Liturgia Católica

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Tercera parte de la Introducción a la vida devota

CAPÍTULO XXIX

DE LA MALEDICENCIA



El juicio temerario produce inquietud, desprecio del prójimo, orgullo y complacencia en sí mismo y cien otros efectos por demás perniciosos, entre los cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste de las conversaciones. ¡ Ah! ¡Que no tenga yo uno de los carbones del altar santo para tocar con él los labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y purificarlos de su pecado, a imitación del serafín que purificó la boca de Isaías! El que lograse quitar la maledicencia del mundo, quitaría de él una gran parte de los pecados y de la iniquidad.

El que arrebata injustamente la buena fama a su prójimo, además de cometer un pecado, está obligado a la debida reparación, aunque de diversa manera, según la diversidad de la maledicencia; porque nadie puede entrar en el cielo con los bienes ajenos, y, entre todos los bienes exteriores, la buena fama es el mejor. La maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos tres vidas: la espiritual, que estriba en la gracia de Dios; la corporal, que radica en el alma, y la civil, que consiste en la buena fama. El pecado nos quita la primera; la muerte, la segunda, y la maledicencia, la tercera.

 

Pero el maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete, ordinariamente, tres homicidios: mata su alma y la del que le escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí mismos al demonio: el uno en su lengua, y el otro en sus oídos. David, hablando de los maldicientes, dice que «tienen la lengua afilada como las serpientes». Ahora bien, la serpiente, como dice Aristóteles, tiene la lengua dividida en dos, y con dos puntas. Tal es la lengua del maldiciente, que, de un solo golpe, pincha y emponzoña el oído del que la escucha y la buena fama de aquel de quien se ocupa.

Te conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni indirectamente: guárdate de atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo, de descubrir los que son secretos, de exagerar los ya conocidos, de interpretar mal una buena obra, de negar el bien que tú sabes que existe en alguno, de disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de cualquiera de estas maneras, ofenderías mucho a Dios, sobre todo acusando falsamente o negando la verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces sería doble el pecado: mentir y dañar, a la vez, al prójimo.

Los que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos o echan mano de cumplidos e ironías, son los más finos y los más virulentos de los detractores. Conste, dicen, que le aprecio, y que, por lo demás, es un perfecto caballero; pero en honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal perfidia. Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender; y otras semejantes maneras de hablar. ¿No ves aquí el artificio? El que quiere disparar el arco, acerca la flecha hacia sí tanto cuanto puede, pero lo hace únicamente para dispararla con más fuerza.

 

De la misma manera, parece que estos murmuradores atraen hacia sí la maledicencia, para dispararla más velozmente y para que así penetre más en los corazones de los oyentes. La detracción hecha en forma de ironía es la más cruel de todas; porque, así como la cicuta no es, de suyo, un veneno muy activo, sino bastante lento y que fácilmente se puede contrarrestar, pero mezclada con vino no es ya remediable, así también la murmuración, que de suyo, entraría por una oreja y saldría por la otra, como suele decirse, queda impresa en la mente de los que la escuchan, cuando se presenta envuelta en un dicho agudo y chistoso. «Tienen, dice David, el veneno del áspid en sus labios»; porque el áspid pica de una manera casi imperceptible, y su veneno causa, al principio, una comezón agradable, con la que se dilatan el corazón y las entrañas, y reciben el veneno, contra el cual ya no es posible, entonces, combatir.

No digas: «Fulano es un borracho», aunque le hayas visto embriagado: ni «es un adúltero», por haberle sorprendido en este pecado; ni: «es un incestuoso», porque haya caído en esta desgracia; ya que un solo acto no basta para calificar una cosa. El sol se detuvo una vez en favor de la victoria de Josué, y se obscureció, en otra ocasión, en favor de la del Salvador; nadie, empero, dirá que el sol esté inmóvil ni que es oscuro. Noé se embriagó una vez y otra Lot; éste, además, cometió un grave incesto. Sin embargo, ni ambos fueron bebedores ni el último fue incestuoso. No fue San Pedro sanguinario, porque una vez derramó sangre, ni blasfemó por haber, en una ocasión, blasfemado. Para recibir un calificativo basado en un vicio o en una virtud, se requiere cierta continuación y hábito, por lo que es una falsedad llamar a un hombre colérico o ladrón, por haberle visto encolerizado o hurtando una sola vez.

Aunque un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se corre el riesgo de mentir cuando se le llama tal. Simón el leproso llamaba pecadora a Magdalena, porque lo había sido antes; sin embargo, mentía, porque ya no lo era, sino una muy santa penitente; por esto Nuestro Señor salió en su defensa. Aquel necio fariseo tenía al publicano por gran pecador, tal vez por injusto, adúltero o ladrón; pero se equivocaba totalmente, porque, en aquel mismo momento, quedaba justificado.

 

¡Ah! puesto que la bondad de Dios es tan grande, que basta un momento para pedir y recibir la gracia, ¿qué certeza podemos tener de que un hombre que ayer era pecador, todavía lo sea hoy? El día precedente no ha de juzgar al día presente, ni el día presente al precedente; sólo el último es el que a todos juzga. Nunca, pues, podemos decir que un hombre es malo, sin riesgo de mentir, y, supuesto que falte, lo único que podemos decir es que ha cometido una mala acción; que ha vivido mal en tal época; que obra mal ahora; pero del día de ayer no se puede deducir ninguna consecuencia para el día de hoy, y mucho menos aún para el día de mañana.

Aunque es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del prójimo, es menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para evitar la maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de una persona verdaderamente murmuradora, no digas, por disculparla, que es abierta y franca; de una persona manifiestamente vana, no digas que es generosa y correcta; a las familiaridades peligrosas, no las llames simplicidades o ingenuidades; no disimules la desobediencia con el nombre de celo, ni la arrogancia con el nombre de franqueza, ni la lascivia con el nombre de amistad.

 

No, amada Filotea; por el deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han de favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que hay que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas que son dignas de reprobación. Haciéndolo así, glorificaremos a Dios, con tal que lo hagamos bajo las siguientes condiciones:

Para condenar loablemente los vicios de los demás, ha de exigirlo la utilidad de aquel de quien se habla, o de aquellos a los cuales se habla. Se cuentan, por ejemplo, en presencia de las jóvenes, las familiaridades indiscretas de aquellos y de aquéllas, que son evidentemente peligrosas; de la disolución de uno o de una en las palabras y ademanes, que son manifiestamente contrarios a la honestidad: si no condeno francamente este mal, más aún: si quiero excusarlo, esas tiernas almas que escuchan tomarán de ello ocasión para relajarse en alguna cosa semejante; su utilidad, pues, exige que, con toda libertad, recrimine estas cosas al instante, a no ser que pueda esperar otra ocasión, para cumplir este deber con menos daño de aquellos de quienes se habla.

Además de lo dicho, es menester que me corresponda a mí hablar acerca de aquel punto, por ejemplo, si soy uno de los principales de la reunión, de manera que, si no hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues, si soy de los últimos, no me corresponde a mí iniciar la censura. Pero, ante todo, es necesario que sea absolutamente exacto en las palabras, de manera que no diga una palabra de más. Por ejemplo, si recrimino, por demasiado indiscreta y peligrosa, la amistad de aquel joven con aquella muchacha, por Dios, Filotea, conviene que sostenga la balanza en el punto medio para no aumentar un solo ápice la cosa.

 

Si sólo hay una débil apariencia, no diré nada; si tan sólo una simple imprudencia, nada añadiré; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino únicamente un simple pretexto para murmurar, efecto tan sólo de la malicia, o bien no diré nada, o diré esto mismo. Mi lengua, mientras habla del prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y los tendones: es menester que el golpe que yo dé sea tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es. Sobre todo es menester que, mientras recriminas el vicio, procures la mayor benignidad con la persona en el cual existe.

Es verdad que de los pecadores infames, públicos y notorios, se puede hablar libremente, con tal que se haga con espíritu de caridad y de compasión y no con arrogancia y presunción, ni para complacerse en el mal ajeno, porque esto sería propio de un corazón abyecto y vil. Exceptúo, entre todos, a los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia, porque a éstos es menester desacreditarlos cuanto se pueda; tales son las sectas heréticas y cismáticas y sus jefes; es un acto de caridad gritar contra el lobo, dondequiera que sea, cuando se encuentra entre las ovejas.

Todos se toman la libertad de juzgar libremente y de censurar a los príncipes, y de hablar mal de naciones enteras, según la diversidad de afectos que cada uno siente por ellas. Filotea, no cometas esta falta, que, además de la ofensa de Dios, podría dar lugar a mil clases de disputas.

Cuando oyes que se habla mal de alguno, duda de la acusación, si buenamente puedes; si no puedes dudar, excusa, a lo menos, la intención del acusado, y, si tampoco es esto posible, da muestras de compasión por él, desvía la conversación, y los que no caen en pecado, lo deben todo a la gracia de Dios. Procura, con suavidad, que el maldiciente reflexione, y di alguna cosa buena de la persona ofendida, si la sabes.


Ave María Purísima
Cristiano Católico 19-12-2012  Año de la Fe

 
Vida Devota

Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de la Santísima Virgen María