por la mañana, tú te acercabas a mí, preguntándome si había ofrecido ya mi
corazón a Dios; luego me vestías, hablándome de él, y a continuación rezaba mis
oraciones a tu lado.
Después venía la clase de lectura. La primera palabra que logré leer sola fue
ésta: «cielos». Mi querida madrina se encargaba de las clases de escritura, y
tú, Madre, de todas las demás. No tenía gran facilidad para aprender, pero sí
buena memoria. El catecismo, y sobre todo la Historia Sagrada, eran mis
asignaturas preferidas, las estudiaba con verdadero placer; en cambio la
gramática me hizo derramar muchas lágrimas... ¿Te acuerdas del masculino y el
femenino?
En cuanto terminaba la clase, subía al mirador para llevarle a papá mi
condecoración y mis notas. ¡Qué feliz me sentía cuando podía decirle: «Tengo un
5 sin excepción, Paulina lo dijo la primera...!» Pues cuando te preguntaba yo si
tenía 5 sin excepción y tú me contestabas que sí, era para mí como obtener un
punto menos. También me dabas vales, y cuando había reunido un cierto número de
ellos conseguía un recompensa y un día de asueto. Recuerdo que esos días se me
hacían mucho más largos que los otros, cosa que a ti te agradaba pues era señal
de que no me gustaba estar sin hacer nada.
Delicadezas de papá
Todas la tardes me iba a dar un paseíto con papá. Hacíamos juntos una visita al
Santísimo Sacramento, visitando cada día una nueva iglesia. Fue así como entré
por vez primera en la capilla del Carmelo. Papá me enseñó la reja del coro,
diciéndome que al otro lado había religiosas. ¡Qué lejos estaba yo de imaginarme
que nueve años más tarde iba a encontrarme yo entre ellas...!
Terminado el paseo (durante el cual papá me compraba siempre un regalito de
cinco o diez céntimos), volvía a casa. Hacía entonces los deberes, y después me
pasaba todo el resto del tiempo brincando en el jardín en torno a papá, pues no
sabía jugar a las muñecas. Una cosa que me encantaba era preparar tisanas con
semillas y cortezas de árbol que encontraba por el suelo; luego se las llevaba a
papá en una linda tacita; nuestro pobre papaíto suspendía su trabajo y,
sonriendo, hacía como que bebía, y antes de devolverme la taza me preguntaba
(como a hurtadillas) si había que tirar el contenido; algunas veces yo le decía
que sí, pero la mayoría de ellas volvía a llevarme mi preciosa tisana para que
me sirviese para más veces...
Me gustaba cultivar mis florecitas en el jardín que papá me había regalado. Me
entretenía levantando altarcitos en un hueco que había en medio de la tapia;
cuando terminaba, corría a buscar a papá y arrastrándole detrás de mí le decía
que cerrase bien los ojos y que no los abriera hasta que yo se lo mandase. El
hacía todo lo que yo quería y se dejaba conducir ante mi jardincito. Entonces yo
gritaba: «¡Papá, abre los ojos!» El los abría y, por complacerme, se quedaba
extasiado, admirando lo que a mí me parecía toda una obra de arte...
Si quisiera contar otras mil anécdotas de esta índole que se agolpan en mi
memoria, nunca terminaría... ¿Cómo relatar todas las caricias que «papá»
prodigaba a su reinecita? Hay cosas que siente el corazón y que ni la palabra ni
siquiera el pensamiento pueden expresar...
¡Qué hermosos eran para mí los días en que mi rey querido me llevaba con él a
pescar! ¡Me gustaban tanto el campo, las flores y los pájaros! A veces intentaba
pescar con mi cañita. Pero prefería ir a sentarme solaen la hierba florida.
Entonces mis pensamientos se hacían muy profundos, y sin saber lo que era
meditar, mi alma se abismaba en una verdadera oración... Escuchaba los ruidos
lejanos... El murmullo del viento y hasta la música difusa de los soldados, cuyo
sonido llegaba hasta mí, me llenaban de dulce melancolía el corazón... La tierra
me parecía un lugar de destierro y soñaba con el cielo...
La tarde pasaba rápidamente, y pronto había que volver a los Buissonnets. Pero
antes de partir, tomaba la merienda que había llevado en mi cestita. La hermosa
rebanada de pan con mermelada que tú me habías preparado había cambiado de
aspecto: en lugar de su vivo color, ya no veía más que un pálido color rosado,
todo rancio y revenido... Entonces la tierra me parecía aún más triste, y
comprendía que sólo en el cielo la alegría sería sin nubes...
Hablando de nubes, me acuerdo que un día el hermoso cielo azul de la campaña se
encapotó y que pronto se puso a rugir la tormenta. Los relámpagos hacían surcos
en las nubes oscuras y vi caer un rayo a corta distancia. Lejos de asustarme,
estaba encantada: ¡me parecía que Dios estaba muy cerca de mí...! Papá no estaba
en absoluto tan contento como su reinecita; no porque tuviese miedo a la
tormenta, sino porque la hierba y las grandes margaritas (que levantaban más que
yo) centelleaban de piedras preciosas y teníamos que atravesar varios prados
antes de encontrar un camino; así que mi querido papaíto, para que los diamantes
no mojasen a su hijita, se la echó a hombros a pesar de su equipo de pesca.
Durante los paseos que daba con papá, le gustaba mandarme a llevar la limosna a
los pobres con que nos encontrábamos. Un día, vimos a uno que se arrastraba
penosamente sobre sus muletas. Me acerqué a él para darle una moneda; pero no
sintiéndose tan pobre como para recibir una limosna, me miró sonriendo
tristemente y rehusó tomar lo que le ofrecía. No puedo decir lo que sentí en mi
corazón. Yo quería consolarle, aliviarle, y en vez de eso, pensé, le había hecho
sufrir. El pobre enfermo, sin duda, adivinó mi pensamiento, pues lo vi volverse
y sonreírme. Papá acababa de comprarme un pastel y me entraron muchas ganas de
dárselo, pero no me atreví. Sin embargo, quería darle algo que no me pudiera
rechazar, pues sentía por él un afecto muy grande. Entonces recordé haber oído
decir que el día de la primera comunión se alcanzaba todo lo que se pedía. Aquel
pensamiento me consoló, y aunque todavía no tenía más que seis años, me dije
para mí: «El día de mi primera comunión rezaré por mi pobre». Cinco años más
tarde cumplí mi promesa, y espero que Dios habrá escuchado la oración que él
mismo me había inspirado que le dirigiera por uno de sus miembros dolientes...
Amaba mucho a Dios y le ofrecía con frecuencia mi corazón, sirviéndome de la
breve fórmula que mamá me había enseñado. Sin embargo, un día, o mejor una tarde
del mes de mayo, cometí una falta que vale la pena contar aquí. Esta falta me
ofreció una buena ocasión para humillarme y creo que he tenido de ella perfecta
contrición.
Como era demasiado pequeña para ir al mes de María, me quedaba en casa con
Victoria y hacía con ella mis devociones ante mi altarcito de María, que yo
arreglaba a mi manera. Era todo tan pequeño, candeleros y floreros, que dos
cerillas, que hacían de velas, bastaban para alumbrarlo. En alguna que otra
ocasión, Victoria me daba la sorpresa de regalarme dos cabitos de vela, pero
raras veces. Una tarde, estaba todo preparado para ponernos a rezar, y le dije:
«Victoria, ¿quieres comenzar el Acordaos? Voy a encender». Ella hizo ademán de
empezar, pero no dijo nada y me miró riéndose. Yo, que veía que mis preciosas
cerillasse consumían rápidamente, le supliqué que dijese la oración. Ella
continuó callada. Entonces, levantándome, le dije a gritos que era mala y,
saliendo de mi dulzura habitual, empecé a patalear con todas mis fuerzas.... A
la pobre Victoria se le quitaron las ganas de reír, me miró asombrada y me
enseñó los cabos de vela que había traído...Y yo, después de haber derramado
lágrimas de rabia, lloré lágrimas de sincero arrepentimiento, con el firme
propósito de no volver a hacerlo nunca...
En otra ocasión me ocurrió una nueva aventura con Victoria, pero de ésta no tuve
que arrepentirme, pues conservé perfectamente la calma. Yo quería un tintero,
que estaba sobre la chimenea de la cocina. Como era muy pequeña para cogerlo, le
pedí muy amablemente a Victoria que me lo diese, pero ella se negó, diciéndome
que me subiese a una silla. Cogí una silla sin replicar, pero pensando que ella
no había sido nada amable que digamos. Y queriendo hacérselo saber, busqué en mi
cabecita el insulto que más me ofendía. Ella, cuando estaba enfadada conmigo,
solía llamarme «mocosa», lo cual me humillaba mucho. Así que, antes de bajarme
de la silla, me volví hacia ella con gran dignidad y le dije: «¡Victoria, eres
una mocosa!» Y me escapé corriendo, dejándola que meditase las profundas
palabras que acababa de dirigirle... El resultado no se hizo esperar, pues
pronto la oí gritar: «¡Señorita María..., Teresa acaba de llamarme mocosa!» Vino
María y me hizo pedirle perdón, pero lo hice sin contrición, pues me parecía que
si Victoria no había querido estirar su largo brazopara hacerme un pequeño
favor, merecía bien el título de mocosa...
Sin embargo, Victoria me quería mucho, y yo también a ella. Un día me sacó de un
gran aprieto, en el que yo había caído por mi culpa. Victoria estaba planchando
y tenía a su lado un cubo de agua. Yo estaba mirándola, balanceándome (como de
costumbre) en una silla. De repente, me falló la silla y caí, pero no al suelo,
sino ¡¡¡dentro del cubo...!!!Estaba tocando la cabeza con los pies, y llenaba el
cubo como un pollito llena el huevo... La pobre Victoria me miraba enormemente
sorprendida, pues nunca había visto cosa igual. Yo no veía la hora de salir del
cubo, pero imposible, la prisión era tan justa que no podía hacer el menor
movimiento. Con cierta dificultad, Victoria me salvó del gran aprieto; lo que no
pudo salvar fue mi vestido y todo lo demás, y se vio obligada a cambiarme, pues
estaba hecha una sopa.
Otra vez me caí en la chimenea. Por suerte el fuego no estaba encendido, y
Victoria no tuvo más trabajo que el de levantarme y sacudirme la ceniza que me
cubría de pies a cabeza. Todas estas aventuras me sucedían los miércoles,
mientras tú y María estabais en el canto.
Primera confesión
Fue también un miércoles cuando vino a visitarnos el Sr. Ducellier. Cuando
Victoria le dijo que no había nadie en casa, más que Teresita, entró a la cocina
para verme, y estuvo mirando mis deberes. Me sentí muy orgullosa de recibir a mi
confesor, pues había hecho poco antes mi primera confesión.
¡Qué dulce recuerdo aquel...! ¡Con cuánto esmero me preparaste, Madre querida,
diciéndome que no era a un hombre a quien iba a decir mis pecados, sino a Dios!
Estaba profundamente convencida de ello, por lo que me confesé con gran espíritu
de fe, y hasta te pregunté si no tendría que decirle al Sr. Ducellier que lo
amaba con todo el corazón, ya que era a Dios a quien le iba a hablar en su
persona...
Bien instruida acerca de todo lo que tenía que decir y hacer, entré al
confesonario y me puse de rodillas; pero al abrir la ventanilla, el Sr.
Ducellier no vio a nadie: yo era tan pequeña, que mi cabeza quedaba por debajo
de la tabla de apoyar las manos. Entonces me mandó ponerme de pie. Obedecí en
seguida, me levanté y, poniéndome exactamente frente a él para verle bien, me
confesé como una personamayor, y recibí su bendición con gran fervor, pues tú me
habías dicho que en esos momentos las lágrimas del Niño Jesús purificarían mi
alma. Recuerdo que en la primera exhortación que me hizo me invitó, sobre todo,
a que tener devoción a la Santísima Virgen, y yo prometí redoblar mi ternura
hacia ella. Al salir del confesonario, me sentía tan contenta y ligera, que
nunca había sentido tanta alegría en mi alma. Después volví a confesarme en
todas las fiestas importantes, y cada vez que lo hacía era para mí una verdadera
fiesta.
Fiestas y domingos en familia
¡Las fiestas...! ¡Cuántos recuerdos me trae esta palabra...! ¡Cómo me gustaban
las fiestas...! Tú, Madre querida, sabías explicarme tan bien todos los
misterios que en cada una de ellas se encerraban, que eran para mí auténticos
días de cielo. Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo. ¡Qué
alegría arrojar flores al paso del Señor...! Pero en vez de dejarlas caer, yo
las lanzaba lo más alto que podía, y cuando veía que mis hojas deshojadas
tocaban la sagrada custodia, mi felicidad llegaba al colmo...
¡Las fiestas! Si bien las grandes eran raras, cada semana traía una muy
entrañable para mí.: «el domingo». ¡Qué día el domingo...! Era la fiesta de
Dios, la fiesta del descanso. Empezaba por quedarme en la cama más tiempo que
los otros días; además, mamá Paulina mimaba a su hijita llevándole el chocolate
a la cama, y después la vestía como a una reinecita...
La madrina venía a peinar los rizos de su ahijada, que no siempre era buena
cuando le alisaban el pelo, pero luego se iba muy contenta a coger la mano de su
rey, que ese día la besaba con mayor ternura aún que de ordinario.
Después toda la familia iba a misa. Durante todo el camino, y también en la
iglesia, la reinecita de papá le daba la mano. Su sitio estaba junto al de él, y
cuando teníamos que sentarnos para el sermón, había que encontrar también dos
sillas, una junto a otra. Esto no resultaba muy difícil, pues todo el mundo
parecía encontrar tan entrañable el ver a un anciano tan venerable con una hija
tan pequeña, que la gente se apresuraba a cedernos el asiento. Mi tío, que
ocupaba los bancos de los mayordomos, gozaba al vernos llegar y decía que yo era
su rayito de sol...
No me preocupaba lo más mínimo que me mirasen. Escuchaba con mucha atención los
sermones, aunque no entendía casi nada. El primero que entendí, y que me
impresionó profundamente, fue uno sobre la pasión, predicado por el Sr.
Ducellier, y después entendí ya todos los demás. Cuando el predicador hablaba de
santa Teresa, papá se inclinaba y me decía muy bajito: «Escucha bien, reinecita,
que está hablando de tu santa patrona». Y yo escuchaba bien, pero miraba más a
papa que al predicador. ¡Me decía tantas cosas su hermoso rostro...! A veces sus
ojos se llenaban de lágrimasque trataba en vano de contener. Tanto le gustaba a
su alma abismarse en las verdades eternas, que parecía no pertenecer ya a esta
tierra... Sin embargo, su carrera estaba aún muy lejos de terminar: tenían que
pasar todavía largos años antes de que el hermoso cielo se abriera ante sus ojos
extasiados y de que el Señor enjugara las lágrimas de su servidor fiel y
cumplidor...
Pero vuelvo a mi jornada del domingo. Aquella alegre jornada, que pasaba con
tanta rapidez, tenía también su fuerte tinte de melancolía.Recuerdo que mi
felicidad era total hasta Completas. Durante esta Hora del Oficio, me ponía a
pensar que el día de descanso se iba a terminar, que al día siguiente había que
volver a empezar la vida normal, a trabajar, a estudiar las lecciones, y mi
corazón sentía el peso del destierro de la tierra... y suspiraba por el descanso
eterno del cielo, por el domingo sin ocaso de la patria...
Hasta los paseos que dábamos antes de volver a los Buissonnets dejaban en mi
alma un sentimiento de tristeza. En ellos la familia ya no estaba completa, pues
papá, por dar gusto a mi tío, le dejaba a María o a Paulina la tarde de los
domingos. Sólo me sentía realmente contenta cuando me quedaba yo también.
Prefería eso a que me invitasen a mí sola, pues así se fijaban menos en mí.
Mi mayor placer era oír hablar a mi tío, pero no me gustaba que me hiciese
preguntas, y sentía mucho miedo cuando me ponía sobre unade sus rodillas y
cantaba con voz de trueno la canción de Barba Azul...
Cuando papá venía a buscarnos, me ponía muy contenta. Al volver a casa, iba
mirando las estrellas, que titilaban dulcemente, y esa visión me fascinaba...
Había, sobre todo, un grupo de perlas de oro en las que me fijaba muy gozosa,
pues me parecía que tenían forma de T (poco más o menos esta forma ). Se lo
enseñaba a papá, diciéndole que mi nombre estaba escrito en el cielo, y luego,
no queriendo ver ya cosa alguna de esta tierra miserable, le pedía que me guiase
él. Y entonces, sin mirar dónde ponía los pies, levantaba bien alta la cabeza y
caminaba sin dejar de contemplar el cielo estrellado...
¿Y qué decir de las veladas de invierno, sobre todo de las de los domingos?
¡Cómo me gustaba sentarme con Celina, después de la partidade damas, en el
regazo de papá...! Con su hermosa voz, cantaba tonadas que llenaban el alma de
pensamientos profundos..., o bien, meciéndonos dulcemente, recitaba poesías
impregnadas de verdades eternas.
Luego subíamos para rezar las oraciones en común, y la reinecita se ponía solita
junto a su rey, y no tenía más que mirarlo para saber cómo rezan los santos...
Finalmente, íbamos todas, por orden de edad, a dar las buenas noches a papá y a
recibir un beso. La reina iba, naturalmente, la última, y el rey, para besarla,
la cogía por los codos, y ella exclamaba bien alto: «Buenas noches, papá, hasta
mañana, que duermas bien». Y todas las noches se repetía la escena...
Después mi mamaíta me cogía en brazos y me llevaba hasta la cama de Celina, y yo
entonces le decía: «Paulina, ¿he sido hoy bien buenecita...? ¿Vendrán los
angelitos a volar a mi alrededor ?» La respuesta era siempre sí, pues de otro
modo me hubiera pasado toda la noche llorando... Después de besarme, al igual
que mi querida madrina, Paulina volvía a bajar y la pobre Teresita se quedaba
completamente sola en la oscuridad. Y por más que intentaba imaginarse a los
angelitos volando a su alrededor, no tardaba en apoderarse de ella el terror;
las tinieblas le daban miedo, pues desde su cama no alcanzaba a ver las
estrellas que titilaban dulcemente...
Considero una auténtica gracia el que tú, Madre querida, me hayas acostumbrado a
superar mis miedos. A veces me mandabas sola, por la noche, a buscar un objeto
cualquiera en alguna habitación alejada. De no haber sido tan bien dirigida, me
habría vuelto muy miedosa, mientras que ahora es difícil que me asuste por
nada...
A veces me pregunto cómo pudiste educarme con tanto amor y delicadeza, y sin
mimarme, pues la verdad es que no me dejabas pasar ni una sola imperfección.
Nunca me reprendías sin motivo, pero tampoco te volvías nunca atrás de una
decisión que hubieras tomado. Tan convencida estaba yo de esto, que no hubiera
podido ni querido dar un paso si tú me lo habías prohibido. Hasta papá se veía
obligado a someterse a tu voluntad. Sin el consentimiento de Paulina, yo no
salía de paseo; y si cuando papá me pedía que fuese, yo respondía: «Paulina no
quiere», entonces él iba a implorar gracia para mí. A veces Paulina, por
complacerlo, decía que sí, pero Teresita leía en su cara que no lo decía de
corazón y entonces se echaba a llorar y no había forma de consolarla hasta que
Paulina decía que sí y la besabadecorazón.
Cuando Teresita caía enferma, como le sucedía todos los inviernos, es imposible
decir con qué ternura maternal era cuidada. Paulina la acostaba en su propia
cama (merced incomparable) y le daba todo lo que le apetecía. Un día, Paulina
sacó de debajo de la almohada una preciosa navajita suya y se la regaló a su
hijita, dejándola sumida en un arrobamiento imposible de describir. —«¡Paulina!,
exclamó, ¿así que me quieres tanto, que te privas por mí de tu preciosa navajita
que tiene una estrella de nácar...? Y si me quieres tanto, ¿sacrificarías
también tu reloj para que no me muriera...» —«No sólo sacrificaría mi reloj para
que no te murieras, sino que lo sacrificaría ahora mismo por verte pronto
curada». Al oír esas palabras de Paulina, mi asombro y mi gratitud llegaron al
colmo...
En verano, a veces tenía mareos, y Paulina me cuidaba con la misma ternura. Para
distraerme —y éste era el mejor de los remedios—, me paseaba en carretilla
alrededor del jardín; y luego, bajándome a mí, ponía en mi lugar una matita de
margaritas y la paseaba con mucho cuidado hasta mi jardín, donde la colocaba con
gran solemnidad...
Paulina era quien recibía todas mis confidencias íntimas y aclaraba todas mis
dudas... En cierta ocasión, le manifesté mi extrañeza de que Dios no diera la
misma gloria en el cielo a todos los elegidos y mi temor de que no todos fueran
felices. Entonces Paulina me dijo que fuera a buscar el vaso grande de papá y
que lo pusiera al lado de mi dedalito, y luego que los llenara los dos de agua.
Entonces me preguntó cuál de los dos estaba más lleno. Yo le dije que estaba tan
lleno el uno como el otro y que era imposible echar en ellos más agua de la que
podían contener. Entonces mi Madre querida me hizo comprender que en el cielo
Dios daría a sus elegidos tanta gloria como pudieran contener, y que de esa
manera el último no tendría nada qué envidiar al primero. Así, Madre querida,
poniendo a mi alcance los más sublimes secretos, sabías tú dar a mi alma el
alimento que necesitaba...
¡Con qué alegría veía yo llegar cada año la entrega de premios...! Entonces como
siempre, se hacía justicia, y yo no recibía más recompensas que las que había
merecido. Sola y de pie en medio de la noble asamblea, escuchaba la sentencia,
que era leída por el rey de Francia y Navarra. El corazón me latía muy fuerte al
recibir los premios y la corona..., ¡era para mí como una imagen del juicio...!
Inmediatamente después de la entrega, la reinecita se quitaba su vestido blanco,
y se apresuraban a disfrazarla para que tomara parte en la gran
representación...!
Visión profética