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Los 7 Dones del Espíritu Santo

LA FIDELIDAD AL ESPÍRITU SANTO
  
Hemos visto en los capítulos precedentes de qué manera el Espíritu Santo juntamente con el Padre y el Hijo es el dulce Huésped de nuestra alma: dulcís hospes animae.
 
Y hemos visto también de qué manera actúa continuamente en nosotros, ya sea moviendo el hábito de las virtudes infusas al modo humano en los comienzos de la vida espiritual (etapa ascética) o el de los dones al modo divino hasta llevar al alma fiel hasta las cumbres de la perfección cristiana (etapa mística).
 
Pero no podemos pensar que el Espíritu Santo no exige nada al alma a cambio de su divina liberalidad y largueza.
Exige de ella una continua fidelidad a sus divinas mociones, so pena de suspender o aminorar su acción, dejándola estancada a mitad del camino, con gran peligro incluso de su misma salvación eterna.
Por eso creemos que nuestro pobre estudio, encaminado a dar a conocer la persona y la acción del divino Espíritu en nuestras almas, quedaría in completísimo aparte de sus muchos otros fallos e imperfecciones si no lo termináramos con un capítulo especial enteramente dedicado a la fidelidad exquisita con que el alma ha de corresponder incesantemente a la acción santificadora del Espíritu Santo, que quiere llevarla, en continua progresión ascendente, hasta las cumbres más elevadas de la unión íntima con Dios.
 
Estudiaremos la naturaleza de la fidelidad al Espíritu Santo, su importancia y necesidad, su eficacia santificadora y el modo concreto de practicarla'.
 
1. Naturaleza de la fidelidad al Espíritu Santo La fidelidad, en general, no es otra cosa que la lealtad, la cumplida adhesión, la observancia exacta de la fe que uno debe a otro.
En el derecho feudal era la obligación que tenía el vasallo de presentarse a su señor; rendirle homenaje y quedar enteramente obligado a obedecerle en todo, sin oponerle jamás la menor resistencia.
Todo esto tiene aplicación y en grado máximo tratándose de la fidelidad al Espíritu Santo, que no es otra cosa que la lealtad o docilidad en seguir las inspiraciones del Espíritu Santo en cualquier forma que se nos manifiesten.
 
«Llamamos inspiraciones —explica muy bien San Francisco de Sales— a todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones (Sal 20,4), por su cuidado y amor paternal, a fin de despertamos, excitamos, empujamos y atraemos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestro bien eterno.
 
De varias maneras se producen inspiraciones divinas.
Los mismos pecadores las reciben, impulsándoles a la conversión; pero, para el justo, en cuya alma habita el Espíritu Santo, es perfectamente connatural recibirlas a cada momento.
El Espíritu Santo, mediante ellas, ilumina nuestra mente para que podamos ver lo que hay que hacer y mueve nuestra voluntad para que podamos y queramos cumplirlo, según aquellas palabras del Apóstol: «Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (FTP 2,13). Porque es evidente que el Espíritu Santo obra siempre según su beneplácito. Inspira y obra en el alma del justo cuando quiete y como quiere: «Spiritus ubi vult spirat» (Ya 3,8).
 
Unas veces ilumina solamente (p. ej., en los casos dudosos para resolver la duda); otras mueve solamente (p. ej., para que el alma realice aquella buena acción que ella misma estaba ya pensando); otras, en fin —y es lo más frecuente—, ilumina y mueve a la vez.
 
A veces se produce la inspiración en medio del trabajo, como de improviso, cuando el alma estaba enteramente distraída y ajena al objeto de la inspiración.
Otras muchas se produce en la oración, en la sagrada comunión, en momentos de recogimiento y de fervor.
El Espíritu Santo rige y gobierna al hijo adoptivo de Dios tanto en las cosas ordinarias de la vida cotidiana como en los asuntos de gran importancia.
San Antonio Abad entró en una iglesia y, al oír que el predicador repetía las palabras del Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes, dalo a los pobres y sígueme» (Mt 19,21), marchó en el acto a su casa, vendió todo cuanto tenía y se retiró al desierto.
El Espíritu Santo no siempre nos inspira directamente por sí mismo.
 
A veces se vale del ángel de la guarda, de un predicador, de un buen libro, de un amigo; pero siempre es El, en última instancia, el principal autor de aquella inspiración.
 
2. Importancia y necesidad
 
Nunca se insistirá bastante en la excepcional importancia y absoluta necesidad de la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo para avanzar en el camino de la perfección cristiana.
En cierto sentido, es éste el problema fundamental de la vida cristiana, ya que de esto depende el progreso incesante hasta llegar a la cumbre de la montaña de la perfección o el quedarse paralizados en sus mismas estribaciones.
 
La preocupación casi única del alma ha de ser la de llegar a la más exquisita y constante fidelidad a la gracia.
Sin esto, todos lo demás procedimientos y métodos que intente están irremisiblemente condenados al fracaso.
La razón profundamente teológica de esto hay que buscarla en la economía de la gracia actual, que guarda estrecha relación con el grado de nuestra fidelidad.
En efecto, como ya dijimos más arriba, la previa moción de la gracia actual es absolutamente necesaria para poder realizar cualquier acto saludable.
 
Es en el orden sobrenatural lo que la previa moción divina en el orden puramente natural: algo absolutamente indispensable para que un ser en potencia pueda realizar su acto.
Sin ella nos sería tan imposible hacer el más pequeño acto sobrenatural —aun poseyendo la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo— como respirar sin aire en el orden natural.
 
La gracia actual es como el aire divino, que el Espíritu Santo envía a nuestras almas para hacerlas respirar y vivir en el plano sobrenatural. Ahora bien, «la gracia actual —dice el P. Garrigou- Lagrange *—nos es constantemente ofrecida para ayudamos en di cumplimiento del deber de cada momento, algo así como el aire entra incesantemente en nuestros pulmones para permitimos reparar la sangre.
Y así como tenemos que respirar para introducir en los pulmones ese aire que renueva nuestra sangre, del mismo modo hemos de desear positivamente y con docilidad recibir la gracia, que regenera nuestras energías espirituales para caminar en busca de Dios.
 
Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia, terminará por morir de asfixia espiritual.
Por eso dice San Pablo: 'Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios' (2 Cor 6,1). Preciso es responder a esa gracia y cooperar generosamente a ella.
 
Es ésta una verdad elemental que, practicada sin desfallecimiento, nos levantaría hasta la santidad».
Pero hay más todavía.
En la economía ordinaria y normal de la gracia, la providencia de Dios tiene subordinadas las gracias posteriores que ha de conceder a un alma al buen uso de las anteriores.
Una simple infidelidad a la gracia puede cortar el rosario de las que Dios nos hubiera ido concediendo sucesivamente, ocasionándonos una pérdida irreparable.
En el cielo veremos cómo la inmensa mayoría de las santidades frustradas
—mejor dicho, absolutamente todas ellas— se malograron por una serie de infidelidades a la gracia, acaso veniales en sí mismas, pero plenamente voluntarias, que paralizaron la acción del Espíritu Santo, impidiéndole llevar al alma hasta la cumbre de la perfección.
 
«La primera gracia de iluminación —continúa el padre Garrigou *— que en nosotros produce eficazmente un buen pensamiento, es suficiente con relación al generoso consentimiento voluntario, en el sentido de que nos da no este acto, sino la posibilidad de realizarlo.
Sólo que, si resistimos a este buen pensamiento, nos privamos de la gracia actual, que nos hubiera inclinado eficazmente al consentimiento a ella.
 
La resistencia produce sobre la gracia el mismo efecto que el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundosos frutos: las flores quedan destrozadas y el fruto no llegará a sazón.
La gracia eficaz se nos brinda en la gracia suficiente como el fruto en la flor; dato que es preciso que la flor no se destruya para recoger el fruto.
 
Si no oponemos resistencia a la gracia suficiente, se nos brinda la gracia actual eficaz, y con su ayuda vamos progresando, con paso seguro, por el camino de la salvación.
La gracia suficiente hace que no tengamos excusa delante de Dios, y la eficaz impide que nos gloriemos en nosotros mismos; con su auxilio vamos adelante humildemente y con generosidad».
 
La fidelidad a la gracia, o sea a las mociones divinas del Espíritu Santo, es, pues, no solamente de gran importancia, sino absolutamente necesaria e indispensable para progresar en los caminos de la unión con Dios.
 
El alma y su director espiritual no deberían tener otra obsesión que la de llegar a una continua, amorosa y exquisita fidelidad a la gracia.
 
«En realidad —escribe conforme a esto el P. Plus“—, la historia de nuestra vida, ¿no se resumirá muchas veces en la historia de nuestras perpetuas infidelidades? Dios tiene sobre nosotros planes magníficos, peto le obligamos a modificarlos de continuo.
 
Tal gracia que se disponía a concedemos la ha de suspender porque nos hemos descuidado en merecerla.
Y así la corrección se añade a la corrección.
¿Qué queda del primitivo proyecto? Dios vive en sí mismo, de antemano, eternamente, aquello que nos quiere hacer vivir en el tiempo.
 
La idea que tiene de nosotros, su eterna voluntad sobre nosotros, constituye nuestra historia ideal: el gran poema posible de nuestra vida.
Nuestro Padre amoroso no deja de inspirar a nuestra conciencia ese bello poema.
Cada vibración imperceptible es un don, un talento que he de recibir, un impulso que he de seguir, un comienzo que he de terminar y hacer valer.
Y vos sabéis, ¡oh Padre!, las resistencias, las incomprensiones, las perversiones.
A cada resistencia o incomprensión, vuestra providencia sustituye con otro poema (poema disminuido, pero todavía magnífico) a aquellos y a todos los demás cuya inspiración dejé de seguir.
 
Hay almas que no llegan a la santidad porque un día, en un instante dado, no supieron corresponder plenamente a una gracia divina.
Nuestro porvenir depende a veces de dos o tres sí o de dos o tres no que convino decir y no se dijeron, y de los que pendían generosidades o desfallecimientos sin número.
 
¡A qué alturas no llegaríamos si nos resolviéramos a caminar siempre al mismo paso que la magnificencia divina! Nuestra cobardía prefiere pasos de enano.
¿Quién sabe a qué medianías nos condenamos, y tal vez a cosas peores, por no haber respondido atentamente a los llamamientos de lo alto?
Hemos oído las extrañas palabras de Jesucristo a Santa Margarita María sobre el peligro de no ser fiel.
 
Y ésta no menos urgente: Ten mucho cuidado de no permitir que se extinga jamás esta lámpara (su corazón), pues si una vez se apaga, no volverás a tener fuego para encenderla’».
 
No tengas falso temor, pero tampoco vana presunción. No hay que jugar con la gracia de Dios.
Esta pasa, y si es verdad que vuelve muchas veces, pero no vuelve siempre. Si vuelve, y suponemos que viene con tanta fuerza como la primera vez, halla el corazón ya enflaquecido por la primera cobardía; por consiguiente, menos armado para corresponder.
Y luego, Dios queda menos invitado a darnos otra gracia.
¿Para qué? ¿Para que sufra la misma suerte que la anterior?
Es un testigo peligroso en el tribunal de Dios esa gracia desaprovechada, esa inspiración menospreciada, ese incalificable «dejar en cuenta». Los santos temblaban a la idea del mal que causa la infidelidad a las divinas inspiraciones».
 
3. Eficacia santificadora.
 
« Dejando aparte los sacramentos, que, dignamente recibidos, son el manantial y la fuente de la gracia, y cuya eficacia santificadora, en igualdad de condiciones, es muy superior a la de toda otra práctica religiosa, es indudable que, entre las que dependen de la actividad del hombre, ocupa el primer lugar la fidelidad perfecta a las inspiraciones al Espíritu Santo.
Escuchemos sobre esto a Mons. Saudreau*: «¿Cómo no ha de producir cosas admirables en su corazón dócil esta gracia divina? Dios, infinitamente bueno y santo, nada desea tanto como comunicar sus bienes, hacer participantes a sus hijos de su santidad y de su felicidad. Constantemente su mirada paternal está puesta en ellos, esperando su buena voluntad y como suplicando su consentimiento para colmarlos de riquezas. Su sabiduría sabe muy bien por qué caminos los ha de llevar para hacerlos santos y felices.
 
¿Qué garantía, pues, la de los que siempre y en todo se dejan guiar por un guía tan sabio y tan amante? En éstos, la oleada de sus gracias va siempre creciendo; al principio, como un todo intermitente; después, como un arroyo; luego, como una corriente; en fin, como un río caudaloso y principal: Y al mismo tiempo que las gracias son más abundantes, son también más puras e intensas».
 
 
Resulta utilísimo realizar seriamente por algún tiempo la prueba de no negar al Espíritu Santo ninguna cosa que claramente se vea que nos pide.
 
Un antiguo autor afirma terminantemente que tres meses de fidelidad perfecta a todas las inspiraciones del Espíritu Santo colocan al alma en un estado que le conducirá con toda seguridad a la cumbre de la perfección.
 
Y añade: «Que alguno haga la prueba, durante tres meses, de no rehusar absolutamente nada a Dios, y verá qué profundo cambio experimentará en su vida»
«Toda nuestra perfección —escribe el P. Lallemant’— depende de esta fidelidad, y puede decirse que el resumen y compendio de la vida espiritual consiste en observar con atención los movimientos del Espíritu de Dios en nuestra alma y en reafirmar nuestra voluntad en la resolución de seguirlos dócilmente, empleando al efecto todos los ejercicios de la oración, la lectura, los sacramentos y la práctica de las virtudes y buenas obras...
 
El fin a que debemos aspirar, después de habernos ejercitado largo tiempo en la pureza de corazón, es el de ser de tal manera poseídos y gobernados por el Espíritu Santo, que El solo sea quien conduzca y gobierne todas nuestras potencias y sentidos y quien regule todos nuestros movimientos interiores y exteriores, abandonándonos enteramente a nosotros mismos por el renunciamiento espiritual de nuestra voluntad y propias satisfacciones.
 
Así, ya no viviremos en nosotros mismos, sino en Jesucristo, por una fiel correspondencia a las operaciones de su divino Espíritu y un perfecto sometimiento de todas nuestras rebeldías al poder de la gracia...
 
La causa de que se llegue tarde o no se llegue nunca a la perfección es que no se sigue en todo más que a la naturaleza y al sentido humano.
No se sigue nunca, o casi nunca, al Espíritu santo, del que es propio esclarecer, dirigir y enardecer...
 
Puede decirse con verdad que no hay -poquísimas personas que se mantengan constantemente en los caminos de Dios.
Muchos se desvían sin cesar.
El Espíritu Santo les llama con sus inspiraciones; pero, como son indóciles, llenos de sí mismos, apegados a sus sentimientos, engreídos de su propia sabiduría, no se dejan fácilmente conducir, no entran sino raras veces en el camino y designios de Dios y apenas permanecen en él, volviendo a sus concepciones e ideas, que les hacen dar el cambio.
Así avanzan muy poco, y la muerte les sorprende no habiendo dado más que veinte pasos, cuando hubieran podido caminar diez mil si se hubieran abandonado a la dirección del Espíritu Santo».
 
4. Modo de practicarla
 
La inspiración del Espíritu Santo es al acto de virtud lo que la tentación al acto del pecado.
 
Por un simple escalón desciende el hombre al pecado: tentación, delectación y consentimiento.
 
El Espíritu Santo propone el acto de virtud al entendimiento y excita la voluntad; el justo, finalmente, lo aprueba y lo cumple.
Tres son, por parte nuestra, las cosas necesarias para la perfecta fidelidad a la gracia: la atención a las inspiraciones del Espíritu Santo, la discreción para saberlas distinguir de los movimientos de la naturaleza o del demonio y la docilidad para llevarlas a cabo.
 
Expliquemos un poco cada una de ellas.
 
 1) Atención a las inspiraciones.
 
—Consideremos con frecuencia que el Espíritu Santo habita dentro de nosotros mismos (1 Cor 6,19).
Si hiciéramos el vacío a todas las cosas de la tierra y nos recogiéramos en silencio y paz en nuestro interior, oiríamos, sin duda, su dulce voz y las insinuaciones de su amor.
 
No se trata de una gracia extraordinaria, sino del todo normal y ordinaria en una vida cristiana seriamente vivida.
¿Por qué, pues, no oímos su voz? Por tres razones principales: a) Por nuestra habitual disipación.
 
—Dios está dentro, y nosotros vivimos fuera.
«El hombre interior se recoge muy pronto, porque nunca se derrama del todo al exterior» (Kempis, 2,1).
El mismo Espíritu Santo nos lo recuerda expresamente: «La llevaré a la soledad y allí hablaré al corazón» (Os 2,14).
 
He aquí un magnífico texto del padre Plus insistiendo en estas ideas: «Dios es discreto; pero no lo es ni por timidez ni por impotencia.
 
Podría imponerse; si no lo hace, es por delicadeza y para dejar a nuestra iniciativa más campo de acción.
Mas no puede imaginarse que el Señor no sea un gran señor; no puede ser que no tenga muy vivo él sentimiento de su suprema dignidad.
Supongamos que donde quiere entrar u obrar no hay más que locas preocupaciones, estrépito de carracas, agitaciones, torbellinos, potros salvajes, frenesí de velocidad, desplazamientos incesantes, busca inconsiderada de naderías que se agitan; para qué va a pedir audiencia! Dios no se comunica con el ruido.
 
Cuando descubre el interior de un alma obstruido por mil cosas, no tiene ninguna prisa en entregarse, en ir a alojarse en medio de esas mil nimiedades.
Tiene su amor propio. No le gusta ponerse a la par con las baratijas.
A veces, no obstante, lo toma a su cargo y, a pesar de la inatención, impone la atención.
No se le quería recibir: ha entrado y había. Pero en general no procede así. Evita una presencia que, bien claro está, no se buscaba.
Si el alma está en gracia, es evidente que El reside en ella, pero no se le manifiesta.
Ya que el alma no se digna advertirlo, El permanece inadvertido; puesto que hay sustitutivos que se le prefieren, el bien supremo evita hacerse preferir a pesar de todo.
 
Cuanto más el alma se derrama en las cosas, tanto menos insiste El.
Si, por el contrario, observa que alguno se desembaraza de esas naderías y busca el silencio, Dios se le acerca.
Esto le entusiasma.
Puede manifestarse, pues sabe que el alma le oirá.
No siempre se manifestará, ni será lo más común mostrarse de una manera patente; pero el alma, a buen seguro, se sentirá oscuramente invitada a subir...
Otra razón por la cual el alma que aspira a la fidelidad ha de vivir recogida es que el Espíritu Santo sopla no sólo donde quiere, sino cuando quiere.
La característica propia de los llamamientos interiores, observa San Ignacio, es manifestarse al alma sin previo aviso y como sin apenas dejarse oír.
En cualquier momento puede venirnos una invitación.
 
En todo momento, por consiguiente, es necesario estar atento; no, ciertamente, con atención ansiosa, sino inteligente, en armonía perfecta con la sabia actividad de un alma entregada por completo a su deber.
Por desgracia, «la mayoría de las gentes viven en la ventana», como decía Froissard; preocupados únicamente por la batahola, por el ir y venir de la calle, no dirigen ni una sola mirada a aquel que, en silencio, espera, en el interior de la habitación, con mucha frecuencia en vano, para poder entablar conversación».
 
Y un poco más adelante añade todavía el mismo autor:
 
 ¿Cómo alcanzar, en la práctica, el recogimiento? En primer lugar, hay que destinar un lugar fijo para un tiempo determinado de oración: no se llega a la oración espontánea, habitual, de todas las horas, más que ejercitándose en la oración determinada, prescrita, en tiempo y hora prefijados.
Toca a cada uno consultar su gracia particular, las circunstancias en que le ponen sus obligaciones, dones y los avisos de su director espiritual.
Una vez determinados los ejercicios de oración, falta entrenarse en el recogimiento habitual, en un cierto silencio exterior, de acción o de palabra y, sobre todo, en el silencio interior.
 
Algunos sencillos principios lo resumen todo: No hablar más que cuando la palabra sea mejor que el silencio.
Evitar la fiebre, él apresuramiento natural.
Lo más rápido cuando se tiene prisa es no apresurarse.
Como decía un gran cirujano cuando iba a practicar una operación urgente: «Señores, vayamos despacio; no podemos perder un momento». ¿Quién no recuerda los reproches que se dirigía en todos los retiros Mons. Dupanloup: «Tengo una actividad terrible...
Me tomaré siempre más tiempo que el necesario para hacer algo».
Al declinar de su vida: «No he perdido bastante el tiempo, he hecho demasiadas cosas, demasiadas cosas -pequeñas a costa de las grandes*.
 
Y siempre repetía lo mismo: «Por nada dejemos la vida interior; siempre la vida interior ante todo». ¿No soñó durante algún tiempo en retirarse a la Gran Cartuja?»
 
 b) Por nuestra falta de mortificación.
 
—Somos todavía demasiado carnales y no estimamos o no saboreamos más que las cosas exteriores y agradables a los sentidos.
Y, como dice San Pablo, «el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor 2,14).
Es absolutamente indispensable el espíritu de mortificación. Hay que practicar el famoso agere contra, que tanto inculcaba San Ignacio de Loyola.
 
c) Por nuestras aficiones desordenadas.
 
—«Si alguno no estuviere del todo libre de las criaturas, no podrá tender libremente a las cosas divinas. Por eso se encuentran tan pocos contemplativos, porque pocos aciertan a desembarazarse totalmente de las criaturas y cosas perecederas» (Kempis, 3,31).
Dos cosas, pues, es preciso practicar para oír la voz de Dios: desprenderse de todo afecto terreno y atender positivamente al divino Huésped de nuestras almas.
El alma ha de estar siempre en actitud de humilde expectación: «Hablad, Señor, que vuestro siervo escucha» (1 Sam 3,10)
 
2) Discreción de espíritu.
 
—Es de gran importancia en la vida espiritual el discernimiento o discreción de espíritus, para saber qué espíritu nos mueve en un momento determinado. He aquí algunos de los más importantes criterios para conocer las inspiraciones divinas y distinguirlas de los movimientos de la propia naturaleza o del demonio:
 
a) La santidad del objeto.
 
—El demonio nunca impulsa a la virtud; y la naturaleza tampoco suele hacerlo cuando se trata de una virtud incómoda y difícil.
 
b) La conformidad con nuestro propio estado.
 
—El Espíritu Santo no puede impulsar a un cartujo a predicar, ni a una monja contemplativa a cuidar enfermos en los hospitales.
 
c) Paz y tranquilidad del corazón.
 
—Dice San Francisco de Sales: «Una de las mejores señales de la bondad de todas las inspiraciones, y particularmente de las extraordinarias, es la paz y la tranquilidad en el corazón del que las recibe; porque el divino Espíritu es, en verdad, violento, pero con violencia dulce, suave y apacible.
Se presenta como un viento impetuoso (Act 2,2) y como un rayo celestial, pero no derriba ni turba a los apóstoles; el espanto que su ruido causa en ellos es momentáneo y va inmediatamente acompañado de una dulce seguridad» El demonio, por el contrario, alborota y llena de inquietud.
 
d) Obediencia humilde.
 
—«Todo es seguro en la obediencia y todo es sospechoso fuera de ella... El que dice que está inspirado y se niega a obedecer a los superiores y seguir su parecer, es un impostor» “.
Testigos de esto son gran número de herejes y apóstatas que se decían inspirados por el Espíritu Santo o gozar de un carisma especial.
 
e) El juicio del director espiritual.
 
—En las cosas de poca importancia que ocurren todos los días no es menester una larga deliberación, sino elegir simplemente lo que parezca más conforme a la voluntad divina, sin escrúpulos ni inquietudes de conciencia; pero en las cosas dudosas de mayor importancia, el Espíritu Santo inclina siempre a consultar con los superiores o con el director espiritual.
 
3. Docilidad en la ejecución.
 
— Consiste en seguir la inspiración de la gracia en él mismo instante en que se produzca, sin hacer esperar un segundo al Espíritu Santo”, El sabe mejor que nosotros lo que nos conviene; aceptemos, pues, lo que nos inspire y llevémoslo a cabo con corazón alegre y esforzado.
 
El alma ha de estar siempre dispuesta a cumplir la voluntad de Dios en todo momento: «Enséñame, Señor, a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios» (Sal 142,10).
La naturaleza, disconforme con esto, pondrá en nuestro camino un triple obstáculo
 
a) La tentación de la dilación.
 
—Es como decirle al Espíritu Santo: «Excúsame por hoy; lo haré mañana». Porque Dios pone generalmente en sus peticiones una infinita discreción, en la que consiste la suavidad de sus caminos, llegamos a olvidar cuán odioso es hacer esperar a la Majestad soberana.
¡Bueno estaría no responder inmediatamente a una orden del vicario de Cristo en la tierra! ¿Nos permitiremos ser negligentes porque es el mismo Dios quien manda?
 
Precisamente porque E1 es tan delicado al solicitar nuestra fidelidad, una gran delicadeza por nuestra parte debiera hacernos volar a servirle.
Así lo hacían los santos.
Muchas almas llegan al final de su vida sin haber consentido nunca o casi nunca que el Espíritu Santo fuera su dueño absoluto.
 
Siempre le impidieron la entrada, siempre le hicieron esperar.
 
A la hora de la muerte lo verán del todo claro, pero entonces será ya demasiado tarde: ya no habrá lugar para el «mañana sin falta», para la dilación continua.
Ha terminado el tiempo y se entra en la eternidad.
Pensemos con frecuencia en los lamentos de aquella última hora por no haber respondido en seguida a las inspiraciones de la gracia, por haber hecho aguardar demasiado a aquel que tanto nos hubiera querido elevar.
 
b) Los hurtos de la voluntad.
 
—A veces se proclama o confiesa la propia cobardía.
Tenemos miedo al sacrificio que se nos pide.
Es el miedo que todos sentimos cuando se trata de ejecutar (toda ejecución lleva consigo la muerte de algo en nosotros, es siempre una «ejecución capital»).
La naturaleza protesta, lamentándose de antemano de las generosidades en las que tendrá que consentir: « ¡Dios mío!
—exclamaba Rivière—, alejad de mí la tentación de la santidad.
 
Contentaos con una vida pura y paciente, que yo con todos mis esfuerzos trataré de ofreceros.
No me privéis de los goces deliciosos que he conocido, que he amado tanto y que tanto deseo volver a vivir.
No confundáis.
No pertenezco a la clase precisa.
No me tentéis con cosas imposibles».
Ahí tenemos descrito al vivo, en un alma nada vulgar, el miedo a la entrega total, la inclinación a andarse con rodeos; el prurito, muy explicable, de soslayar al obstáculo en vez de superarlo.
 
No obstante, ¡si sospechásemos qué recompensa aguarda a la entrega total y generosa! Conocida es la historia del mendigo de la India de que nos habla Tagore.
Es la historia de muchas vidas: «Caminaba —refiere el pobre harapiento—mendigando de puerta en puerta camino de un pueblo, cuando a lo lejos apareció tu dorado carruaje, cual radiante sueño, y admiré al rey de reyes.
El carro se detuvo.
Posaste tu mirada en mí y te apeaste sonriente.
Sentí llegada la suerte de mi vida.
De repente tendiste hacia mí tu mano derecha y dijiste: ¿Qué vas a darme? ¡Ah! ¿Qué broma era ésta, tender un rey la mano al mendigo para mendigar? Quedé confuso y perplejo.
Por fin, saqué de mis alforjas un grano de trigo y te lo di.
Mas sorpresa grande la mía cuando, al declinar el día y vaciar mi saco, hallé una minúscula pepita de oro entre el puñado de vulgares granos. Entonces lloré amargamente y me dije: ¡Lástima no haber tenido la corazonada de dártelo todo!»
 
c) El afán de recuperar lo que hemos dado.
 
— ¡Si todavía, después de haber entregado el mísero grano de trigo o las escasas existencias de nuestras alforjas, no tratásemos de recuperarlas! Es la eterna historia de los niños que, habiendo ofrendado sus golosinas ante el belén, en cuanto volvemos la espalda intentan recuperarlas para «saborear su sacrificio».
 
El dux de Venecia, al tomar posesión del cargo, arrojaba al mar, para simbolizar las bodas de la república con el océano, una sortija de oro.
Pero cuentan que, tan pronto terminaba la fiesta, los buzos se encargaban de recuperarla.
Así somos nosotros.
 
¿Quién, sin necesidad de muchas investigaciones, no comprobará en su conducta moral ejemplos parecidos? ¿No estamos acostumbrados a sustracciones en nuestros holocaustos, a esperar ávida e inmediatamente el premio después de la ofrenda de nuestros mejores sacrificios?
¡Eterna miseria de nuestra condición! Hay que humillarse por ella, pero no desanimarse.
Y hacer cuanto podamos para que el haber de nuestros egoísmos sea lo más reducido posible.
 
5. Cómo reparar nuestras Infidelidades Después de la suprema desgracia de condenarse eternamente, no hay mayor desventura que la del abuso de las gracias divinas.
Pero así como la desgracia eterna es absolutamente irreparable, las infidelidades a la gracia pueden repararse en todo o en parte mientras vivamos todavía en este mundo.
En una oración difundida entre algunas comunidades religiosas se formula esta triple petición a la misericordia divina:
«Dios mío, tened conmigo la misericordia y la liberalidad de hacerme reparar, antes de mi muerte, todas las pérdidas de gracias que he tenido la desgracia o insensatez de acarrearme.
 
Haced que llegue al grado de méritos y de perfección al que vos me queríais llevar según vuestra primera intención, y que yo he tenido la desdicha de frustrar con mis infidelidades.
Tened también la bondad de reparar en las almas.
Las pérdidas de gracia que por mi culpa se han ocasionado» Nada más puesto en razón que tales peticiones.
Dios puede, si se le pide, acrecentar las gracias preparadas para un alma; y si ésta se muestra fiel en estos nuevos anticipos divinos, tal aumento puede compensar las pérdidas anteriores.
Al que no utilizó una adversidad, puede el Señor enviarle otras en lo sucesivo: las que hubiera tenido con ser siempre leal y las destinadas a sustituir a las que no dieron fruto.
 
También pueden multiplicarse las ocasiones de sacrificios para reemplazar a los sacrificios que se rehusaron.
Las gracias de luz pueden ser más abundantes, la voluntad puede recibir más fuerza y Dios comunicar un amor más firme, intenso y acendrado.
Estos suplementos no están sobre el poder de Dios ni son contrarios a su justicia.
Es cierto, ciertísimo, que el alma infiel no los merece; pero la oración ferviente y perseverante a la que Dios lo ha prometido todo (Mt 7,7-11)
 
—puede conseguirlos infaliblemente. ¿Cómo podría explicarse, si no fuera así, que grandes pecadores hayan llegado a ser grandes santos? Sus pecados pasados fueron ocasión para remontarse a mayor virtud.
El deseo de repararlos les indujo a practicar grandes austeridades y a redoblar su ferviente amor a Dios.
 
Las lágrimas de San Pedro, que continuaron derramándose durante toda su vida, no hubieran corrido tan copiosamente ni, por lo tanto, produciendo tan numerosos actos de amor si no hubiera negado a su Maestro tan cobardemente.
 
Nuestro Señor dijo a Santa Margarita de Cortona que sus penitencias habían borrado de tal manera sus nueve años de desorden, que en el cielo la colocaría en el coro de las vírgenes.
Estos y otros muchos ejemplos nos enseñan que jamás hemos de desanimarnos por nuestros pecados y pasadas infidelidades; pero también que no basta deplorarlos: es menester repararlos y expiarlos.
Si el tren de nuestra vida viene con retraso aproximándose a la estación de llegada, es evidente que llegaremos a ella con un irreparable retraso, a menos de aumentar intensamente la velocidad, dedicando lo que nos quede de vida a una entrega total y absoluta a las exigencias, cada vez más apremiantes, de la unión íntima con Dios.
La expiación vuelve a Dios más favorable, atrae gracias mucho más abundantes y poderosas, aparta del alma los impedimentos puestos por el pecado, que impiden el ejercicio perfecto de las virtudes.
De este modo no sólo repara las faltas anteriores, sino que por ella se eleva el alma en la virtud mucho más que si no hubiera pecado.
 
San Pablo escribió en su carta a los Romanos estas consoladoras palabras: «Todo coopera al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28), y el genio de San Agustín se atrevió a añadir: etiam peccata, hasta los mismos pecados.
 
Si, al contrario, no se toma a pechos el expiar las propias faltas y reparar los abusos cometidos contra las gracias e inspiraciones recibidas de la bondad divina, el Señor dará a otras almas fieles las gracias que nosotros despreciamos con tanta insensatez y locura.
 
Nos lo advierte expresamente en la parábola de las minas: «Quitadle a éste la mina (con la que no quiso negociar) y dádsela al que tiene diez.
 
Le dijeron los siervos: Señor, ya tiene diez minas. Díjoles El: Os digo que a todo el que tiene se le dará, y al que no tiene, aun eso le será quitado» (Lc 19, 24-26).
Es muy consolador el pensar que, aun después de haber sido desleal, se puede recuperar lo perdido siendo generosos con Dios.
Es indudable que, si no nos esforzamos en redoblar nuestro fervor —tomando ocasión precisamente de nuestras pasadas infidelidades—, no recuperaremos el tiempo perdido ni alcanzaremos el grado de perfección al que Dios quería elevarnos, del mismo modo que él tren no puede recuperar el retraso sufrido a mitad de su camino si el maquinista no se preocupa de acelerar la marcha antes de su llegada a la estación de término.
 
Algunos corazones desconfiados imaginan qué ya no pueden esperar subir al grado de fervor del cual cayeron por su continua infidelidad a la gracia. Conocen muy mal la longanimidad y misericordia divinas.
Son innumerables los textos de la Sagrada Escritura que nos lo inculcan expresamente: «Que el pecador abandone su camino, y el criminal sus pensamientos culpables; que se convierta al Señor y será perdonado; que vuelva a nuestro Dios, porque es largo en perdonar.
 
Mis pensamientos no son los vuestros, ni mis caminos vuestros caminos, dice el Señor; lo que distan los cielos de la tierra, eso distan mis caminos de los vuestros» (Is 55,7-9).
Lo cual quiere decir que la misericordia de Dios, esa misericordia que llena el universo —misericordia Domini plena est tena (Sal 33,5)—
sobrepuja con mucho la idea de que de ella pueden formarse las raquíticas inteligencias de los hombres.
 
Aun los que más abusaron, porque más recibieron, deben tener esta confianza, pues si tanto han recibido es porque Dios los prefirió, y sólo resta por su parte volver a ser lo que eran.
Los dones de Dios —enseña San Pablo—, la vocación del pueblo escogido y, sin duda alguna, la de un alma a una altura eminente, son irrevocable- 'ne poenitentia sunt dona el vocatio Dei (Rom 11,2
 
Es indudable que los designios divinos quedan en ...... so cuando el hombre les pone obstáculos; pero Dios no revoca su elección.
Quítense los obstáculos y se realizarán los planes primitivos de la Providencia.
Aquellos que gustaron los dones de Dios, los que recibieron una vocación especial hacia la santidad, los que fueron favorecidos por gracias místicas, pueden habar perdido por su infidelidad tan inmensos favores; pero Dios, que los ha tratado como privilegiados, siempre está dispuesto a enriquecerlos con gracias mayores, si quieren expiar generosamente sus faltas y pasados errores.
 
Debemos, pues, fomentar en nosotros la santa ambición de adquirir para la eternidad esta riqueza de gloria, o, mejor dicho —ya que nuestra felicidad consistirá en el amor y la posesión de Dios amado—, hemos de procurar adquirir la gran suma de amor que Dios predestinó para nosotros al crearnos. Por grandes que hayan sido hasta ahora nuestras infidelidades, creamos con firme confianza que podemos, con el auxilio divino, reparar y recuperar lo perdido. P
ero entendamos muy bien que, para alcanzar este resultado tan deseable, es preciso ser generosos a toda prueba.
Y es menester empezar hoy mismo nuestra tarea, sin nuevas suicidas dilaciones.
 
Ya declina el día (Le 24,29) y se acerca la noche, en la que nadie puede trabajar (Jn 9,4); o, si se prefiere así, ya están disipándose las sombras de la noche de esta vida y en el horizonte cercano amanecen ya las primeras luces de la eternidad.
Hay que darse prisa para no llegar demasiado tarde.
 
6. Consagración al Espíritu Santo
 
Existe una fórmula magnífica, difundida entre muchas comunidades religiosas, para expresar al Espíritu Santo nuestra entrega total y perfecta consagración a su divina persona.
Claro está que no basta recitar una plegaria, por muy sublime que sea; es menester vivir esa perfecta consagración que con ella queremos expresar.
 
Pero no cabe duda que, recitando y saboreando despacio la magnífica fórmula que recogemos a continuación, acabaremos por lograr de la divina misericordia una perfecta sintonización entre nuestra vida y lo expresado por esa ferviente oración.  Hela aquí.
 
 
FERVIENTE ORACION AL ESPIRITU SANTO
 
«¡Oh Espíritu Santo, lazo divino que unís al Padre con el Hijo en un inefable y estrechísimo lazo de amor! Espíritu de luz y de verdad, dignaos derramar toda la plenitud de vuestros dones sobre mi pobre alma, que solemnemente os consagro para siempre, a fin de que seáis su preceptor, su director y su maestro.
Os pido humildemente fidelidad a todos vuestros deseos e inspiraciones y entrega completa y amorosa a vuestra divina acción.
¡Oh Espíritu Creador! Venid, venid a obrar en mí la renovación por la cual ardientemente suspiro; renovación y transformación tal que sea como una nueva creación, toda de gracia, de pureza y de amor, con la que dé principio de veras a la vida enteramente espiritual, celestial, angélica y divina que pide mi vocación cristiana.
 
¡Espíritu de santidad, conceded a mi alma el contacto de vuestra pureza, y quedará más blanca que la nieve! ¡Fuente sagrada de inocencia, de candor y de virginidad, dadme a beber de vuestra agua divina, apagad la sed de pureza que me abrasa, bautizándome con aquel bautismo de fuego cuyo divino bautisterio es vuestra divinidad, sois vos mismo! Envolved todo mi ser con sus purísimas llamas.
Destruid, devorad, consumid en los ardores del puro amor todo cuanto haya en mí que sea imperfecto, terreno y humano; cuanto no sea digno de vos.
 
Que vuestra divina unción renueve mi consagración como templo de toda la Santísima Trinidad y como miembro vivo de Jesucristo, a quien, con mayor perfección aún que hasta aquí, ofrezco mi alma, cuerpo, potencias y sentidos con cuanto soy y tengo. Heridme de amor, ¡Oh Espíritu Santo!, con uno de esos toques íntimos y sustanciales, para que, a manera de saeta encendida, hiera y traspase mi corazón, haciéndome morir a mí mismo y a todo lo que no sea el Amado.
Tránsito feliz y misterioso que vos sólo podéis obrar, ¡Oh Espíritu divino!, y que anhelo y pido humildemente.
Cual carro de divino fuego, arrebatadme de la tierra al cielo, de mí mismo a Dios, haciendo que desde hoy more ya en aquel paraíso que es su corazón.
 
Infundidme el verdadero espíritu de mi vocación y las grandes virtudes que exige y son prenda segura de santidad: el amor a la cruz y a la humillación y el desprecio de todo lo transitorio. Dadme, sobre todo, una humildad profundísima y un santo odio contra mí mismo.
Ordenad en mí la caridad y embriagadme con el vino que engendra vírgenes. Que mi amor a Jesús sea perfectísimo, hasta llegar a la completa enajenación de mí mismo, a aquella celestial demencia que hace perder el sentido humano de todas las cosas, para seguir las luces de la fe y los impulsos de la gracia.
Recibidme, pues, ¡Oh Espíritu Santo!; que del todo y por completo me entregue a vos. Poseedme, admitidme en las castísimas delicias de vuestra unión, y en ella desfallezca y expire de puro amor al recibir vuestro ósculo de paz.
Amén».
 
 
 
 
 
NOTAS
 
 
17 Ignoramos quién sea el autor de esta preciosa oración. Solía propagarla entre las almas selectas el santo padre Arintero, O. P., fundador de la revista «La vida sobrenatural» y muerto en Salamanca el 20 de febrero de 1928 en olor de santidad.
Está ya introducida en Roma la causa de su beatificación. Ignoramos si la Consagración al Espíritu Santo la escribió e1 mismo o la recibió de alguna de las grandes almas que él supo dirigir hasta las cumbres de la santidad.
 
14 Santiago Rivière, A la trace de Bien p.279.
 
13 Cf. Augusto Saijdreau, El ideal del alma ferviente (Barcelona 1926) p.l28ss. “ El P. Lallemant enseña que debemos dirigir a Dios muchas veces estas tres peticiones (ox., princ.4 c2 a.l).
 
12* Ya se entiende que esto se refiere únicamente a los casos en los que la inspiración divina es del todo clara y manifiesta. En los casos dudosos habría que reflexionar, aplicando las reglas del discernimiento o consultando con el director espiritual. *' Cf. P. Plus, o.c., p.90ss, cuya doctrina resumimos aquí.
 
11 San Francisco se Sales, Tratado del amor de Dios 8,12. 11 Ibid., 6,13.
 
9 P. Plus, S. I., La fidelidad a la gracia p.59ss (Barcelona 1951), preciosa obrita, que es de lo mejor que se ha escrito sobre este importante asunto.
 
 T Cf. Mahieu, Vrobatio carilath (Brujas 1948) p.271. * O.c., princ.4 c2 a.l y 2.
 
0 El ideal del alma ferviente (Barcelona 1926) p.108.
 
s Cristo en nosotros (Barcelona 1943) p.169-170.
 
* Ibid.
 
Las tres edades de la vida interior (Bueno* Aires 1944) p.I.* c.3 a.5.
 
1 Cf. nuestra Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid 51968) n.633-638; P. Lallemaot, o.c., prlnc.4 c.l y 2¡ P. Plus, La fidelidad a la gracia (Barcelona 1951): Cristo en nosotros (Barcelona 1943) 1.5. 2 San Francisco de Sales, Vida devota p.2.“ c.18.
 
 
 





El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El gran desconocido
El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN