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2. El ascetismo del silencio


-¿Cuál es el punto que preferís de la Regla?
-El silencio.


Dos elementos fundamentales constituyen la esencia de toda santidad: el despojo de sí y la unión con Dios. Se los encuentra siempre bajo los más variados matices de la vida de los santos.


En una Carmelita ese aspecto negativo reviste la forma de una separación absoluta. El Carmelo es el desierto, Dios solo.
Pero entre las almas carmelitanas cada una vive a su modo esta doctrina de la «nada» de la criatura y del «Todo» de Dios, que tanto gustaba a san Juan de la Cruz, el doctor místico del Carmelo.

Una estrella difiere de su vecina no sólo por su tamaño sino también por su luz propia, por su brillo particular. Dios es multiforme en los santos. Sería vano hacer entrar en un molde idéntico a dos santos de una misma familia religiosa: bajo caracteres comunes, ocultan diferencias irreductibles.


El papel del teólogo que se ha impuesto el trabajo de escrutar las profundidades de un alma, es el de saber discernirlas bien. Distinguir, es ver mejor.
A menudo se ha comparado u opuesto a santa Teresa del Niño Jesús y sor Isabel de la Trinidad. Sus caminos son esencialmente diferentes. La Carmelita de Lisieux cubre brillantemente todo el universo católico con sus pétalos de rosas deshojadas por amor. Ha enseñado al mundo moderno a volver a ser niño ante Dios.

La Carmelita de Dijón llena su misión entre las almas interiores. Sor Isabel de la Trinidad fue la santa del silencio y del recogimiento. 1. La santa del silencio
A los 15 años, en sus poesías, Isabel Catez soñaba con estar en soledad con su Cristo: «Vivir contigo solitaria.»54

 

54 Poesías, agosto de 1896.

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Anota en su diario, cuando vivía en el siglo, a los 19 años: «Pronto seré toda tuya, viviré en la soledad, sola contigo, no ocupándome más que de Ti, no viviendo más que contigo, no conversando más que contigo.»55 Y su mayor felicidad, durante el verano en el campo, era irse a los bosques solitarios56. Desde su entrada, la soledad carmelitana la embelesó: «Sola con el Solo», es toda la vida del Carmelo.

La Carmelita es esencialmente una ermitaña contemplativa que tiene como patria el desierto de Carith y como refugio el hueco de la roca. No que olvide a las almas que se pierden santa Teresa fundó su reforma al ver los estragos de la herejía de Lutero sino que el testimonio que debe dar a Dios es el de la solitaria cuya mirada queda fija en Él sólo, en un ardiente olvido de todo lo demás: atestación silenciosa, pero conmovedora, de que sólo la Belleza divina merece la atención de un alma elevada por la gracia hasta el consorcio de la vida trinitaria. Dios sólo basta. Su acción apostólica es la de la oración que todo lo obtiene.

Una sola alma que se eleva hasta la unión transformadora es más útil a la Iglesia y al mundo que una multitud de otras que se agitan en la acción.

Sor Isabel de la Trinidad fue el tipo de la contemplativa silenciosa cuya acción apostólica, por añadidura, se extiende a todo el universo.

Desde el primer día se la vio entrar a fondo en ese espíritu de silencio y de muerte, condición de toda vida divina en el Carmelo. Amaba con culto particular al patriarca Elías, el primero de los hombres que llevó la vida eremítica, a quien Dios había ordenado huir de los lugares habitados y ocultarse, lejos de la muchedumbre, en el desierto: «Sal de aquí y quédate oculto en Carith»;57 que había enseñado a los monjes ermitaños de la santa montaña del Carmelo a liberarse de todo lo que no es Dios, a mantenerse en la sola presencia del Dios vivo, eliminando toda otra presencia.

Vivir como ermitaño, al igual que Elías, hombre santo y solitario, habitar en pequeñas celdas como los monjes del Monte Carmelo en las rocas, junto a la fuente del Profeta, tal fue el más ardiente deseo de Te-



55 Diario, 27 de marzo de 1899.
56 Carta a la Sra. A., 29 de septiembre de 1902.
57 1Re 17,3.



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resa. «El estilo que pretendemos llevar escribe en el capítulo trece del Camino de Perfección es no sólo de ser monjas, sino ermitañas.» «Acordémonos de nuestros santos Padres, esos ermitaños de otros tiempos, cuya vida tratamos de imitar. ¡Qué sufrimiento no han tenido que soportar y en qué aislamiento!»

En pos de la valiente Reformadora, sus primeras hijas se sumergían en el desierto del Carmelo. «Su soledad constituía su felicidad», nos dice santa Teresa. «Me aseguraban que nunca se cansaban de estar solas. Una visita, aun cuando fuese de sus hermanos y hermanas, era para ellas un tormento. Se estimaba la más feliz aquélla que tenía más ratos libres “para permanecer largo tiempo en una ermita”.»

SILENCIO y SOLEDAD, he ahí el más puro espíritu del Carmelo: «Podréis tener lugares y casas en lugares solitarios... cada uno tendrá su celda separada... que cada uno permanezca en su celda o cercano a ella, meditando día y noche en la ley de Dios y velando en oración.» (La santa Regla.)

«Todos los ratos en que las hermanas no estén en la comunidad o en los oficios de aquesta, cada una permanecerá apartada en su celda o en la ermita que la Priora le haya permitido...

»Finalmente, estén en los lugares de su retiro, encaminándose por medio de esta soledad a aquello para lo cual ordena la Regla que cada una permanezca apartada.

»Haya un campo en donde se puedan hacer ermitas a fin de que puedan retirarse para la oración, como lo hacían nuestros santos padres...

»Nunca debe haber lugar en el que se reúnan para trabajar juntas, no sea que eso dé ocasión de quebrantar el silencio.» (Constituciones)

Sor Isabel de la Trinidad tuvo en grado excepcional esta inclinación al silencio que huye de todo lo creado para mantenerse, en la fe, en presencia del Dios vivo.
Todo su ascetismo se reduce al silencio, entendido en su sentido universal. El silencio constituye a sus ojos la condición más fundamental requerida del alma que quiere elevarse hasta la unión divina.

Sin querer imponer a su pensamiento marcos demasiado rígidos, incompatibles con las libres inspiraciones a las cuales se abandonaba sor Isabel bajo la moción del Espíritu, se pueden encontrar, en la línea de su pensamiento, tres silencios: exterior, interior, finalmente un silencio en-



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teramente divino, en el que el alma está puramente pasiva, que es uno de los efectos más elevados de los dones del Espíritu Santo y que, a falta de término propio, inspirándose en uno de sus textos se podría llamar: «El silencio sagrado», el «silencio de Dios» análogo al «divinum silentium» del gráfico de san Juan de la Cruz.

2. El silencio exterior

El silencio exterior no es el más necesario. En ciertas circunstancias es hasta imposible. Entonces el alma tiene el recurso de huir dentro de sí misma, en esa soledad interior la única requerida para la unión con Dios. Pero debe ser buscado lo más posible, como que favorece el silencio interior y a él conduce normalmente: el amor del silencio conduce al silencio del amor.

Sor Isabel era amante de la clausura; las conversaciones inútiles en el locutorio eran para ella un tormento. En varias circunstancias recordará suave pero firmemente a los suyos ese punto de la Regla; observará fielmente para la correspondencia el tiempo de Adviento y de Cuaresma, a menos que la obediencia le impusiera el deber de escribir. Sólo por un permiso que aparece manifiestamente providencial desde que se analizan de cerca las circunstancias, ha podido dejarnos tantas cartas a pesar de su deseo de permanecer silenciosa detrás de las rejas de su Carmelo.

Igual silencio en sus relaciones con sus hermanas en el interior del monasterio. Repetidas veces aceptó desafíos de silencio, y las dos o tres faltas de que se acusaba provenían siempre de su caridad. Fue fiel a ese espíritu de silencio hasta el último día. «Una vez, cuenta una hermana, había yo obtenido permiso para llevarle algo a la enfermería y para quedar con ella hasta el fin del recreo.

Sor Isabel me recibió con gran efusión de alegría. Sonó la campana. Con dulzura y una hermosa sonrisa, volvió a entrar en el silencio. Sentí que no había que prolongar la conversación. En ella no había nada de rígido, pero la fidelidad prevalecía sobre todo.»
Sor Isabel volvía siempre al silencio. Las jóvenes hermanas sabían tan bien que era ése su programa único, que en el momento de las novenas o la víspera de los retiros le insinuaban maliciosamente: «Silencio, ¿no? Silencio.» Y sor Isabel se inclinaba sonriendo.


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Durante su enfermedad, como su Priora tenía empeño en que fuera al aire libre, sor Isabel elegía el lugar más solitario. «En lugar de trabajar en nuestra pequeña celda, me instalo como un ermitaño en el lugar más desierto de nuestro gran jardín y allí paso horas deliciosas. Toda la naturaleza me parece tan llena de Dios: el viento que sopla en los grandes árboles, los pajarillos que cantan, el hermoso cielo azul, todo eso me habla de Él.»58

Por sobre todo, tenía afecto al silencio de su celda a la que llamaba «su pequeño paraíso», en la que se refugiaba con delicia. «Un jergón, una pequeña silla, un pupitre sobre una tabla: he ahí el mobiliario. Pero está lleno de Dios y ¡paso tan buenas horas! sola con el Esposo. Me callo, Le escucho. ¡Es tan bueno, oírlo todo de Él! y luego, Lo amo.»59

Apreciaba, entre todas, las horas del gran silencio de la noche. Sor Isabel ¡amaba tanto su Carmelo silencioso! «El Carmelo es un rincón del cielo: en el silencio y la soledad se vive sola con Dios Solo.»60

Dos o tres veces por año más o menos según la costumbre de los diversos monasterios, las religiosas tienen licencias, es decir que pueden visitarse unas a otras en su celda, como antaño los ermitaños del desierto. Sor Isabel se prestaba de buena gana a este uso querido por santa Teresa para que las hermanas se inflamen mutuamente en el amor del Esposo. Hasta recibió en ello una de las más grandes gracias de su vida: su nombre de «Alabanza de Gloria.» Pero ¿quién no ve que con la humana debilidad esos encuentros, que deberían ser conversaciones inflamadas, pueden degenerar en charlas que disipan: pura pérdida para la unión divina, única finalidad del Carmelo? Con alegría, sor Isabel de la Trinidad volvía a su querido silencio, estimado por sobre todo. Escribía a su hermana: «Con ocasión de las elecciones, hemos tenido licencia, es decir que podemos, durante el día, hacernos pequeñas visitas unas a otras. Pero, ¿ves? la vida de una Carmelita es el silencio.»61





58 Carta a su madre, agosto de 1906.
59 Carta a la Sra. A., 29 de junio de 1903.
60 Carta a M. L. M., 26 de octubre de 1902.
61 Carta a su hermana, octubre de 1901.


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3. El silencio interior

El verdadero silencio de la Carmelita es el silencio del alma, en el que encuentra a Dios.

Fiel discípula de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, sor Isabel se ejercita en hacer callar sus potencias y se aísla de todo lo creado. Con ardor despiadado, todo lo inmola: la mirada, el pensamiento, el corazón. «El Carmelo, es como el cielo: hay que separarse de todo para poseer al que es todo.»62
Esta separación total de las criaturas atraía ya con pasión su corazón cuando estaba en el mundo: «Hagamos el vacío, desprendámonos de todo; que no haya más que Él, Él sólo.»63 «Dejemos la tierra, dejemos todo lo creado, todo lo sensible.»64

Retenida en medio de las reuniones y de las fiestas mundanas, su alma, huyendo del tumulto, se elevaba hasta Dios. «Me parece que nada puede distraer de Él cuando no se obra más que para Él, siempre en su santa presencia, bajo esa divina mirada que penetra en lo más íntimo del alma. Aun en medio del mundo se puede escucharlo en el silencio de un corazón que no quiere ser sino de Él.»65

Sor Isabel profesaba un culto especial a santa Catalina de Sena, a causa de la doctrina de la gran mística dominicana sobre la «celda interior», refugio constante de la virgen de Sena en medio de las agitaciones de los hombres y de su prodigiosa acción apostólica al servicio de la política pontifical.

Ese silencio interior, tan estimado por sor Isabel, debía tomar rápidamente en ella la forma de un ascetismo universal y un lugar primordial en su vida mística. Es Evangelio puro: el que quiere elevarse hasta Dios por medio de la oración debe hacer callar en sí las vanas agitaciones del exterior y los ruidos del interior, retirarse a lo más profundo de sí mismo y allí, en secreto, recogerse «con todas las puertas cerradas»66 delante de la Faz del Padre. Así oraba Cristo durante esas noches silen-



62 Carta a su madre, agosto de 1903.
63 Carta a M. G., 1901.
64 Carta a M. G., 1901.
65 Carta al canónigo A., 19 de diciembre de 1900.
66 Mt 6,6.


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ciosas de Palestina cuando al atardecer se iba solitario a la montaña para quedarse allí hasta la mañana «en oración de Dios».67
Anacoretas y Padres del desierto de los primeros siglos de la Iglesia señalan bien con su vida alejada de todo comercio inútil, ese papel purificador del silencio en la concepción primitiva del ascetismo cristiano. El desierto conducía al silencio del alma habitada por Dios.

Según su gracia propia, sor Isabel de la Trinidad ha oído esta verdad evangélica en un sentido enteramente carmelitano: silencio de todas las potencias del alma guardadas para Dios sólo. No más ruido en los sentidos exteriores, en la imaginación y la sensibilidad, en la memoria, la inteligencia, la voluntad: no ver nada. No oír nada. No gustar nada. No detenerse en nada que pueda distraer el corazón o retardar al alma que camina hacia Dios.

Ante todo, la mirada debe ser vigilada. ¿No decía el Maestro: «Si tu ojo te escandaliza, arráncalo. Pues si el ojo es simple, todo el cuerpo es puro y vive en la luz?»68 La impureza y una multitud de imperfecciones provienen de esa falta de vigilancia en las miradas. David, que había hecho la dolorosa prueba, suplicaba a Dios «que apartara sus ojos de las vanidades de la tierra»69 con las que había tropezado su alma. El alma virgen no se permite una sola mirada fuera de Cristo.

No menos necesario es el silencio de la imaginación y de las otras potencias del alma. Llevamos por doquier con nosotros todo un mundo interior de sensaciones e impresiones, que amenaza a cada instante con volver a apoderarse de nosotros. Allí también debe ejercitarse el ascetismo del silencio. Un alma que se divierte todavía con sus recuerdos, «que persigue un deseo cualquiera»70 fuera de Dios, no es un alma de silencio, tal como la quería sor Isabel de la Trinidad. En ella quedan «disonancias»,71 sensibilidades demasiado bulliciosas, que impiden el concierto armonioso que las potencias del alma no debieran nunca cesar de hacer subir hasta Dios.





67 Lc 6,12.
68 Mt 6,22.
69 Sal 118,37.
70 Último retiro, 2º día.
71 Último retiro, 2º día.


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La inteligencia, a su vez, debe hacer callar en ella todo ruido humano. «El menor pensamiento inútil»72 sería una nota falsa que hay que desterrar a toda costa. Un intelectualismo refinado que deja demasiado juego a la inteligencia para sí misma es un obstáculo sutil al verdadero silencio del alma en el que se encuentra a Dios en la pura fe. Sor Isabel de la Trinidad, como su maestro san Juan de la Cruz, se muestra aquí inexorable. «Hay que apagar toda otra antorcha»73 y alcanzar a Dios no por medio de un sabio edificio de hermosos pensamientos, sino por la desnudez del espíritu.

Silencio sobre todo en la voluntad. En ella se juega nuestra santidad: es la facultad del amor. Con ella relaciona san Juan de la Cruz, no sin razón, las últimas purificaciones preparatorias, a la unión transformadora. Nada, nada, nada, nada, nada en el camino; y, en la Montaña: nada74. Sor Isabel ha querido seguir a su maestro espiritual hasta ese punto extremo del «sendero estrecho» que conduce a la cumbre del Carmelo. Con fuerza, urge el alma que quiere llegar a la unión divina a elevarse por encima de sus más espirituales gustos personales hasta el despojo de toda voluntad propia. «No saber más nada», «no establecer diferencia entre sentir y no sentir, gozar o no gozar»,75 guardarse resuelta a sobrepujarlo todo para unirse, olvidadiza de sí misma y despojada de todo, con Dios sólo. Sor Isabel de la Trinidad había llevado hasta ahí su ideal de silencio y de soledad absoluta, lejos de todo lo creado. Sabemos que las últimas horas de su vida fueron una vidente realización de esto.

Hay que entender, pues, con ella este ascetismo del silencio en su sentido profundo: «No es una separación material de las cosas exteriores, sino una soledad del espíritu, un desasimiento de todo lo que no es Dios.»76 El alma silenciosa a todos los acontecimientos de adentro como de afuera «no establece ya diferencia entre esas cosas. Las supera, las sobrepuja, para descansar por encima de todo en su Maestro mismo.»77





72 Último retiro, 4º día.
73 Último retiro, 4º día.
74 Gráfico de S. Juan de la Cruz.
75
76 Cielo en la tierra, 22.
77 Cielo en la tierra, 4ª contemplación



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Es la noche de san Juan de la Cruz, la muerte a toda actividad natural. «El alma que aspira a vivir al contacto con Dios, en el alcázar inexpugnable del santo recogimiento, debe estar separada, despojada, alejada de todas las cosas, por lo menos en cuanto al espíritu»,78 Es el silencio absoluto frente a Dios sólo.

Sor Isabel de la Trinidad ha consagrado toda una elevación de su último retiro a cantar ese bienaventurado estado del alma liberada de todo por el silencio interior.

«Hay otro canto de Cristo que yo quisiera repetir incesantemente: “Para ti conservaré mi fortaleza”. Mi Regla me dice: “En el silencio estará vuestra fortaleza”79. Me parece, pues, que conservar la fortaleza para el Señor, es establecer la unidad en todo el ser por medio del silencio interior; es recoger todas las potencias para ocuparlas en el solo ejercicio del amor; es tener ese ojo simple que permite a la luz irradiarnos.»80

Ese silencio lo abarca todo.

«Un alma que discute con su “yo”, que se ocupa de sus sensibilidades, que persigue un pensamiento inútil, un deseo cualquiera, esa alma dispersa sus fuerzas: no está completamente ordenada a Dios. Su lira no vibra al unísono, y el Maestro, cuando la toca, no puede hacer salir de ella armonías divinas. Hay todavía demasiado elemento humano: es una disonancia. El alma que aun guarda algo para sí en su reino interior, cuyas potencias todas no están “cercadas” en Dios, no puede ser una perfecta alabanza de gloria. No está en estado de cantar, sin interrupción, el Canticum magnum de que habla san Pablo, porque la unidad no reina en ella. En lugar de proseguir su alabanza a través de todas las cosas en la sencillez, es necesario que reúna sin cesar las cuerdas de su instrumento algo perdidas por todas partes.»81

4. Divinum silentium

Hay otro silencio que no pertenece al alma introducirlo mediante su actividad propia, sino que Dios mismo la efectúa en ella, si ella perna-




78 Cielo en la tierra, 5ª contemplación.
79 Sal 58,10; Is 30,15.
80 Último retiro, 2º día.
81 Último retiro, 2º día.


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nece siempre fiel, y que constituye uno de los más elevados frutos del Espíritu Santo: el Divinum silentium del gráfico de san Juan de la Cruz. Las potencias ya no van dispersas en busca de las cosas. El alma no sabe ya otra cosa que Dios: es la unidad.

«¡Cuán indispensable es esta hermosa unidad interior, al alma que quiere vivir, aquí abajo, de la vida de los bienaventurados, es decir de los seres simples, de los espíritus! Me parece que el Maestro se refería a eso cuando hablaba a Magdalena del unum necessarium82. ¡Cómo lo había comprendido la gran santa! El ojo de su alma iluminado por la luz de la fe, había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad y, en el silencio, en la unidad de sus potencias, escuchaba la palabra que Él le decía.» Podía ella cantar: «Mi alma está siempre entre mis manos»83 y también esta pequeña palabra «Nescivi.»84 Sí, ya no sabía más nada, sino a Él. Podían hacer ruido, agitarse a su alrededor: «Nescivi». Podían acusarla: «Nescivi». Ni su honor ni las cosas exteriores pueden hacerla salir de su silencio sagrado. Así acontece al alma que ha entrado en el alcázar del santo recogimiento. El ojo de su alma, abierto bajo las claridades de la fe, descubre a su Dios presente, viviendo en ella. A su vez, ella le permanece tan presente en la hermosa simplicidad, que Él la aguarda con solícito cuidado. Entonces pueden sobrevenir las agitaciones del exterior, las tempestades del interior. Se puede herir su pundonor, «Nescivi». Dios puede ocultarse, retirarle su gracia sensible: «Nescivi» y también con san Pablo: «Por su amor lo he perdido todo.» (Flp 12,8) «Entonces el Maestro es libre, libre de entregarse, de darse según su medida, y el alma así simplificada, unificada, se convierte en el trono del Inmutable, puesto que la Unidad es el trono de la Santísima Trinidad.»85

San Juan de la Cruz, en un pasaje célebre, hace alusión al silencio de la Trinidad. «No tiene Dios Padre sino una Palabra, su Verbo. Pronúnciala en un eterno silencio...»86 Sor Isabel ha descubierto en ese silencio





82 Lc 10,42.
83 Sal 118,109.
84 Cant 6,11.
85 Último retiro, 2º día.
86 Esquela nº 217, en “Consignas” por Dom Chevalier o.s.b. (Desclée,1933, p.69).



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de la Trinidad el ejemplar del suyo: «Que en el alma se haga un profundo silencio, eco del que se canta en la Trinidad.»87

La unión transformadora hace entrar en ese silencio de Dios.

En el alma todo se calla: nada ya de la tierra, no otra luz que la del Verbo, no otro amor que el Amor eterno. El alma se reviste de las costumbres divinas. Su vida, superando y dominando desde muy alto todas las agitaciones de lo creado, participa de la vida Inmutable, según la palabra de sor Isabel: «Inmóvil y apacible como si ya estuviera ella en la eternidad.»

Por un toque especial del Espíritu Santo, uno de los más secretos, su vida es transportada a la inmutable y silenciosa Trinidad. Todavía por la fe, aquí abajo, pero por, uno de los más elevados efectos del don de Sabiduría, el alma vive de Dios, a la manera de Dios, habiendo pasado toda a Él. Ya no oye más que la Palabra Eterna: la generación del Verbo, y la Espiración del amor. Para ella el universo todo es como si no fuera. En ese grado, el silencio es el refugio supremo del alma frente al misterio de Dios. «De ese silencio “pleno”, “profundo” hablaba David cuando exclamaba: “El silencio es tu alabanza.” Sí, es la más hermosa alabanza, puesto que es la que se canta eternamente en el seno de la tranquila Trinidad.»88

Las costumbres divinas son el ejemplar de las virtudes del alma que ha llegado a tales cumbres. Olvidadiza de sí misma y despojada de todo, en los últimos días de su vida sor Isabel de la Trinidad se había elevado hasta allí para buscar su ideal de silencio y de soledad en el seno de Dios. «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»89 «Dios, dice san Dionisio, es el gran Solitario. Mi Maestro me pide que imite esta perfección: de rendirle homenaje siendo una gran solitaria. El Ser divino vive en una eterna, inmensa soledad; nunca sale de ella, aunque se interesa por las necesidades de sus criaturas, pues nunca sale de Sí mismo, y esta soledad no es otra que su divinidad.»90



87 Esquela a su hermana.
88 Último retiro, 8º día.
89 Mt 5,48.
90 Último retiro, 10º día.


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«Para que nada me saque de ese hermoso silencio de adentro, siempre la misma condición, el mismo aislamiento, la misma separación, el mismo desprendimiento. Si mis deseos, mis temores, mis alegrías, mis dolores, si todos los movimientos provenientes de esas cuatro pasiones no están perfectamente ordenados a Dios, no será solitaria: habrá ruido en mí. Es necesario, pues, el apaciguamiento, el sueño de las potencias, la unidad del ser. “Oye, hija mía, presta el oído; olvida tu pueblo y la casa de tu Padre, y el Rey se prendará de tu bellezas.”91 Me parece que este llamamiento es una invitación al silencio. Oye... presta el oído. Pero para oír, hay que olvidar la casa de su padre, es decir todo lo que está unido a la vida natural, esa vida de la que quiere hablar el Apóstol cuando dice: “Si vivís según la carne, moriréis.”92 Olvidar a su pueblo, es más difícil me parece, pues ese pueblo es todo ese mundo que forma parte de nosotros mismos: es la sensibilidad, son los recuerdos, las impresiones, etc... el “yo” en una palabra. Hay que olvidarlo, dejarlo. Y cuando el alma ha efectuado esta ruptura, cuando está libre de todo eso, el Rey se prenda de su belleza, pues la belleza es la unidad, por lo menos la de Dios.»93

«El Creador, viendo el hermoso silencio que reina en su criatura, considerándola completamente recogida en su soledad interior, queda prendado de su belleza. La hace pasar a esa soledad inmensa, infinita, a ese lugar espacioso cantado por el Profeta, y que no es otro que Él mismo.»94

Esa soledad suprema establece al alma en el silencio mismo de la Trinidad.
En el movimiento sublime que termina su oración, allí es donde se refugia para sumergirse, desde este mundo, en la Tranquila e Inmutable Trinidad: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí, para establecerme en Vos, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la Eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni





91 Sal 54,11.
92 Rm 8,13.
93 Último retiro, 10º día.
94 Último retiro, 11º día.


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hacerme salir de Vos, oh mi Inmutable, pero que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio...
»...Oh mis “Tres”, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, me entrego a Vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en Vos, hasta que vaya a contemplar en vuestra Luz el abismo de vuestras grandezas.»



3. La habitación de la Trinidad

Continua.........