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El Don de Consejo en Audio
Los 7 Dones del Espíritu Santo
1. Naturaleza del
Don de consejo
El don de consejo es un hábito sobrenatural por el cual el alma en gracia,
bajo la inspiración del Espíritu Santo, intuye rectamente, en los casos
particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural.
En torno a esta definición hay
que notar principalmente lo siguiente:
a)
Los dones del Espíritu Santo no son mociones transeúntes
o simples
gracias actuales, sino hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en el alma
juntamente con la gracia santificante.
b) El Espíritu Santo pone en movimiento el don de
consejo como única causa
motora; pero el alma en gracia colabora como causa instrumental, a través de
la virtud de la prudencia, para producir un acto sobrenatural, que
procederá, en cuanto a la substancia del acto, de la virtud de la prudencia,
y, en cuanto a su modalidad divina, del don de consejo.
Este mismo mecanismo actúa en los demás
dones. Por eso sus actos se realizan
con prontitud y como por instinto, sin necesidad del trabajo lento y
laborioso del discurso de la razón (cf. Mateo 10, 19-20).
c)
La prudencia sobrenatural juzga
rectamente lo que hay que hacer en un
momento dado, guiándose por las luces de la razón iluminada por la fe. Pero
el don de consejo intuye rápidamente lo que debe hacerse bajo el instinto y
moción del Espíritu Santo, o sea por razones enteramente divinas, que muchas
veces ignora la misma alma que realiza aquel acto. Por eso el modo de la
acción es discursivo en la virtud de la prudencia, mientras que en el don es
intuitivo, divino o sobrehumano.
2. Importancia y necesidad
Es indispensable la
intervención del don de consejo para perfeccionar la
virtud de la prudencia, sobre todo en ciertos casos repentinos, imprevistos
y difíciles de resolver, que requieren, sin embargo, una solución
ultrarrápida, puesto que el pecado o el heroísmo es cuestión de un instante.
Estos casos —menos raros de lo que comúnmente se cree— no pueden resolverse
con el trabajo lento y laborioso de la virtud de la prudencia, recorriendo
sus ocho momentos o aspectos fundamentales; es menester la intervención del
don de consejo, que nos dará la solución instantánea de lo que debe hacerse
por esa especie de instinto o connaturalidad característica de los dones. Es
muy difícil a veces conciliar la suavidad con la firmeza, la necesidad de
guardar un secreto sin, faltar a la verdad, la vida interior con el
apostolado, el cariño afectuoso con la castidad más exquisita, la prudencia
de la serpiente con la sencillez de la paloma ( Mateo 10,16). Para todas
estas cosas no bastan a veces las luces de la prudencia: se requiere la
intervención del don de consejo.
«Hay en la Sagrada Escritura —escribe el Padre Lallemant— multitud
de
pasajes en los que se transparenta con claridad la intervención del don de
consejo; como en el silencio de nuestro Señor ante Herodes en la admirable
respuesta que dio para salvar a la mujer adúltera para confundir a los que
le preguntaron maliciosamente si había que pagar el tributo al César; en el
juicio de Salomón; en la empresa de Judit para liberar al pueblo de Dios del
ejército de Holofermes; en la conducta de Daniel para justificar a Susana de
la calumnia de los dos viejos; en la de San Pablo cuando enzarzó a fariseos
y saduceos entre sí y cuando apeló al tribunal del César, etcétera, y otros
muchos casos por el estilo».
3. Efectos del don de consejo.
Son admirables los efectos
que produce el don de consejo en las afortunadas
almas donde actúa. He aquí algunos de los más importantes:
1) NOS PRESERVA DEL PELIGRO DE UNA FALSA
CONCIENCIA.
—Es facilísimo ilusionarse en este punto tan delicado, sobre todo si se
tienen conocimientos profundos de teología moral. Apenas hay pasioncilla
desordenada que no pueda justificarse de algún modo invocando algún
principio de moral, tal vez muy cierto y seguro en sí mismo, pero mal
aplicado a ese caso particular. Al ignorante le es más difícil, pero el
técnico y entendido encuentra fácilmente un «título colorado» para
justificar lo injustificable.
Con razón decía San Agustín que «lo que queremos es bueno, y lo que nos
gusta, santo». Sólo la intervención del don de consejo, que, superando las
luces de la razón natural, entenebrecida por el capricho o la pasión, dicta
lo que hay que hacer con una seguridad y fuerza inapelables, puede
preservarnos de este gravísimo error de confundir la luz con las tinieblas.
En este sentido, nadie necesita tanto el don de consejo como los sabios y
teólogos, que tan fácilmente pueden ilusionarse, poniendo falsamente su
ciencia al servido de sus comodidades y caprichos.
2) Nos RESUELVE, CON INEFABLE SEGURIDAD Y
ACIERTO, MULTITUD DE SITUACIONES
DIFÍCILES E IMPREVISTAS.
—Ya hemos dicho que no bastan, a veces, las luces de la simple prudencia
sobrenatural. Es menester resolver en el acto situaciones apuradísimas que,
teóricamente, no se acertarían a resolver en varias horas de estudio, y de
cuya solución acertada o equivocada acaso dependa la salvación de un alma
(verbi gracia, un sacerdote administrando los últimos sacramentos a un
moribundo). En estos casos difíciles, las almas habitualmente fieles a la
gracia y sumisas a la acción del Espíritu Santo reciben de pronto la
inspiración del don de consejo, que les resuelve en el acto aquella
situación dificilísima con una seguridad y firmeza verdaderamente
admirables. Este sorprendente fenómeno se dio muchas veces en el santo Cura
de Ars, que, a pesar de sus escasos conocimientos teológicos, resolvía en el
confesonario instantáneamente, con admirable seguridad y acierto, casos
difíciles de moral que llenaban de pasmo a los teólogos más eminentes.
3) Nos INSPIRA LOS MEDIOS MÁS
OPORTUNOS PARA GOBERNAR SANAMENTE A LOS DEMÁS.
—La influencia del don de consejo se refiere siempre a
casos concretos y
particulares. Pero no se limita al régimen puramente privado y personal de
nuestras propias acciones; se extiende también a la acertada dirección de
los demás, sobre todo en los casos imprevistos y difíciles. ¡Cuánta
prudencia necesita el superior para conciliar el afecto filial, que ha de
procurar inspirar siempre a sus súbditos, con la energía y entereza en
exigir el cumplimiento de la ley; para juntar la benignidad con la justicia,
conseguir que sus súbditos cumplan su deber por amor, sin amontonar
preceptos, mandatos y reprensiones Y el director espiritual ¿cómo podrá,
resolver con seguridad y acierto los mil pequeños conflictos que perturban a
las pobres almas, aconsejarles lo que deben hacer en cada caso, decidir en
materia de vocación cuando aparece dudosa y guiar a cada alma por su propio
camino hacia Dios? Apenas se concibe este acierto sin la intervención
frecuente y enérgica del don de consejo.
Santos hubo que tuvieron este don en grado sumo. San
Antonio de Horrenda
destacó tanto por la admirable inspiración de sus consejos, que ha pasado a
la historia con el sobrenombre de Antoninus consiliorum. Santa Catalina de
Siena era el brazo derecho y el mejor consejero del papa. Santa Juana de
Arco, sin poseer el arte militar, trazó planos y dirigió operaciones que
pasmaron de admiración a los más expertos capitanes, que veían
infinitamente, superada su prudencia militar por aquella pobre mujer. Y
Santa Teresita del Niño Jesús desempeñó con exquisito acierto, en plena
juventud, el difícil y delicado cargo de maestra de novicias, que tanta
madurez y experiencia requiere.
4) Aumenta extraordinariamente nuestra docilidad y sumisión A los
legítimos
superiores.
—He aquí un efecto admirable, que a primera vista parece incompatible con el
don de consejo, y que, sin embargo, es una de sus consecuencias más
naturales y espontáneas. El alma gobernada directamente por el Espíritu
Santo parece que no tendrá para nada obligación o necesidad de consultar sus
cosas con los hombres; y, con todo, ocurre precisamente todo lo contrario:
nadie es tan dócil y sumiso, nadie tiene tan fuerte inclinación a pedir las
luces de los legítimos representantes de Dios en la tierra (superiores,
director espiritual...) como las almas sometidas a la acción del don de
consejo.
Es porque el Espíritu Santo les impulsa a ello. Ha determinado Dios que el
hombre se rija y gobierne por los hombres. En la Sagrada Escritura tenemos
innumerables ejemplos de ello. San Pablo cae del caballo derribado por la
luz divina, pero no se le dice lo que tiene que hacer, sino únicamente que
entre en la ciudad y Ananías se lo dirá de parte de Dios (Actos 9,1-6). Este
mismo estilo tiene Dios en todos sus santos: les inspira humildad, sumisión
y obediencia a sus legítimos representantes en la tierra. En caso de
conflicto entre lo que El les inspira y lo que les manda el superior o
director, quiere que obedezcan a estos últimos. Se lo dijo expresamente a
Santa Teresa:
«Siempre que el Señor me mandaba alguna cosa en la oración, si el confesor
me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese; después
Su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar».
Incluso cuando con tanta falta de juicio
mandaron a la Santa algunos
confesores que hiciera burla de las apariciones de nuestro Señor
(teniéndolas por diabólicas), le dijo el mismo Señor que obedeciera sin
réplica:
«Decíame que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que El
haría que se entendiese la verdad».
La Santa aprendió tan bien la lección, que, cuando el Señor le
mandaba
realizar alguna cosa, lo consultaba inmediatamente con sus confesores, sin
decirles que se lo había mandado el Señor (para no coaccionar su libertad de
juicio); y sólo después que ellos habían decidido lo que convenía hacer les
daba cuenta de la comunicación divina, si coincidían ambas cosas; y si no,
pedía a nuestro Señor que cambiase el parecer al confesor, pero obedeciendo
mientras tanto a este último. Es ésta una de las más claras y manifiestas
señales de buen espíritu y de que las comunicaciones que se creen recibir de
Dios son realmente de El. Revelación o visión que inspire rebeldía y
desobediencia, no necesita de más examen para ser rechazada como falsa o
diabólica.
4. Bienaventuranzas y frutos correspondientes.
San Agustín asigna al don de
consejo la quinta bienaventuranza,
correspondiente a los misericordiosos (Mateo 5,7). Pero Santo Tomás lo
admite únicamente en un sentido directivo, en cuanto que el don de consejo
recae sobre las cosas útiles o convenientes para la salvación, y nada tan
útil como la misericordia para con los demás, que nos la alcanzara también
para nosotros. Pero, en sentido ejecutivo o elicitivo, la misericordia
corresponde —como vimos— al don de piedad. En cuanto relacionado con la
misericordia, al don de consejo le corresponden de algún modo los frutos de
bondad y benignidad.
5. Vicios opuestos al don de consejo.
Al don de consejo se oponen,
por defecto, la precipitación en el obrar,
siguiendo el impulso de la actividad natural, sin dar lugar a consultar al
Espíritu Santo; y la temeridad, que supone una falta de atención a las luces
de la fe y a la inspiración divina por excesiva confianza en sí mismo y en
las propias fuerzas. Y por exceso se opone al don de consejo la lentitud
excesiva, porque, aunque es menester usar de madura reflexión antes de
obrar, una vez tomada una determinación según las luces del Espíritu Santo,
es necesario proceder rápidamente a la ejecución antes de que las
circunstancias cambien y las ocasiones se pierdan.
6. Medios de fomentar este don.
Aparte de los ya consabidos para el fomento general de los dones
(recogimiento, vida de oración, fidelidad a la gracia, etc.), sobre los que
nunca se insistirá bastante, los siguientes medios nos ayudarán mucho a
disponernos para la actuación del don de consejo cuando sea menester:
a) Profunda humildad para reconocer
nuestra ignorancia y demandar las luces
de lo alto. La oración humilde y perseverante tiene fuerza irresistible ante
la misericordia de Dios. Es preciso invocar al Espíritu Santo por la mañana
al levantamos para pedirle su dirección y consejo a todo lo largo del día;
al comienzo de cada acción, con
un movimiento sencillo y breve del corazón, que será, a la vez, un acto de
amor; en los momentos difíciles o peligrosos, en los que, más que nunca,
necesitamos las luces del cielo; antes de tomar una determinación importante
o emitir algún juicio orientador para los demás, etc.
b ) Acostumbrarnos a proceder siempre con
reflexión y sin apresuramiento.
—Todas las industrias y diligencias humanas resultarán muchas veces
insuficientes para obrar con prudencia, como ya hemos dicho; pero a quien
hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Cuando sea menester, actuará
sin falta el don de consejo para suplir nuestra ignorancia e impotencia:
pero no tentemos a Dios esperando por medios divinos lo que podemos hacer
por los medios puestos por El a nuestro alcance con ayuda de la grada
ordinaria:
«A Dios rogando y con el mazo dando».
c ) Atender en silencio al Maestro interior.
—Si
lográramos hacer el vacío en nuestro espíritu y acalláramos por completo
los ruidos del mundo, oiríamos con frecuencia la voz de Dios, que en la
soledad suele hablar al corazón (Ósea 2,14). El alma ha de huir del tumulto
exterior y sosegar por completo su espíritu para oír las lecciones de vida
eterna que le explicará el divino Maestro, como en otro tiempo a María de
Betania, sosegada y tranquila a sus pies (Lucas 10,39).
«El cristiano —escribe a este propósito el
Padre Philipon— debería caminar
por este mundo con la mirada fija en el sublime destino que le espera: la
consumación de su vida en la unidad de la Trinidad, en sociedad con el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con los demás hombres, sus hermanos, y
con los ángeles, llamados ellos también a habitar con nosotros en la misma
Ciudad de Dios, formando todos juntos una sola familia divina: la Iglesia
del Verbo encarnado, el Cristo total. ¿Por qué toda nuestra actividad moral
no brota en nosotros de esta suprema orientación de nuestra existencia hacia
la beatificante visión de la Trinidad? Nos arrastramos en una atmósfera de
vanidades, de horizontes meramente terrestres. Y, con todo, la gracia de
Dios nos asiste para divinizar nuestros actos y valorizarlos hasta en sus
menores detalles, sobrellevándolos hasta ponerlos al nivel de las
intenciones de Cristo, nivel en el que nos deberíamos mantener sin
desfallecimientos, conscientes de nuestra filiación divina. Nuestras vidas
deberían desarrollarse, en todos sus instantes, al soplo del Espíritu del
Padre y del Hijo, sin desviarse nunca hacia el mal, sin retardar jamás su
impulso hacia Dios.
El Espíritu Santo se halla no sólo muy cerca de nosotros, sino dentro de
nosotros, en lo más hondo de nuestras almas, para iluminarnos con las
claridades de Dios, para inspirarnos la realización de acciones enteramente
divinas y facilitarnos su cumplimiento. Cuanto más se entrega un alma al
Espíritu Santo, más se diviniza. La santidad perfecta consiste en no
rehusarle nada al Amor.
d) Extremar nuestra docilidad y obediencia a los que Dios ha puesto en la
Iglesia para gobernarnos.
-— Imitemos los ejemplos dé los santos. Santa Teresa —como hemos visto—
obedecía a sus confesores con preferencia al mismo Señor, y éste alabó su
conducta. El alma dócil, obediente y humilde está en inmejorables
condiciones para recibir las ilustraciones de lo alto. Nada hay, por el
contrario, que aleje tanto de nosotros el eco misterioso de la voz de Dios
como el espíritu de autosuficiencia y de insubordinación a sus legítimos
representantes en la tierra.
Fin
8 momentos de la prudencia...
pág. 155
nota 5
Son los siguientes:
memoria de lo pasado, Inteligencia de lo presente,
docilidad, sagacidad,
razonamiento, providencia, circunspección y cautela o precaución (cf. II-II
q.49 a.1-8).
Ha determinado Dios que el hombre se rija y gobierne por los
hombres.
La santidad perfecta consiste en no rehusarle nada al Amor. (Espíritu
Santo)
El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El gran desconocido El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO
MARIN