Liturgia Católica

Una Santa Católica Apostólica

Visible Infalible e Indefectible

 
Místicos

HISTORIA DE UN ALMA Santa Teresita de Lisieux

MANUSCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS

Manuscrito «A»
Manuscrito «B»
Manuscrito «C»

ÍNDICE

Manuscrito «A»
MANUSCRITO DEDICADO A LA REVERENDA MADRE INÉS DE JESÚS
CAPÍTULO I: ALENÇON (1873 - 1877)
CAPÍTULO II: EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)
CAPÍTULO III: AÑOS DOLOROSOS (1881 - 1883)
CAPÍTULO IV: PRIMERA COMUNIÓN - EN EL COLEGIO (1883-1886)
CAPÍTULO V: DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD (1886-1887)
CAPÍTULO VI: EL VIAJE A ROMA (1887)
CAPÍTULO VII: PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO (1888-1890)
CAPÍTULO VIII: DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR

Manuscrito «B»
CARTA A SOR MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN
CAPÍTULO IX: MI VOCACIÓN: EL AMOR (1896)

Manuscrito «C»
MANUSCRITO DIRIGIDO A LA MADRE MARIA DE GONZAGA
CAPÍTULO X: LA PRUEBA DE LA FE
CAPÍTULO XI: LOS QUE USTED ME DIO


Manuscrito «A»
MANUSCRITO DEDICADO A LA REVERENDA MADRE INÉS DE JESÚS
CAPÍTULO I: ALENÇON (1873 - 1877)
El cántico de las Misericordias del Señor
Rodeada de amor
Viaje a Le Mans
Mi carácter
Yo lo escojo todo

CAPÍTULO II: EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)
Muerte de mamá
Lisieux
Delicadezas de papá
Primera confesión
Fiestas y domingos en familia
Visión profética
Trouville

CAPÍTULO III: AÑOS DOLOROSOS (1881 - 1883)

Alumna en la Abadía
Días de vacación
Primera comunión de Celina
Paulina en el Carmelo
Extraña enfermedad
La sonrisa de la Virgen

CAPÍTULO IV: PRIMERA COMUNION - EN EL COLEGIO (1883-1886)
Estampas y lecturas
Primera comunión
Confirmación
Enfermedad de los escrúpulos
Señora de Papinau
Hija de María
Nuevas separaciones



CAPÍTULO V: DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD (1886-1887)
La sangre de Jesús
Pranzini, mi primer hijo
La Imitación y Arminjon
Deseos de entrar en el Carmelo
Confidencia a mi padre
Mi tío cambia de opinión
Oposición del superior
Viaje a Bayeux



CAPÍTULO VI: EL VIAJE A ROMA (1887)

París: Nuestra Señora de las Victorias
Suiza
Milán, Venecia, Bolonia, Loreto
El coliseo y las catacumbas
Audiencia con León XIII
Nápoles, Asís, regreso a Francia
Tres meses de espera



CAPÍTULO VII: PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO (1888-1890)
Confesión con el P. Pichon
Teresa y sus superioras
La Santa Faz
Toma de hábito
Enfermedad de papá
Pequeñas virtudes



CAPÍTULO VIII: DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR
Toma de velo
Madre Genoveva de Santa Teresa
Epidemia de la gripe
Retiro del P. Alejo
Priorato de la madre Inés
Entrada de Celina
Fin del Manuscrito A

ESCUDO DE ARMAS Y SU EXPLICACIÓN

Manuscrito «B»
CARTA A SOR MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN
CAPÍTULO IX: MI VOCACION: EL AMOR (1896)
Los secretos de Jesús
J.M.J.T.
La Venerable Ana de Jesús
Todas las vocaciones
Arrojar flores
El pajarillo
El águila divina
Fin del Manuscrito B



Manuscrito «C»
MANUSCRITO DIRIGIDO A LA MADRE MARIA DE GONZAGA


CAPÍTULO X: LA PRUEBA DE LA FE
J.M.J.T.
Teresa y su priora
El ascensor divino
Primeras hemoptisis
La mesa de los pecadores
La vocación misionera
La caridad



CAPÍTULO XI: LOS QUE USTED ME DIO
Novicias y hermanos espirituales
Instrumentos de Dios
El pincelito
Poder de la oración y el sacrificio
Sor San Pedro
Los misioneros
Atráeme, y correremos
Fin del Manuscrito C



CAPÍTULO I
ALENÇON (1873-1877)
J.M.J.T.
Jesús
Enero de 1895
Historia primaveral de una Florecita blanca, escrita por ella misma y dedicada a la Reverenda Madre Inés de Jesús.

El cántico de las Misericordias del Señor

A ti, Madre querida, a ti que eres doblemente mi madre, quiero confiar la historia de mi alma... El día que me pediste que lo hiciera, pensé que eso disiparía mi corazón al ocuparlo de sí mismo; pero después Jesús me hizo comprender que, obedeciendo con total sencillez, le agradaría. Además, sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: «¡¡¡Las misericordias del Señor !!!»...

Antes de coger la pluma, me he arrodillado ante la imagen de María (la que tantas pruebas nos ha dado de las predilecciones maternales de la Reina del cielo por nuestra familia), y le he pedido que guíe ella mi mano para que no escriba ni una línea que no sea de su agrado. Luego, abriendo el Evangelio, mis ojos se encontraron con estas palabras: «Subió Jesús a una montaña y fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él» (San Marcos, cap. II, v. 13). He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma... El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: «Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso» (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).

Durante mucho tiempo me he preguntado por qué tenía Dios preferencias, por qué no recibían todas las almas las gracias en igual medida. Me extrañaba verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido, como san Pablo o san Agustín, a los que forzaba, por así decirlo, a recibir sus gracias; y cuando leía la vida de aquellos santos a los que el Señor quiso acariciar desde la cuna hasta el sepulcro, retirando de su camino todos los obstáculos que pudieran impedirles elevarse hacia él y previniendo a esas almas con tales favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal, me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en tan gran número sin haber oído ni tan siquiera pronunciar el nombre de Dios...

Jesús ha querido darme luz acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores que él ha creado son hermosas, y que el esplendor de la rosa y la blancura del lirio no le quitan a la humilde violeta su perfume ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que si todas las flores quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral y los campos ya no se verían esmaltados de florecillas...

Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. El ha querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos...

Comprendí también que el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más sublime. Y es que, siendo propio del amor el abajarse, si todas las almas se parecieran a las de los santos doctores que han iluminado a la Iglesia con la luz de su doctrina, parecería que Dios no tendría que abajarse demasiado al venir a sus corazones. Pero él ha creado al niño, que no sabe nada y que sólo deja oír débiles gemidos; y ha creado al pobre salvaje, que sólo tiene para guiarse la ley natural. ¡Y también a sus corazones quiere él descender! Estas son sus flores de los campos, cuya sencillez le fascina...

Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol ilumina a la vez a los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella. Y así como en la naturaleza todas las estaciones están ordenadas de tal modo que en el momento preciso se abra hasta la más humilde margarita, de la misma manera todo está ordenado al bien de cada alma.

Seguramente, Madre querida, te estés preguntando extrañada adónde quiero ir a parar, pues hasta ahora nada he dicho todavía que se parezca a la historia de mi vida. Pero me has pedido que escribiera lo que me viniera al pensamiento, sin trabas de ninguna clase. Así que lo que voy a escribir no es mi vida propiamente dicha, sino mis pensamientos acerca de las gracias que Dios se ha dignado concederme.

Me encuentro en un momento de mi existencia en el que puedo echar una mirada hacia el pasado; mi alma ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y veo que en mí se hacen realidad las palabras del salmo XXII: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas... Aunque camine por cañadas oscuras, ningún mal temeré, ¡porque tú, Señor, vas conmigo!» Conmigo el Señor ha sido siempre compasivo y misericordioso..., lento a la ira y rico en clemencia... (Salmo CII, v. 8). Por eso, Madre, vengo feliz a cantar a tu lado las misericordias del Señor... Para ti sola voy a escribir la historia de la florecita cortada por Jesús. Por eso, te hablaré con confianza total, sin preocuparme ni del estilo ni de las numerosas digresiones que pueda hacer. Un corazón de madre comprende siempre a su hijo, aun cuando no sepa más que balbucir. Por eso, estoy segura de que voy a ser comprendida y hasta adivinada por ti, que modelaste mi corazón y que se lo ofreciste a Jesús...

Me parece que si una florecilla pudiera hablar, diría simplemente lo que Dios ha hecho por ella, sin tratar de ocultar los regalos que él le ha hecho. No diría, so pretexto de falsa humildad, que es fea y sin perfume, que el sol le ha robado su esplendor y que las tormentas han tronchado su tallo, cuando está íntimamente convencida de todo lo contrario.

La flor que va a contar su historia se alegra de poder pregonar las delicadezas totalmente gratuitas de Jesús. Reconoce que en ella no había nada capaz de atraer sus miradas divinas, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno que hay en ella...

El la hizo nacer en una tierra santa e impregnada toda ella como de un perfume virginal. El hizo que la precedieran ocho lirios deslumbrantes de blancura. El, en su amor, quiso preservar a su florecita del aliento envenenado del mundo; y apenas empezaba a entreabrirse su corola, este divino Salvador la trasplantó a la montaña del Carmelo, donde los dos lirios que la habían rodeado de cariño y acunado dulcemente en la primavera de su vida expandían ya su suave perfume...

Siete años han pasado desde que la florecilla echó raíces en el jardín del Esposo de las vírgenes, y ahora tres lirios —contándola a ella— cimbrean allí sus corolas perfumadas; un poco más lejos, otro lirio se está abriendo bajo la mirada de Jesús. Y los dos tallos benditos de los que brotaron estas flores están ya reunidos para siempre en la patria celestial... Allí se han encontrado con los otros cuatro lirios que no llegaron a abrir sus corolas en la tierra... ¡Ojalá Jesús tenga a bien no dejar por mucho tiempo en tierra extraña a las flores que aún quedan el destierro! ¡Ojalá que pronto el ramo de lirios se vea completo en el cielo!

Rodeada de amor

Acabo, Madre, de resumir en pocas palabras lo que Dios ha hecho por mí. Ahora voy a entrar en los detalles de mi vida de niña. Sé muy bien que donde cualquier otro no vería más que un relato aburrido, tu corazón de madre encontrará verdaderas delicias... Además, los recuerdos que voy a evocar son también tuyos, pues a tu lado fue transcurriendo mi niñez y tengo la dicha de haber tenido unos padres incomparables que nos rodearon de los mismos cuidados y del mismo cariño. ¡Que ellos bendigan a la más pequeña de sus hijas y le ayuden a cantar las misericordias del Señor...!

En la historia de mi alma, hasta mi entrada en el Carmelo, distingo tres períodos bien definidos. El primero, a pesar de su corta duración, no es el menos fecundo en recuerdos. Se extiende desde el despertar de mi razón hasta la partida de nuestra madre querida para la patria del cielo.

Dios me concedió la gracia de despertar mi inteligencia en muy temprana edad y de que los recuerdos de mi infancia se grabasen tan profundamente en mi memoria, que me parece que las cosas que voy a contar ocurrieron ayer. Seguramente que Jesús, en su amor, quería hacerme conocer a la madre incomparable que me había dado y que su mano divina tenía prisa por coronar en el cielo...

Durante toda mi vida, Dios ha querido rodearme de amor. Mis primeros recuerdos están impregnados de las más tiernas sonrisas y caricias... Pero si él puso mucho amor a mi lado, también lo puso en mi corazón, creándolo cariñoso y sensible. Y así, quería mucho a papá y a mamá, y les demostraba de mil maneras mi cariño, pues era muy efusiva.. Sólo que los medios que empleaba, a veces eran raros, como lo demuestra este pasaje de una carta de mamá:

«La niña es un verdadero diablillo, que viene a acariciarme deseándome la muerte: "¡Cómo me gustaría que te murieras, mamaíta...!" La riñen, y me dice: "¡Pero si es para que vayas al cielo! ¿No dices que tenemos que morirnos para ir allá?" Y cuando está con estos arrebatos de amor, desea también la muerte a su padre».

Y mira lo que el 25 de junio de 1874, cuando yo tenía apenas 18 meses, decía mamá de mí:

«Tu padre acaba de instalar un columpio. Celina está loca de contenta, ¡pero hay que ver columpiarse a la pequeña! Es de risa; se sostiene como una jovencita, no hay peligro de que suelte la cuerda, y cuando va demasiado despacio se pone a gritar. La sujetamos por delante con otra cuerda, pero a pesar de todo yo no me siento tranquila cuando la veo colgada allá arriba.

«Ultimamente me ocurrió una curiosa aventura con la pequeña. Tengo costumbre de ir a la Misa de cinco y media. Los primeros días, no me atrevía a dejarla sola; pero al ver que nunca se despertaba, me decidí a hacerlo. La acuesto en mi cama y arrimo la cuna de manera que sea imposible que se caiga. Pero un día me olvidé de acercar la cuna. Llego, y la pequeña ya no estaba en la cama. En ese mismo momento escuché un grito; miro y la veo sentada en una silla que había frente a la cabecera de mi cama, con la cabecita apoyada en el respaldo y durmiendo un mal sueño, pues estaba enfadada. No puedo explicarme cómo pudo caer sentada en aquella silla, pues estaba acostada. Di gracias a Dios de que no le hubiera pasado nada; fue realmente providencial, pues debería haber caído rodando al suelo. El ángel de la guarda ha velado por ella, y las almas del purgatorio, a las que todos los días rezo una oración por la pequeña, la protegieron. Así me explico yo lo sucedido..., tú explícatelo como quieras...».

Al final de la carta mamá añadía:

«Ahora la niña ha venido a pasarme la manita por la cara y a darme un beso. Esta criatura no quiere dejarme ni un instante y no se aparta de mi lado. Le gusta mucho salir al jardín, , pero si yo no estoy allí no quiere quedarse y se echa a llorar y no para de hacerlo hasta que me la traen...»

(Y éste es un pasaje de otra carta):

«Teresita me preguntaba el otro día si iría al cielo. Yo le dije que sí, si se portaba bien, y me contestó: "Ya, y si no soy buena, iré al infierno... Pero sé muy bien lo que haré en ese caso: me echaré a volar contigo, que estarás en el cielo, ¿y cómo se las arreglará Dios para cogerme...? Tú me apretarás muy fuertemente entre tus brazos." Y leí en sus ojos que estaba firmemente convencida de que Dios no podría hacerle nada mientras estuviese en brazos de su madre...

«María quiere mucho a su hermanita, y dice que es muy buena. No es extraño, pues esta criatura tiene miedo a darle el menor disgusto. Ayer quise darle una rosa, pues sé que le gustan mucho, pero se puso a suplicarme que no la cortase, porque María se lo había prohibido. Estaba excitadísima. No obstante, le di dos y no se atrevía a aparecer por casa. En vano le decía que las rosas eran mías: "Que no, decía ella, que son de María..."

«Es un niña que se emociona con gran facilidad. Cuando hace algún pequeño desaguisado, todo el mundo tiene que saberlo. Ayer rasgó sin querer una esquinita del empapelado y se puso que daba lástima, había que decírselo enseguida a su padre. Cuando éste llegó, cuatro horas más tarde, ya nadie pensaba en lo sucedido, pero ella fue corriendo a decirle a María: "Dile enseguida a papá que he rasgado el papel". Y estaba allí como un criminal que espera su condena; pero tiene su teoría de que, si se acusa, la perdonarán más fácilmente».

Quería mucho a mi madrina.

Parecía que no, pero me fijaba mucho en todo lo que se hacía y se decía a mi alrededor, y me parece que juzgaba ya las cosas como ahora. Escuchaba muy atentamente lo que María enseñaba a Celina, para actuar yo como ella. Después que salió de la Visitación, para obtener el favor de ser admitida en su cuarto durante las clases que le daba a Celina, me portaba muy bien y hacía todo lo que me mandaba. Por eso, me colmaban de regalos, que, pese a su escaso valor, me hacían mucha ilusión.

Estaba muy orgullosa de mis dos hermanas mayores, pero mi ideal de niña era Paulina... Cuando estaba empezando a hablar y mamá me preguntaba «¿En qué piensas?», la respuesta era invariable: «¡En Paulina...!» Otras veces pasaba mi dedito por el cristal de la ventana y decía: «Estoy escribiendo: ¡Paulina...!»

Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces, sin saber lo que era eso, pensaba: Yo también seré religiosa. Es éste uno de mis primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de intención... Fuiste tú, Madre querida, la persona que Jesús escogió para desposarme con él; tú no estabas entonces a mi lado, pero ya se había creado un lazo entre nuestras almas... Tú eras mi ideal, yo quería parecerme a ti, y tu ejemplo fue lo que me arrastró, desde los dos años de edad, hacia el Esposo de la vírgenes. ¡Cuántos hermosos pensamientos quisiera confiarte! Pero tengo que continuar con la historia de la florecilla, con su historia completa y general, pues si quisiera hablar detalladamente de sus relaciones con «Paulina», ¡tendría que dejar de lado todo lo demás...!

Mi querida Leonia ocupaba también un lugar importante en mi corazón. Me quería mucho. Por las tardes, cuando toda la familia salía a dar un paseo, era ella quien me cuidaba... Aún me parece estar escuchando las lindas tonadas que me cantaba para dormirme... Buscaba la forma de contentarme en todo; por eso, me habría dolido mucho darle algún disgusto. Me acuerdo muy bien de su primera comunión, sobre todo del momento en que me cogió en brazos para hacerme entrar con ella en la casa rectoral. ¡Me parecía tan bonito ser llevada en brazos por una hermana mayor toda vestida de blanco como yo...! Por la noche, me acostaron temprano, pues yo era muy pequeña para quedarme al solemne banquete; pero aún estoy viendo a papá trayéndole, a los postres, a su reinecita unos trozos de tarta...

Al día siguiente, o pocos días después, fuimos con mamá a casa de la compañerita de Leonia. Creo que fue ese día cuando nuestra mamaíta nos llevó detrás de una pared para hacernos beber un poco de vino después de la comida (que nos había servido la pobre señora de Dagorau), pues no quería dejar en mal lugar a la buena mujer pero tampoco quería que nos faltase nada... ¡Qué tierno es el corazón de una madre! ¡Y cómo expresa su ternura en mil detalles previsores en los que nadie pensaría...!

Ahora me falta hablar de mi querida Celina, la compañerita de mi infancia, pero son tantos los recuerdos, que no sé cuáles elegir. Voy a extraer algunos pasajes de las cartas que mamá te escribía a la Visitación, pero no voy a copiarlo todo, pues sería demasiado largo...

El 10 de julio de 1873 (año de mi nacimiento), te decía:

«La nodriza trajo el jueves a Teresita. Se pasó todo el tiempo riendo. La que más le gustó fue la pequeña Celina. Se reía con ella a carcajadas. Se diría que ya tiene ganas de jugar, no tardará en hacerlo. Se sostiene sobre las piernecitas, más tiesa que una estaca. Creo que pronto empezará a andar y que tendrá buen carácter. Parece muy inteligente y tiene pinta de predestinada...»

Pero cuando mostré mi cariño a mi querida Celinita, fue sobre todo después de dejar a mi nodriza. Nos entendíamos muy bien; sólo que yo era mucho más vivaracha y mucho menos ingenua que ella. Aunque tenía tres años y medio menos, me parecía que fuésemos de la misma edad. Este pasaje de una carta de mamá te hará ver lo buena que era Celina y lo mala que era yo:

«Mi Celinita está decididamente inclinada a la virtud. Es ésta una inclinación profunda de su ser. Tiene un alma candorosa y siente horror al pecado. En cuanto al huroncillo, no sabemos lo que saldrá de él. ¡Es tan pequeño y tan atolondrado! Tiene una inteligencia superior a la de Celina, pero es mucho menos dulce, y, sobre todo, de una terquedad casi indomable. Cuando dice "no", no hay nada que la haga ceder; aunque la metiésemos un día entero en el cuarto de los trastos, dormiría allí antes que decir "sí"...

«Sin embargo, tiene un corazón de oro, es muy cariñosa y sincera. Es curioso verla correr tras de mí para acusarse: —Mamá, he empujado a Celina, pero sólo una vez, la he pegado una vez, pero no lo volveré a hacer. (Y así, en todo lo que hace). El jueves por la tarde, fuimos a dar un paseo hacia la estación, y se empeñó en entrar en la sala de espera para ir a buscar a Paulina. Corría delante con una alegría que daba gloria verla. Pero cuando vio que teníamos que volvernos sin subir al tren para ir a buscar a Paulina, se pasó todo el camino llorando».

Esta última parte de la carta me recuerda la dicha que sentía al verte volver de la Visitación. Tú, Madre querida, me cogías en brazos y María cogía en los suyos a Celina. Entonces yo te hacía mil caricias y me echaba hacia atrás para admirar tu larga trenza... Luego me dabas una tableta de chocolate que habías guardado durante tres meses. ¡Imagínate qué reliquia era eso para mí...!

Viaje a Le Mans

Me acuerdo también del viaje que hice a Le Mans vez que iba en tren. ¡Qué alegría verme viajar sola con mamá...! Sin embargo, ya no recuerdo por qué, me eché a llorar, y nuestra pobre mamaíta sólo pudo presentar a nuestra tía de Le Mans a un feo bichito todo enrojecido por las lágrimas que había derramado en el camino... No guardo ningún recuerdo de la visita al locutorio, a no ser del momento en que mi tía me pasó un ratoncito blanco y una cestita de cartulina llena de bombones, sobre los que campeaban dos preciosos anillos de azúcar, justamente del tamaño de mi dedo. Inmediatamente exclamé: «¡Qué bien! ¡Ya tengo un anillo para Celina!» Pero, ¡ay dolor!, cojo la cesta por el asa, doy la otra mano a mamá y nos vamos. A los pocos pasos, miro la cesta y veo casi todos los bombones desparramados por la calle, como si fueran los guijarros de Pulgarcito... Miro más atentamente y veo que uno de los preciosos anillos había corrido la suerte fatal de los bombones... ¡Ya no tenía nada que llevar a Celina...! Entonces estalla mi dolor, pido volver sobre mis pasos, pero mamá no parece hacerme caso. ¡Aquello era demasiado! A mis lágrimas siguieron mis gritos... No podía comprender que mamá no compartiese mi dolor, y eso acrecentaba todavía más mi sufrimiento...

Mi carácter

Vuelvo ahora a las cartas en las que mamá te habla de Celina y de mí. Es el mejor medio que puedo emplear para darte a conocer mi carácter. He aquí un pasaje en el que mis defectos brillan en todo su esplendor:

«Celina está entretenida con la pequeña jugando a los dados, y riñen de vez en cuando. Celina cede para añadir una perla a su corona. Yo me veo obligada a reprender a esta pobre niña, que coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto y se revuelca por el suelo como una desesperada pensando que todo está perdido. Hay momentos en que es más fuerte que ella, y se le corta la respiración. Es una niña muy nerviosa. De todas maneras, es un encanto, y muy inteligente, y se acuerda de todo».

¡Ya ves, Madre mía, qué lejos estaba yo de ser una niña sin defectos! Ni siquiera se podía decir de mí «que fuese buena cuando estaba dormida», pues de noche era todavía más revoltosa que de día. Mandaba a paseo todas las mantas, y (dormida y todo) me daba golpes contra los largueros de mi camita; el dolor me despertaba, y entonces decía: «¡Mamá, me he golpeado...! Nuestra pobre mamaíta se veía obligada a levantarse y comprobaba que, en efecto, tenía chichones en la frente y me había golpeado. Me tapaba bien y volvía a acostarse; pero al cabo de un momento yo volvía a golpearme. De suerte que se vieron obligados a atarme en la cama. Todas las noches, la pequeña Celina venía a anudar las incontables cuerdas destinadas a evitar que el diablillo se golpease y despertara a su mamá. Esta medida dio buen resultado, y desde entonces ya fui buena mientras dormía...

Tenía también otro defecto (estando despierta), del que mamá no habla en sus cartas, que era un gran amor propio. No voy a darte más que dos ejemplos para no alargar demasiado mi narración. Un día, me dijo mamá: «Teresita, si besas el suelo, te doy cinco céntimos». Cinco céntimos eran para mí toda una fortuna, y para ganarlos no tenía que bajar demasiado de mi altura, pues mi exigua estatura no me separaba muchos palmos de suelo. Sin embargo, mi orgullo se rebeló a la sola idea de besar el suelo, y poniéndome muy tiesa le dije a mamá: —¡No, mamaíta, prefiero quedarme sin los cinco céntimos...!

En otra ocasión teníamos que ir a Grogny, a visitar a la señora de Monnier. Mamá le dijo a María que me pusiese mi precioso vestido azul celeste, adornado de encajes, pero que no me dejara los brazos al aire, para que el sol no me los tostase. Yo me dejé, con la indiferencia propia de las niñas de mi edad; pero interiormente pensaba que habría estado mucho más bonita con los bracitos al aire.

Con una forma de ser como la mía, si hubiera sido educada por unos padres sin virtud, o incluso si hubiese sido mimada por Luisa como Celina, habría salido muy mala, y tal vez hasta me habría perdido... Pero Jesús velaba por su pequeña prometida y quiso que todo redundase en su bien; incluso sus defectos, que, corregidos a tiempo, le sirvieron para crecer en la perfección...

Como tenía amor propio y también amor al bien, en cuanto empecé a pensar seriamente (y lo hice desde muy pequeña), bastaba que me dijeran que algo no estaba bien para que se me quitasen las ganas de hacérmelo repetir dos veces... Veo con agrado que en las cartas de mamá, a medida que iba creciendo, le daba mayores alegrías. Como no tenía más que buenos ejemplos a mi alrededor, quería seguirlos como la cosa más natural del mundo. Esto es lo que escribía en 1876:

«Hasta Teresa quiere ponerse a veces a hacer prácticas... Es una niña encantadora, más lista que el hambre, muy vivaracha, pero de corazón sensible. Celina y ella se quieren mucho. Se bastan solas para entretenerse. Todos los días, en cuanto acaban de comer, Celina va a buscar su gallo y atrapa al primer golpe la gallina de Teresa. Yo no consigo hacerlo, pero ella es tan hábil que la coge a la primera. Después se van las dos con sus animalitos a sentarse al amor de la lumbre, y así se entretienen un buen rato. (La gallina y el gallo me los había regalado Rosita, y yo le di el gallo a Celina).

«El otro día Celina durmió conmigo y Teresa se acostó en el segundo piso en la cama de Celina. Había pedido a Luisa que la bajase abajo para vestirla, y cuando Luisa subió a buscarla encontró la cama vacía.Teresa había oído a Celina y había bajado con ella. Luisa le dijo: —¿O sea, que no quieres bajar a vestirte? —No, Luisa, no, nosotras somos como las dos gallinitas, que no pueden separarse. Y al decir esto, se abrazaban y se estrechaban la una contra la otra...

«Luego, por la tarde, Luisa, Celina y Leonia se fueron al Círculo Católico y dejaron en casa a la pobre Teresa, que entendía perfectamente que ella era demasiado pequeña para ir, y decía: —¡Si por lo menos quisieran acostarme en la cama de Celina...! Pero no, no quisieron... Ella no dijo nada y se quedó sola con su lamparita. Al cuarto de hora estaba ya profundamente dormida...»

Otro día, mamá escribía también:

«Celina y Teresa son inseparables, no es fácil ver a dos niñas que se quieran tanto. Cuando María viene a buscar a Celina para la clase, la pobre Teresa se queda hecha un mar de lágrimas. ¡Ay, qué va a ser de ella si se va su amiguita...! María se compadece y se la lleva también, y la pobre criatura se pasa dos o tres horas sentada en una silla. Le dan unas cuentas para que las ensarte o algún trapo para que cosa; no se atreve a rebullir y lanza con frecuencia profundos suspiros. Cuando se le desenhebra la aguja, intenta volver a enhebrarla, y es curioso verla cuando no lo consigue y sin atreverse a molestar a María. Pronto se ven dos gruesas lágrimas correr por sus mejillas... María la consuela inmediatamente y le vuelve a enhebrar la aguja, y el pobre angelito sonríe a través de sus lágrimas...»

Recuerdo, en efecto, que no podía vivir sin Celina, y que prefería levantarme de la mesa sin terminar el postre a no irme tras ella. En cuanto se levantaba, me volvía en mi silla alta, pidiendo que me bajasen, y nos íbamos las dos juntas a jugar.

A veces nos íbamos con la hija de gobernador, lo cual me gustaba mucho a causa del parque y de los preciosos juguetes que nos enseñaba; pero más que nada iba allí por complacer a Celina, ya que prefería quedarme en nuestro jardincito raspando las tapias, pues quitábamos todas las brillantes lentejuelas que había en ellas y luego íbamos a vendérsela a papá que nos las compraba muy serio.

Los domingos, como yo era muy pequeña para ir a las funciones religiosas, mamá se quedaba a cuidarme. Yo me portaba muy bien y andaba de puntillas mientras duraba la misa. Pero en cuanto veía abrirse la puerta, se producía una explosión de alegría sin igual: me precipitaba al encuentro de mi preciosa hermanita, que llegaba adornada como una capilla..., y le decía: «¡Celina, dame enseguida pan bendito!» A veces no lo traía, porque había llegado demasiado tarde... ¡Qué hacer entonces? Yo no podía pasarme sin él, era «mi misa»... Pronto encontré la solución: «¿No tienes pan bendito? ¡Pues hazlo!» Dicho y hecho: Celina cogía una silla, abría la alacena, cogía el pan, cortaba una rebanada, y rezaba muy seria un Ave María sobre él. Luego me lo ofrecía, y yo, después de hacer con él la señal de la cruz, lo comía con gran devoción, encontrándole exactamente el mismo gusto que el del pan bendito...

Con frecuencia hacíamos juntas conferencias espirituales. He aquí un ejemplo que entresaco de las cartas de mamá:

«Nuestras dos queridas pequeñas, Celina y Teresa, son ángeles de bendición, tienen una naturaleza verdaderamente angelical. Teresa constituye la alegría y la felicidad de María, y su gloria. Es increíble lo orgullosa que está de ella. La verdad es que tiene salidas de lo más sorprendentes para su edad y le da cien vueltas a Celina, que tiene el doble de años. El otro día decía Celina: "¿Cómo puede estar Dios en una hostia tan pequeña?" Y la pequeña contesto: "Pues no es tan extraño, porque Dios es todopoderoso". "¿Y qué quiere decir todopoderoso?" "¡Pues que hace todo lo que quiere"...»

Yo lo escojo todo

Un día, Leonia, creyéndose ya demasiado mayor para jugar a las muñecas, vino a nuestro encuentro con una cesta llena de vestiditos y de preciosos retazos para hacer más. Encima de todo venía acostada su muñeca. «Tomad, hermanitas —nos dijo—, escoged, os lo doy todo para vosotras». Celina alargó la mano y cogió un mazo de orlas de colores que le gustaba. Tras un momento de reflexión, yo alargué a mi vez la mano, diciendo: «¡Yo lo escojo todo!», y cogí la cesta sin más ceremonias. A los testigos de la escena la cosa les pereció muy justa, y ni a la misma Celina se le ocurrió quejarse (aunque la verdad es que juguetes no le faltaban, pues su padrino la colmaba de regalos, y Luisa encontraba la forma de agenciarle todo lo que deseaba).

Este insignificante episodio de mi infancia es el resumen de toda mi vida. Más tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y olvidarse de sí misma. Comprendí que en la perfección había muchos grados, y que cada alma era libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: «Dios mío, yo lo escojo todo. No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, sólo me asusta una cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues "yoescojo todo" lo que tú quieres...!

Pero tengo que cortar. No debo adelantarme todavía a hablarte de mi juventud, sino de aquel diablillo de cuatro años.

Recuerdo un sueño que debí tener por esta edad, y que se me grabó profundamente en la imaginación. Una noche soñé que salía a dar un paseo, yo sola, por el jardín. Al llegar al pie de la escalera que tenía que subir para llegar él, me paré, sobrecogida de espanto. Delante de mí, cerca del emparrado, había un bidón de cal y sobre el bidón estaban bailando dos horribles diablillos con una agilidad asombrosa a pesar de las planchas que llevaban en los pies. De repente, fijaron en mí sus ojos encendidos y luego, en ese mismo momento, como si estuvieran todavía más asustados que yo, saltaron del bidón al suelo y fueron a esconderse en la ropería, que estaba allí enfrente. Al ver que eran tan poco valientes, quise saber lo que iban a hacer y me acerqué a la ventana. Allí estaban los pobres diablillos, corriendo por encima de las mesas y sin saber qué hacer para huir de mi mirada; a veces se acercaban a la ventana mirando nerviosos si yo seguía allí, y, al verme, volvían a echar a correr como desesperados.

Seguramente este sueño no tiene nada de extraordinario. Sin embargo, creo que Dios ha querido que lo recuerde siempre para hacerme ver que un alma en estado de gracia no tiene nada que temer de los demonios, que son unos cobardes, capaces de huir ante la mirada de un niño...

Voy a copiar aquí otro pasaje que encuentro en las cartas de mamá. Nuestra pobre mamaíta presentía ya el final de su destierro:

«Las dos pequeñas no me preocupan. Están muy bien las dos, son naturalezas privilegiadas; sin duda alguna, serán buenas. María y tú podréis educarlas perfectamente. Celina no comete nunca la menor falta voluntaria. También la pequeña será buena; no diría una mentira ni por todo el oro del mundo. Tiene una agudeza como no la he visto en ninguna de vosotras».

«El otro día estaba en la tienda con Celina y con Luisa. Hablaba de sus prácticas y discutía animadamente con Celina. La señora le preguntó a Luisa: ¿Qué es lo que quiere decir? Cuando juega en el jardín, no se oye hablar más que de prácticas? La señora de Gaucherin se asoma a la ventana para tratar de entender qué significa esa discusión sobre las prácticas...

«Esta criatura constituye nuestra felicidad. Será buena, se le ve ya el germen: no sabe hablar más que de Dios, y por nada del mundo dejaría de rezar sus oraciones. Me gustaría que la vieras contar cuentos, no he visto nunca cosa más graciosa. Encuentra ella solita la expresión y el tono apropiados, sobre todo cuando dice: "Niño de rubios cabellos, ¿dónde crees que está Dios?" Y cuando llega a aquello de "Allá arriba, en lo alto del cielo azul", dirige la mirada hacia lo alto con una expresión angelical. No nos cansamos de hacérselo repetir, ¡resulta tan hermoso! Hay algo tan celestial en su mirada, que uno se queda extasiado...»

Madre mía querida, ¡qué feliz era yo a esa edad! Empezaba ya a gozar de la vida, se me hacía atractiva la virtud y creo que me hallaba en las mismas disposiciones que hoy, con un gran dominio ya sobre mis actos.

¡Ay, qué rápidos pasaron los años soleados de mi niñez! Pero también ¡qué huella tan dulce dejaron en mi alma! Recuerdo ilusionada los días en que papá nos llevaba al Pabellón. Hasta los más pequeños detalles se me grabaron en el corazón...

Recuerdo, sobre todo, los paseos del domingo, en los que siempre nos acompañaba mamá... Aún siento en mi interior las profundas ypoéticas impresiones que nacían en mi alma a la vista de los campos de trigo esmaltados de acianos y de flores silvestres. Me gustaban ya los amplios horizontes... El espacio y los gigantescos abetos, cuyas ramas tocaban el suelo, dejaban en mi alma una impresión parecida a la que siento hoy todavía a la vista de la naturaleza...

Con frecuencia, durante esos largos paseos, nos encontrábamos con algún pobre, y Teresita era siempre la encargada de llevarles la limosna, cosa que le encantaba. Pero a menudo también, pareciéndole a papá que el camino era demasiado largo para su reinecita, la llevaba a casa antes que a las demás (muy a su pesar); y entonces, para consolarla, Celina llenaba de margaritas su linda cestita y, a la vuelta, se las daba. Pero, ¡ay!, la pobre abuelita pensaba que su nieta tenía demasiadas y cogía una buena parte de ellas para su Virgen... Esto no le gustaba a Teresita, pero se guardaba muy bien de decir nada, pues había adquirido la buena costumbre de no quejarse nunca. Incluso cuando le quitaban lo que era suyo o cuando la acusaban injustamente, prefería callarse y no excusarse, lo cual no era mérito suyo sino virtud natural... ¡Qué lastima que esta buena disposición se haya desvanecido...!

Sí, verdaderamente todo me sonreía en la tierra. Encontraba flores a cada paso que daba, y mi carácter alegre contribuía también a hacerme agradable la vida.

Pero un nuevo período se iba a abrir para mi alma. Tenía que pasar por el crisol de la prueba y sufrir desde mi infancia, para poder ofrecerme mucho antes a Jesús. Igual que las flores de la primavera comienzan a germinar bajo la nieve y se abren a los primeros rayos del sol, así también la florecita cuyos recuerdos estoy escribiendo tuvo que pasar también por el invierno de la tribulación...

2. CAPÍTULO II

EN LOS BUISSONNETS (1877-1881)

Muerte de mamá

Todos los detalles de la enfermedad de nuestra querida madre siguen todavía vivos en mi corazón. Me acuerdo, sobre todo, de las últimas semanas que pasó en la tierra.

Celina y yo vivíamos como dos pobres desterradas. Todas las mañanas, venía a buscarnos la señora de Leriche y pasábamos el día en su casa. Un día, no habíamos tenido tiempo de rezar nuestras oraciones antes de salir, y por el camino Celina me dijo muy bajito: —«¿Tenemos que decirle que no hemos rezado...» —«Sí», le contesté, y entonces ella se lo dijo muy tímidamente a la señora de Leriche, que nos respondió: —«Bien, hijitas, ahora las haréis». Y dejándonos solas en una habitación muy grande, se fue... Entonces Celina me miró y dijimos: «¡Ay, no es como con mamá...! Ella nos hacía rezar todos los días...»

Cuando jugábamos con las niñas, nos perseguía de continuo el recuerdo de nuestra madre querida. Una vez que a Celina le dieron un albaricoque, se inclinó hacia mí y me dijo muy bajito: «No lo comeremos, se lo daré a mamá». Pero, ¡ay!, nuestra pobre mamaíta estaba ya demasiado enferma para comer las frutas de la tierra. Ya sólo en el cielo podría saciarse con la gloria de Dios y beber con Jesús el vino misterioso del que él habló en la última cena cuando dijo que lo compartiría con nosotros en el reino de su Padre.

También la impresionante ceremonia de la unción de los enfermos se quedó grabada en mi alma. Aún veo el lugar donde yo estaba, al lado de Celina. Estábamos las cinco colocadas por orden de edad, y nuestro pobre papaíto estaba también allí sollozando...

El día de la muerte de mamá, o al día siguiente, me cogió en brazos, diciéndome: «Ve a besar por última vez a tu pobre mamaíta». Y yo, sin decir nada, acerqué mis labios a la frente de mi madre querida...

No recuerdo haber llorado mucho. No le hablaba a nadie de los profundos sentimientos que me embargaban... Miraba y escuchaba en silencio... Nadie tenía tiempo para ocuparse de mí, así que vi muchas cosas que hubieran querido ocultarme. En un determinado momento, me encontré frente a la tapa del ataúd... Estuve un largo rato contemplándolo. Nunca había visto ninguno. Sin embargo, comprendía... Era yo tan pequeña, que, a pesar de la baja estatura de mamá, tuve que levantar la cabeza para verlo entero, y me pareció muy grande... y muy triste...

Quince años más tarde, me encontré delante de otro ataúd, el de la madre Genoveva . Era del mismo tamaño que el de mamá, ¡y me pareció estar volviendo a los días de mi infancia...! Todos los recuerdos se agolparon en mi mente. Era la misma Teresita la que miraba; pero ahora había crecido y el ataúd le parecía pequeño: ya no necesitaba levantar la cabeza para verlo, tan sólo la levantaba para contemplar el cielo, que le parecía muy alegre, porque todas sus pruebas se habían terminado y el invierno de su alma había pasado para siempre...

El día en que la Iglesia bendijo los restos mortales de nuestra mamaíta del cielo, Dios quiso darme otra madre en la tierra, y quiso que yo misma la eligiese libremente. Estábamos juntas las cinco, mirándonos entristecidas. También Luisa estaba allí, y al vernos a Celina y a mí, dijo: «¡Pobrecitas, ya no tenéis madre!» Entonces Celina se echó en brazos de María, diciendo: «¡Bueno, tú serás mi mamá!» Yo estaba acostumbrada a imitarla en todo; sin embargo, me volví hacia ti, Madre mía, y como si el futuro hubiera rasgado ya su velo, me eché en tus brazos, exclamando: «¡Pues mi mamá será Paulina! »

Como ya dije antes, a partir de esta época de mi vida entré en el segundo período de mi existencia, el más doloroso de los tres, sobre todo tras la entrada en el Carmelo de la que yo había escogido para que fuese mi segunda «mamá». Este período se extiende desde la edad de cuatro años y medio hasta la de catorce, época en la que recuperé mi carácter de la niñez, a la vez que entraba en lo serio de la vida.

Tengo que decirte, Madre, que a partir de la muerte de mamá, mi temperamento feliz cambió por completo. Yo, tan vivaracha y efusiva, me hice tímida y callada y extremadamente sensible. Bastaba un mirada para que prorrumpiese en lágrimas, sólo estaba contenta cuando nadie se ocupaba de mí, no podía soportar la compañía de personas extrañas y sólo en la intimidad del hogar volvía a encontrar mi alegría. Sin embargo, seguía rodeada de la mas delicada ternura.. El corazón tan tierno de papá había añadido al amor que ya tenía un amor verdaderamente maternal... Y tú, Madre, y María ¿no erais para mí las más tiernas y desinteresadas de las madres...? No, si Dios no hubiese prodigado a su florecilla esos sus rayos bienhechores, nunca ella hubiera podido aclimatarse a la tierra, pues era todavía demasiado débil para soportar las lluvias y las tormentas, y necesitaba calor, el suave rocío y las brisas de primavera. Nunca le faltaron todas esas ayudas, Jesús hizo que las encontrase incluso bajo la nieve del sufrimiento.

Lisieux

No sentí la menor pena al dejar Alençon; a los niños les gustan los cambios, y vine contenta a Lisieux. Me acuerdo del viaje y de la llegada al anochecer a la casa de mi tía. Aún me parece estar viendo a Juana y a María esperándonos a la puerta... Me sentía muy feliz de tener unas primitas tan buenas. Las quería mucho, lo mismo que a mi tía y, sobre todo, a mi tío; sólo que él me daba miedo y no me hallaba tan a gusto en su casa como en los Buissonnets, donde mi vida sí que fue verdaderamente feliz...

Por la mañana, tú te acercabas a mí, preguntándome si había ofrecido ya mi corazón a Dios; luego me vestías, hablándome de él, y a continuación rezaba mis oraciones a tu lado.

Después venía la clase de lectura. La primera palabra que logré leer sola fue ésta: «cielos». Mi querida madrina se encargaba de las clases de escritura, y tú, Madre, de todas las demás. No tenía gran facilidad para aprender, pero sí buena memoria. El catecismo, y sobre todo la Historia Sagrada, eran mis asignaturas preferidas, las estudiaba con verdadero placer; en cambio la gramática me hizo derramar muchas lágrimas... ¿Te acuerdas del masculino y el femenino?

En cuanto terminaba la clase, subía al mirador para llevarle a papá mi condecoración y mis notas. ¡Qué feliz me sentía cuando podía decirle: «Tengo un 5 sin excepción, Paulina lo dijo la primera...!» Pues cuando te preguntaba yo si tenía 5 sin excepción y tú me contestabas que sí, era para mí como obtener un punto menos. También me dabas vales, y cuando había reunido un cierto número de ellos conseguía un recompensa y un día de asueto. Recuerdo que esos días se me hacían mucho más largos que los otros, cosa que a ti te agradaba pues era señal de que no me gustaba estar sin hacer nada.

Delicadezas de papá

Todas la tardes me iba a dar un paseíto con papá. Hacíamos juntos una visita al Santísimo Sacramento, visitando cada día una nueva iglesia. Fue así como entré por vez primera en la capilla del Carmelo. Papá me enseñó la reja del coro, diciéndome que al otro lado había religiosas. ¡Qué lejos estaba yo de imaginarme que nueve años más tarde iba a encontrarme yo entre ellas...!

Terminado el paseo (durante el cual papá me compraba siempre un regalito de cinco o diez céntimos), volvía a casa. Hacía entonces los deberes, y después me pasaba todo el resto del tiempo brincando en el jardín en torno a papá, pues no sabía jugar a las muñecas. Una cosa que me encantaba era preparar tisanas con semillas y cortezas de árbol que encontraba por el suelo; luego se las llevaba a papá en una linda tacita; nuestro pobre papaíto suspendía su trabajo y, sonriendo, hacía como que bebía, y antes de devolverme la taza me preguntaba (como a hurtadillas) si había que tirar el contenido; algunas veces yo le decía que sí, pero la mayoría de ellas volvía a llevarme mi preciosa tisana para que me sirviese para más veces...

Me gustaba cultivar mis florecitas en el jardín que papá me había regalado. Me entretenía levantando altarcitos en un hueco que había en medio de la tapia; cuando terminaba, corría a buscar a papá y arrastrándole detrás de mí le decía que cerrase bien los ojos y que no los abriera hasta que yo se lo mandase. El hacía todo lo que yo quería y se dejaba conducir ante mi jardincito. Entonces yo gritaba: «¡Papá, abre los ojos!» El los abría y, por complacerme, se quedaba extasiado, admirando lo que a mí me parecía toda una obra de arte...

Si quisiera contar otras mil anécdotas de esta índole que se agolpan en mi memoria, nunca terminaría... ¿Cómo relatar todas las caricias que «papá» prodigaba a su reinecita? Hay cosas que siente el corazón y que ni la palabra ni siquiera el pensamiento pueden expresar...

¡Qué hermosos eran para mí los días en que mi rey querido me llevaba con él a pescar! ¡Me gustaban tanto el campo, las flores y los pájaros! A veces intentaba pescar con mi cañita. Pero prefería ir a sentarme solaen la hierba florida. Entonces mis pensamientos se hacían muy profundos, y sin saber lo que era meditar, mi alma se abismaba en una verdadera oración... Escuchaba los ruidos lejanos... El murmullo del viento y hasta la música difusa de los soldados, cuyo sonido llegaba hasta mí, me llenaban de dulce melancolía el corazón... La tierra me parecía un lugar de destierro y soñaba con el cielo...

La tarde pasaba rápidamente, y pronto había que volver a los Buissonnets. Pero antes de partir, tomaba la merienda que había llevado en mi cestita. La hermosa rebanada de pan con mermelada que tú me habías preparado había cambiado de aspecto: en lugar de su vivo color, ya no veía más que un pálido color rosado, todo rancio y revenido... Entonces la tierra me parecía aún más triste, y comprendía que sólo en el cielo la alegría sería sin nubes...

Hablando de nubes, me acuerdo que un día el hermoso cielo azul de la campaña se encapotó y que pronto se puso a rugir la tormenta. Los relámpagos hacían surcos en las nubes oscuras y vi caer un rayo a corta distancia. Lejos de asustarme, estaba encantada: ¡me parecía que Dios estaba muy cerca de mí...! Papá no estaba en absoluto tan contento como su reinecita; no porque tuviese miedo a la tormenta, sino porque la hierba y las grandes margaritas (que levantaban más que yo) centelleaban de piedras preciosas y teníamos que atravesar varios prados antes de encontrar un camino; así que mi querido papaíto, para que los diamantes no mojasen a su hijita, se la echó a hombros a pesar de su equipo de pesca.

Durante los paseos que daba con papá, le gustaba mandarme a llevar la limosna a los pobres con que nos encontrábamos. Un día, vimos a uno que se arrastraba penosamente sobre sus muletas. Me acerqué a él para darle una moneda; pero no sintiéndose tan pobre como para recibir una limosna, me miró sonriendo tristemente y rehusó tomar lo que le ofrecía. No puedo decir lo que sentí en mi corazón. Yo quería consolarle, aliviarle, y en vez de eso, pensé, le había hecho sufrir. El pobre enfermo, sin duda, adivinó mi pensamiento, pues lo vi volverse y sonreírme. Papá acababa de comprarme un pastel y me entraron muchas ganas de dárselo, pero no me atreví. Sin embargo, quería darle algo que no me pudiera rechazar, pues sentía por él un afecto muy grande. Entonces recordé haber oído decir que el día de la primera comunión se alcanzaba todo lo que se pedía. Aquel pensamiento me consoló, y aunque todavía no tenía más que seis años, me dije para mí: «El día de mi primera comunión rezaré por mi pobre». Cinco años más tarde cumplí mi promesa, y espero que Dios habrá escuchado la oración que él mismo me había inspirado que le dirigiera por uno de sus miembros dolientes...

Amaba mucho a Dios y le ofrecía con frecuencia mi corazón, sirviéndome de la breve fórmula que mamá me había enseñado. Sin embargo, un día, o mejor una tarde del mes de mayo, cometí una falta que vale la pena contar aquí. Esta falta me ofreció una buena ocasión para humillarme y creo que he tenido de ella perfecta contrición.

Como era demasiado pequeña para ir al mes de María, me quedaba en casa con Victoria y hacía con ella mis devociones ante mi altarcito de María, que yo arreglaba a mi manera. Era todo tan pequeño, candeleros y floreros, que dos cerillas, que hacían de velas, bastaban para alumbrarlo. En alguna que otra ocasión, Victoria me daba la sorpresa de regalarme dos cabitos de vela, pero raras veces. Una tarde, estaba todo preparado para ponernos a rezar, y le dije: «Victoria, ¿quieres comenzar el Acordaos? Voy a encender». Ella hizo ademán de empezar, pero no dijo nada y me miró riéndose. Yo, que veía que mis preciosas cerillasse consumían rápidamente, le supliqué que dijese la oración. Ella continuó callada. Entonces, levantándome, le dije a gritos que era mala y, saliendo de mi dulzura habitual, empecé a patalear con todas mis fuerzas.... A la pobre Victoria se le quitaron las ganas de reír, me miró asombrada y me enseñó los cabos de vela que había traído...Y yo, después de haber derramado lágrimas de rabia, lloré lágrimas de sincero arrepentimiento, con el firme propósito de no volver a hacerlo nunca...

En otra ocasión me ocurrió una nueva aventura con Victoria, pero de ésta no tuve que arrepentirme, pues conservé perfectamente la calma. Yo quería un tintero, que estaba sobre la chimenea de la cocina. Como era muy pequeña para cogerlo, le pedí muy amablemente a Victoria que me lo diese, pero ella se negó, diciéndome que me subiese a una silla. Cogí una silla sin replicar, pero pensando que ella no había sido nada amable que digamos. Y queriendo hacérselo saber, busqué en mi cabecita el insulto que más me ofendía. Ella, cuando estaba enfadada conmigo, solía llamarme «mocosa», lo cual me humillaba mucho. Así que, antes de bajarme de la silla, me volví hacia ella con gran dignidad y le dije: «¡Victoria, eres una mocosa!» Y me escapé corriendo, dejándola que meditase las profundas palabras que acababa de dirigirle... El resultado no se hizo esperar, pues pronto la oí gritar: «¡Señorita María..., Teresa acaba de llamarme mocosa!» Vino María y me hizo pedirle perdón, pero lo hice sin contrición, pues me parecía que si Victoria no había querido estirar su largo brazopara hacerme un pequeño favor, merecía bien el título de mocosa...

Sin embargo, Victoria me quería mucho, y yo también a ella. Un día me sacó de un gran aprieto, en el que yo había caído por mi culpa. Victoria estaba planchando y tenía a su lado un cubo de agua. Yo estaba mirándola, balanceándome (como de costumbre) en una silla. De repente, me falló la silla y caí, pero no al suelo, sino ¡¡¡dentro del cubo...!!!Estaba tocando la cabeza con los pies, y llenaba el cubo como un pollito llena el huevo... La pobre Victoria me miraba enormemente sorprendida, pues nunca había visto cosa igual. Yo no veía la hora de salir del cubo, pero imposible, la prisión era tan justa que no podía hacer el menor movimiento. Con cierta dificultad, Victoria me salvó del gran aprieto; lo que no pudo salvar fue mi vestido y todo lo demás, y se vio obligada a cambiarme, pues estaba hecha una sopa.

Otra vez me caí en la chimenea. Por suerte el fuego no estaba encendido, y Victoria no tuvo más trabajo que el de levantarme y sacudirme la ceniza que me cubría de pies a cabeza. Todas estas aventuras me sucedían los miércoles, mientras tú y María estabais en el canto.

Primera confesión

Fue también un miércoles cuando vino a visitarnos el Sr. Ducellier. Cuando Victoria le dijo que no había nadie en casa, más que Teresita, entró a la cocina para verme, y estuvo mirando mis deberes. Me sentí muy orgullosa de recibir a mi confesor, pues había hecho poco antes mi primera confesión.

¡Qué dulce recuerdo aquel...! ¡Con cuánto esmero me preparaste, Madre querida, diciéndome que no era a un hombre a quien iba a decir mis pecados, sino a Dios! Estaba profundamente convencida de ello, por lo que me confesé con gran espíritu de fe, y hasta te pregunté si no tendría que decirle al Sr. Ducellier que lo amaba con todo el corazón, ya que era a Dios a quien le iba a hablar en su persona...

Bien instruida acerca de todo lo que tenía que decir y hacer, entré al confesonario y me puse de rodillas; pero al abrir la ventanilla, el Sr. Ducellier no vio a nadie: yo era tan pequeña, que mi cabeza quedaba por debajo de la tabla de apoyar las manos. Entonces me mandó ponerme de pie. Obedecí en seguida, me levanté y, poniéndome exactamente frente a él para verle bien, me confesé como una personamayor, y recibí su bendición con gran fervor, pues tú me habías dicho que en esos momentos las lágrimas del Niño Jesús purificarían mi alma. Recuerdo que en la primera exhortación que me hizo me invitó, sobre todo, a que tener devoción a la Santísima Virgen, y yo prometí redoblar mi ternura hacia ella. Al salir del confesonario, me sentía tan contenta y ligera, que nunca había sentido tanta alegría en mi alma. Después volví a confesarme en todas las fiestas importantes, y cada vez que lo hacía era para mí una verdadera fiesta.

Fiestas y domingos en familia

¡Las fiestas...! ¡Cuántos recuerdos me trae esta palabra...! ¡Cómo me gustaban las fiestas...! Tú, Madre querida, sabías explicarme tan bien todos los misterios que en cada una de ellas se encerraban, que eran para mí auténticos días de cielo. Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo. ¡Qué alegría arrojar flores al paso del Señor...! Pero en vez de dejarlas caer, yo las lanzaba lo más alto que podía, y cuando veía que mis hojas deshojadas tocaban la sagrada custodia, mi felicidad llegaba al colmo...

¡Las fiestas! Si bien las grandes eran raras, cada semana traía una muy entrañable para mí.: «el domingo». ¡Qué día el domingo...! Era la fiesta de Dios, la fiesta del descanso. Empezaba por quedarme en la cama más tiempo que los otros días; además, mamá Paulina mimaba a su hijita llevándole el chocolate a la cama, y después la vestía como a una reinecita...

La madrina venía a peinar los rizos de su ahijada, que no siempre era buena cuando le alisaban el pelo, pero luego se iba muy contenta a coger la mano de su rey, que ese día la besaba con mayor ternura aún que de ordinario.

Después toda la familia iba a misa. Durante todo el camino, y también en la iglesia, la reinecita de papá le daba la mano. Su sitio estaba junto al de él, y cuando teníamos que sentarnos para el sermón, había que encontrar también dos sillas, una junto a otra. Esto no resultaba muy difícil, pues todo el mundo parecía encontrar tan entrañable el ver a un anciano tan venerable con una hija tan pequeña, que la gente se apresuraba a cedernos el asiento. Mi tío, que ocupaba los bancos de los mayordomos, gozaba al vernos llegar y decía que yo era su rayito de sol...

No me preocupaba lo más mínimo que me mirasen. Escuchaba con mucha atención los sermones, aunque no entendía casi nada. El primero que entendí, y que me impresionó profundamente, fue uno sobre la pasión, predicado por el Sr. Ducellier, y después entendí ya todos los demás. Cuando el predicador hablaba de santa Teresa, papá se inclinaba y me decía muy bajito: «Escucha bien, reinecita, que está hablando de tu santa patrona». Y yo escuchaba bien, pero miraba más a papa que al predicador. ¡Me decía tantas cosas su hermoso rostro...! A veces sus ojos se llenaban de lágrimasque trataba en vano de contener. Tanto le gustaba a su alma abismarse en las verdades eternas, que parecía no pertenecer ya a esta tierra... Sin embargo, su carrera estaba aún muy lejos de terminar: tenían que pasar todavía largos años antes de que el hermoso cielo se abriera ante sus ojos extasiados y de que el Señor enjugara las lágrimas de su servidor fiel y cumplidor...

Pero vuelvo a mi jornada del domingo. Aquella alegre jornada, que pasaba con tanta rapidez, tenía también su fuerte tinte de melancolía.Recuerdo que mi felicidad era total hasta Completas. Durante esta Hora del Oficio, me ponía a pensar que el día de descanso se iba a terminar, que al día siguiente había que volver a empezar la vida normal, a trabajar, a estudiar las lecciones, y mi corazón sentía el peso del destierro de la tierra... y suspiraba por el descanso eterno del cielo, por el domingo sin ocaso de la patria...

Hasta los paseos que dábamos antes de volver a los Buissonnets dejaban en mi alma un sentimiento de tristeza. En ellos la familia ya no estaba completa, pues papá, por dar gusto a mi tío, le dejaba a María o a Paulina la tarde de los domingos. Sólo me sentía realmente contenta cuando me quedaba yo también. Prefería eso a que me invitasen a mí sola, pues así se fijaban menos en mí.

Mi mayor placer era oír hablar a mi tío, pero no me gustaba que me hiciese preguntas, y sentía mucho miedo cuando me ponía sobre unade sus rodillas y cantaba con voz de trueno la canción de Barba Azul...

Cuando papá venía a buscarnos, me ponía muy contenta. Al volver a casa, iba mirando las estrellas, que titilaban dulcemente, y esa visión me fascinaba... Había, sobre todo, un grupo de perlas de oro en las que me fijaba muy gozosa, pues me parecía que tenían forma de T (poco más o menos esta forma ). Se lo enseñaba a papá, diciéndole que mi nombre estaba escrito en el cielo, y luego, no queriendo ver ya cosa alguna de esta tierra miserable, le pedía que me guiase él. Y entonces, sin mirar dónde ponía los pies, levantaba bien alta la cabeza y caminaba sin dejar de contemplar el cielo estrellado...

¿Y qué decir de las veladas de invierno, sobre todo de las de los domingos? ¡Cómo me gustaba sentarme con Celina, después de la partidade damas, en el regazo de papá...! Con su hermosa voz, cantaba tonadas que llenaban el alma de pensamientos profundos..., o bien, meciéndonos dulcemente, recitaba poesías impregnadas de verdades eternas.

Luego subíamos para rezar las oraciones en común, y la reinecita se ponía solita junto a su rey, y no tenía más que mirarlo para saber cómo rezan los santos...

Finalmente, íbamos todas, por orden de edad, a dar las buenas noches a papá y a recibir un beso. La reina iba, naturalmente, la última, y el rey, para besarla, la cogía por los codos, y ella exclamaba bien alto: «Buenas noches, papá, hasta mañana, que duermas bien». Y todas las noches se repetía la escena...

Después mi mamaíta me cogía en brazos y me llevaba hasta la cama de Celina, y yo entonces le decía: «Paulina, ¿he sido hoy bien buenecita...? ¿Vendrán los angelitos a volar a mi alrededor ?» La respuesta era siempre sí, pues de otro modo me hubiera pasado toda la noche llorando... Después de besarme, al igual que mi querida madrina, Paulina volvía a bajar y la pobre Teresita se quedaba completamente sola en la oscuridad. Y por más que intentaba imaginarse a los angelitos volando a su alrededor, no tardaba en apoderarse de ella el terror; las tinieblas le daban miedo, pues desde su cama no alcanzaba a ver las estrellas que titilaban dulcemente...

Considero una auténtica gracia el que tú, Madre querida, me hayas acostumbrado a superar mis miedos. A veces me mandabas sola, por la noche, a buscar un objeto cualquiera en alguna habitación alejada. De no haber sido tan bien dirigida, me habría vuelto muy miedosa, mientras que ahora es difícil que me asuste por nada...

A veces me pregunto cómo pudiste educarme con tanto amor y delicadeza, y sin mimarme, pues la verdad es que no me dejabas pasar ni una sola imperfección. Nunca me reprendías sin motivo, pero tampoco te volvías nunca atrás de una decisión que hubieras tomado. Tan convencida estaba yo de esto, que no hubiera podido ni querido dar un paso si tú me lo habías prohibido. Hasta papá se veía obligado a someterse a tu voluntad. Sin el consentimiento de Paulina, yo no salía de paseo; y si cuando papá me pedía que fuese, yo respondía: «Paulina no quiere», entonces él iba a implorar gracia para mí. A veces Paulina, por complacerlo, decía que sí, pero Teresita leía en su cara que no lo decía de corazón y entonces se echaba a llorar y no había forma de consolarla hasta que Paulina decía que sí y la besabadecorazón.

Cuando Teresita caía enferma, como le sucedía todos los inviernos, es imposible decir con qué ternura maternal era cuidada. Paulina la acostaba en su propia cama (merced incomparable) y le daba todo lo que le apetecía. Un día, Paulina sacó de debajo de la almohada una preciosa navajita suya y se la regaló a su hijita, dejándola sumida en un arrobamiento imposible de describir. —«¡Paulina!, exclamó, ¿así que me quieres tanto, que te privas por mí de tu preciosa navajita que tiene una estrella de nácar...? Y si me quieres tanto, ¿sacrificarías también tu reloj para que no me muriera...» —«No sólo sacrificaría mi reloj para que no te murieras, sino que lo sacrificaría ahora mismo por verte pronto curada». Al oír esas palabras de Paulina, mi asombro y mi gratitud llegaron al colmo...

En verano, a veces tenía mareos, y Paulina me cuidaba con la misma ternura. Para distraerme —y éste era el mejor de los remedios—, me paseaba en carretilla alrededor del jardín; y luego, bajándome a mí, ponía en mi lugar una matita de margaritas y la paseaba con mucho cuidado hasta mi jardín, donde la colocaba con gran solemnidad...

Paulina era quien recibía todas mis confidencias íntimas y aclaraba todas mis dudas... En cierta ocasión, le manifesté mi extrañeza de que Dios no diera la misma gloria en el cielo a todos los elegidos y mi temor de que no todos fueran felices. Entonces Paulina me dijo que fuera a buscar el vaso grande de papá y que lo pusiera al lado de mi dedalito, y luego que los llenara los dos de agua. Entonces me preguntó cuál de los dos estaba más lleno. Yo le dije que estaba tan lleno el uno como el otro y que era imposible echar en ellos más agua de la que podían contener. Entonces mi Madre querida me hizo comprender que en el cielo Dios daría a sus elegidos tanta gloria como pudieran contener, y que de esa manera el último no tendría nada qué envidiar al primero. Así, Madre querida, poniendo a mi alcance los más sublimes secretos, sabías tú dar a mi alma el alimento que necesitaba...

¡Con qué alegría veía yo llegar cada año la entrega de premios...! Entonces como siempre, se hacía justicia, y yo no recibía más recompensas que las que había merecido. Sola y de pie en medio de la noble asamblea, escuchaba la sentencia, que era leída por el rey de Francia y Navarra. El corazón me latía muy fuerte al recibir los premios y la corona..., ¡era para mí como una imagen del juicio...! Inmediatamente después de la entrega, la reinecita se quitaba su vestido blanco, y se apresuraban a disfrazarla para que tomara parte en la gran representación...!

Visión profética