Liturgia Católica
Una Santa Católica Apostólica
Visible Infalible e Indefectible
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Ioannes Paulus PP. II Dominum et vivificantem
sobre el Espíritu Santo en la Vida de la Iglesia y del Mundo
1986.05.18
BENDICIÓN
Venerables hermanos,
amadísimos hijos e hijas:
¡ salud y bendición apostólica !
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es « Señor y dador de vida
». Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el
nombre de los dos Concilios —Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los
que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo
« habló por los profetas ». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente
misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu
Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande
de la fiesta de los Tabernáculos: « " Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el
que cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva
».1 Y el evangelista explica: « Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a
recibir los que creyeran en él ».2 Es el mismo símil del agua usado por Jesús en
su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una « fuente de agua que brota
para la vida eterna »,3 y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la
necesidad de un nuevo nacimiento « de agua y de Espíritu » para « entrar en el
Reino de Dios ».4
La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la
experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el
principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en
el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo
en ellos la fuente de vida eterna.
2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre
fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el
último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que publicó la
Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada enteramente al Espíritu Santo,
pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió
al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa
conjuntamente con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico,5 hasta el Concilio
Ecuménico Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva
profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI:
« A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder
un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario
complemento de la doctrina conciliar ».6
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y
siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo que es dador de
vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia común con las Iglesias
orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias
de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto
podemos decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los
últimos años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla,
celebrado contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de
Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en aquella
ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como aquél que
indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún, como la
fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo
dio una expresión particular con las palabras con que frecuentemente se inicia
la liturgia eucarística: « La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del
Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros ».7
De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las
precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales
celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el
Padre al mundo, « para que el mundo se salve por él » 8 y « toda lengua
proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre ».9 De esta misma
exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que
procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe
cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia.10
Esta Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En efecto, los
textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí misma y sobre
la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más en el misterio
trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico v litúrgico:
al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata
de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de
Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a
la Samaritana; la necesidad de adorarlo « en espíritu y verdad »; 11 la
esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una « creación
nueva »: 12 sí, precisamente aquél que es dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras,
junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de
Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que « pasarán », la Iglesia
sabe bien que adquieren especial elocuencia las « palabras que no pasarán ».13
Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del « agua
que brota para vida eterna »,14 que es verdad y gracia salvadora. Sobre estas
palabras quiere reflexionar y hacia ellas quiere llamar la atención de los
creyentes y de todos los hombres, mientras se prepara a celebrar —como se dirá
más adelante— el gran Jubileo que señalará el paso del segundo al tercer milenio
cristiano.
Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de modo
exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni privilegiar alguna
solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como objetivo principal
desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella « el Espíritu Santo la
impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a
Cristo principio de salvación para todo el mundo ».15
I PARTE - EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA IGLESIA
1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual
3. Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a
los apóstoles « otro Paráclito ».16 El evangelista Juan, que estaba presente,
escribe que Jesús, durante la Cena pascual anterior al día de su pasión y
muerte, se dirigió a ellos con estas palabras: « Todo lo que pidáis en mi
nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo... y yo pediré
al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el
Espíritu de la verdad ».17
Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito, y
Parákletos quiere decir « consolador », y también « intercesor » o « abogado ».
Y dice que es « otro » Paráclito, el segundo, porque él mismo, Jesús, es el
primer Paráclito, 18 al ser el primero que trae y da la Buena Nueva. El Espíritu
Santo viene después de él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio
de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación. De esta continuación de
su obra por parte del Espíritu Santo Jesús habla más de una vez durante el mismo
discurso de despedida, preparando a los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, para
su partida, es decir, su pasión y muerte en Cruz.
Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el Evangelio de
Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a aquel anuncio y a aquella
promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente relacionadas entre sí no sólo
por la perspectiva de los mismos acontecimientos, sino también por la
perspectiva del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que quizás en
ningún otro pasaje de la Sagrada Escritura encuentran una expresión tan
relevante como ésta.
4. Poco después del citado anuncio, añade Jesús: « Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que yo he dicho ».19 El Espíritu Santo será el Consolador de
los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en medio de ellos—aunque
invisible—como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció. Las palabras
« enseñará » y « recordará » significan no sólo que el Espíritu, a su manera,
seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también
ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo,
asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones
y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia
perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro.
5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán particularmente al
Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: « Cuando venga el Paráclito, que yo os
enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él
dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis
conmigo desde el principio ».20
Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. « Oyeron » y « vieron con sus
propios ojos », « miraron » e incluso « tocaron con sus propias manos » a
Cristo, como se expresa en otro pasaje el mismo evangelista Juan.21 Este
testimonio suyo humano, ocular e « histórico » sobre Cristo se une al testimonio
del Espíritu Santo: « El dará testimonio de mí ». En el testimonio del Espíritu
de la verdad encontrará el supremo apoyo el testimonio humano de los apóstoles.
Y luego encontrará también en ellos el fundamento interior de su continuidad
entre las generaciones de los discípulos y de los confesores de Cristo, que se
sucederán en los siglos posteriores.
Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad es Jesucristo
mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad inspira, garantiza y corrobora su
fiel transmisión en la predicación y en los escritos apostólicos, 22 mientras
que el testimonio de los apóstoles asegura su expresión humana en la Iglesia y
en la historia de la humanidad.
6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de intención
con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las palabras
sucesivas del texto de Juan: « Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis
con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os
anunciará lo que ha de venir ».23
Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu de la verdad, como
el que « enseñará » y « recordará », como el que « dará testimonio » de él;
luego dice: « Os guiará hasta la verdad completa ». Este « guiar hasta la verdad
completa », con referencia a lo que dice a los apóstoles « pero ahora no podéis
con ello », está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por
medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas
palabras, era inminente.
Después, sin embargo, resulta claro que aquel « guiar hasta la verdad completa »
se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo « hizo
y enseñó ».24 En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya
que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado.
El « guiar hasta la verdad completa » se realiza, pues en la fe y mediante la
fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre.
El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del
espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben
llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo « hizo y enseñó » y,
especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva
más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y
confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el
misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que
explica el sentido definitivo de esa misma historia.
7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la
salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del
hombre como « otro Paráclito », asegurando de modo permanente la trasmisión y la
irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto,
resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el
misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia
histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan
las siguientes palabras de Juan: « El me dará gloria, porque recibirá de lo mío
y os lo comunicará a vosotros ».25 Con estas palabras se confirma una vez más
todo lo que han dicho los enunciados anteriores. « Enseñará ..., recordará ...,
dará testimonio ». La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha
realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue
manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el
Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la
misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y
desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo
« recibir »: « recibirá de lo mío y os lo comunicará ». Jesús para explicar la
palabra « recibirá », poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria
de la fuente, añade: « Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho:
Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros ».26 Tomando de lo « mío », por
eso mismo recibirá de « lo que es del Padre ».
A la luz pues de aquel « recibirá » se pueden explicar todavía las otras
palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por Jesús en el
Cenáculo antes de la Pascua: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él
venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio ».27 Convendrá dedicar todavía a estas
palabras una reflexión aparte.
2. Padre, Hijo y Espíritu Santo
8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y
de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu
Paráclito usando varias veces el pronombre personal « él »; y al mismo tiempo,
en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen recíprocamente al
Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, « el Espíritu ... procede del Padre »
28 y el Padre « dará » el Espíritu.29 El Padre « enviará » el Espíritu en nombre
del Hijo, 30 el Espíritu « dará testimonio » del Hijo.31 El Hijo pide al Padre
que envíe el Espíritu Paráclito,32 pero afirma y promete, además, en relación
con su « partida » a través de la Cruz: « Si me voy, os lo enviaré ».33 Así
pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que
ha enviado al Hijo,34 y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención
realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu Santo es enviado también por
el Hijo: « os lo enviaré ».
Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el Cenáculo
anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la partida de Cristo, la
contenida en el texto de Juan comprende y subraya claramente también la relación
de interdependencia, que se podría llamar causal, entre la manifestación de
ambos: « Pero si me voy, os le enviaré ». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo
se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la
redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre.
9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega —puede decirse— al culmen
de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos
acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán
en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la
Iglesia: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes », mandato que
encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: « bautizándolas en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo ».35 Esta fórmula refleja el
misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso como
una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se expresa la
fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación en la vida de Dios
uno y trino, porque da al hombre la gracia santificante como don sobrenatural.
Por medio de ella éste es llamado y hecho « capaz » de participar en la
inescrutable vida de Dios.
10. Dios, en su vida íntima, « es amor »,36 amor esencial, común a las tres
Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y
del Hijo. Por esto « sondea hasta las profundidades de Dios »,37 como Amor-don
increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y
trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas
divinas, y que por el Espíritu Santo Dios « existe » como don. El Espíritu Santo
es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor.38 Es
Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad
y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente
conocemos por la Revelación.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la
divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons
vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a
todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres
mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado ».39
3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo
11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se refiere
particularmente a este « dar » y « darse » del Espíritu Santo. En el Evangelio
de Juan se descubre la « lógica » más profunda del misterio salvífico contenido
en el designio eterno de Dios como expansión de la inefable comunión del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Es la « lógica » divina, que del misterio de la
Trinidad lleva al misterio de la Redención del mundo por medio de Jesucristo. La
Redención realizada por el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre
—realizada por su « partida » a través de la Cruz y Resurrección— es al mismo
tiempo, en toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «
recibirá de lo mío ».40 Las palabras del texto joánico indican que, según el
designio divino, la « partida » de Cristo es condición indispensable del « envío
» y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva
comunicación salvífica por el Espíritu Santo.
12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, —inicio originario de la
donación salvífica de Dios— que se identifica con el misterio de la creación.
Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: « En el principio
creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim)
aleteaba por encima de las aguas ».41 Este concepto bíblico de creación comporta
no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la
existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o
sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo
cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza
de Dios: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra ».42 «
Hagamos », ¿se puede considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando
de sí mismo, sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia de
la Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que
conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su reflejo en
estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación
del hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a la medida de su «
imagen y semejanza », que ha concedido al hombre.
13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso de
despedida deben ser leídas también con referencia a aquel « inicio » tan lejano,
pero fundamental, que conocemos por el Génesis. « Si no me voy, no vendrá a
vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ». Cristo, describiendo su
« partida » como condición de la « venida » del Paráclito, une el nuevo inicio
de la comunicación salvífica de Dios por el Espíritu Santo con el misterio de la
Redención. Este es un nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y
toda la historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha
interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en
la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al
hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado, « la creación
... fue sometida a la vanidad... gimiendo hasta el presente y sufre dolores de
parto » y « desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ».43
14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: « Os conviene que yo me vaya »; « Si
me voy, os lo enviaré ».44 La « partida » de Cristo a través de la Cruz tiene la
fuerza de la Redención; y esto significa también una nueva presencia del
Espíritu de Dios en la creación: el nuevo inicio de la comunicación de Dios al
hombre por el Espíritu Santo. « La prueba de que sois hijos es que Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! »,
escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas.45 El Espíritu Santo es el
Espíritu del Padre, como atestiguan las palabras del discurso de despedida en el
Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de
Jesucristo, como atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso.46
Con el envío de este Espíritu « a nuestros corazones » comienza a cumplirse lo
que « la creación desea vivamente », como leemos en la Carta a los Romanos.
El Espíritu viene a costa de la « partida » de Cristo. Si esta « partida » causó
la tristeza de los apóstoles,47 y ésta debía llegar a su culmen en la pasión y
muerte del Viernes Santo, a su vez esta « tristeza se convertirá en gozo ».48 En
efecto, Cristo insertará en su « partida » redentora la gloria de la
resurrección y de la ascensión al Padre. Por tanto la tristeza, a través de la
cual aparece el gozo, es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la «
partida » de su Maestro, una partida « conveniente », porque gracias a ella
vendría otro « Paráclito ».49 A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de
todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se
desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la
Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza
definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el
Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.
4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo
15. Se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la plenitud
del Espíritu Santo para el Pueblo elegido de Dios y para toda la humanidad. «
Mesías » literalmente significa « Cristo », es decir « ungido »; y en la
historia de la salvación significa « ungido con el Espíritu Santo ». Esta era la
tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en
casa de Cornelio: « Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea ... después que
Juan predicó el bautismo; como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu
Santo y con poder ».50
Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas 51 conviene remontarse
ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces « el quinto evangelio » o
bien el « evangelio del Antiguo Testamento ». Aludiendo a la venida de un
personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús,
Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de
Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta:
« Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.
Y le inspirará en el temor del Señor ».52
Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento,
porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de « espíritu
», entendido ante todo como « aliento carismático », y el « Espíritu » como
persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (« del
tronco de Jesé ») es precisamente aquella persona sobre la que « se posará » el
Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la
revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura
del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se
prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio
trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza.
16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza la unción era un
símbolo externo del don del Espíritu. El Mesías (mucho más que cualquier otro
personaje ungido en la Antigua Alianza) es el único gran Ungido por Dios mismo.
Es el Ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios. El
mismo será también el mediador al conceder este Espíritu a todo el Pueblo. En
efecto, dice el Profeta con estas palabras:
« El Espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto que me ha ungido el Señor.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado,
a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación,
y a los reclusos la libertad;
a pregonar año de gracia del Señor ».53
El Ungido es también enviado « con el Espíritu del Señor ».
« Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu».54
Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto con el Espíritu del Señor
es también el Siervo elegido del Señor, sobre el que se posa el Espíritu de
Dios:
« He aquí a mi siervo a quien sostengo,
mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él ».55
Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de Isaías como el
verdadero varón de dolores: el Mesías doliente por los pecados del mundo.56 Y a
la vez es precisamente aquél cuya misión traerá verdaderos frutos de salvación
para toda la humanidad:
« Dictará ley a las naciones ... »; 57 y será « alianza del pueblo y luz de las
gentes ... »; 58 « para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra
».59
Ya que:
« Mi espíritu que ha venido sobre ti
y mis palabras que he puesto en tus labios
no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia
ni de la boca de la descendencia de tu descendencia,
dice el Señor, desde ahora y para siempre ».60
Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos por nosotros a la luz del
Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe una particular clarificación
por la admirable luz contenida en estos textos veterotestamentarios. El profeta
presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que
posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás,
para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del
Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación,
destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que
abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de
su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que
viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, « hombre justo y piadoso » ya que
« estaba en él el Espíritu Santo », en el momento de la presentación de Jesús en
el Templo, cuando descubría en él la « salvación preparada a la vista de todos
los pueblos » a costa del gran sufrimiento —la Cruz— que había de abrazar
acompañado por su Madre.61 Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que «
había concebido del Espíritu Santo »,62 cuando meditaba en su corazón los «
misterios » del Mesías al que estaba asociada.63
17. Conviene subrayar aquí claramente que el « Espíritu del Señor », que « se
posa » sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios para la persona de
aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona aislada e independiente,
porque actúa por voluntad del Señor en virtud de su decisión u opción. Aunque a
la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica del Mesías, Siervo del
Señor, encierra en sí la acción del Espíritu que se manifiesta a través de él
mismo, sin embargo en el contexto veterotestamentario no está sugerida la
distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal como subsisten en el
misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto en
Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la personalidad del Espíritu
Santo está totalmente « escondida »: escondida en la revelación del único Dios,
así como también en el anuncio del futuro Mesías.
18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las palabras de Isaías,
al comienzo de su actividad mesiánica. Esto acaecerá en Nazaret mismo donde
había transcurrido treinta años de su vida en la casa de José, el carpintero
junto a María, su Madre Virgen. Cuando se presentó la ocasión de tomar la
palabra en la Sinagoga, abriendo el libro de Isaías encontró el pasaje en que
estaba escrito: « EL Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha
ungido el Señor » y después de haber leído este fragmento dijo a los presentes:
« Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy ».64 De este modo
confesó y proclamó ser el que « fue ungido » por el Padre, ser el Mesías, es
decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo, aquél que
posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el « nuevo inicio » del don
que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.
5. Jesús de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo
19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin embargo,
al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el Espíritu Santo
es revelada al pueblo por Juan el Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel,
anuncia en el Jordán la venida del Mesías y administra el bautismo de
penitencia. Dice al respecto: « Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más
fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os
bautizará en Espíritu Santo y fuego ».65
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene » por el
Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu Santo, como Jesús
revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de
Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su
enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva
realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta sino también un mensajero,
es el precursor de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos.
Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al
ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo ».66 Dice esto por inspiración del Espíritu Santo,67 atestiguando el
cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la
misión redentora de Jesús de Nazaret. « Cordero de Dios » en boca de Juan
Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa
de la usada por Isaías: « Siervo del Señor ».
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus
conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir « Ungido » con el
Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden
superior mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue
bautizado y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, «
se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una
paloma » 68 y al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado,
en quien me complazco ».69
Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo con ocasión del
bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el testimonio de Juan Bautista,
sino que descubre una dimensión todavía más profunda de la verdad sobre Jesús de
Nazaret como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación
solemne no se reduce a la misión mesiánica del « Siervo del Señor ». A la luz de
la teofanía del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma
del Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz
de lo alto dice: « mi Hijo ».
20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús de
Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva del
Espíritu Santo.70 Este misterio habría sido manifestado por Jesús mismo y
confirmado gradualmente a través de todo lo que « hizo y enseñó ».71 En la línea
de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús hizo antes de llegar al
discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos unos acontecimientos y
palabras que constituyen momentos particularmente importantes de esta progresiva
revelación. Así el evangelista Lucas, que ya ha presentado a Jesús « lleno de
Espíritu Santo » y « conducido por el Espíritu en el desierto »,72 nos hace
saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos de la misión
confiada por el Maestro,73 mientras llenos de gozo narraban los frutos de su
trabajo, « en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y
dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" ».74 Jesús se alegra por la paternidad
divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra,
finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los «
pequeños ». Y el evangelista califica todo esto como « gozo en el Espíritu Santo
».
Este « gozo », en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: « Todo me ha
sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y
quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo quiera revelar ».75
21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo « desde fuera »,
desde lo alto aquí proviene « desde dentro », es decir, desde la profundidad de
lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu
Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación;
no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y
del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la
plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su
mismo « yo », inspira y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel « gozarse
en el Espíritu Santo ». La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que
tiene perfecta conciencia, se expresa en aquel « gozo », que en cierto modo hace
« perceptible » su fuente arcana. Se da así una particular manifestación y
exaltación, que es propia del Hijo del Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad
pertenece a la persona del Hijo de Dios, substancialmente uno con el Espíritu
Santo en la divinidad.
En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret manifiesta
también a sí mismo su « yo » divino; efectivamente, él es el Hijo « de la misma
naturaleza », y por tanto « nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien
es el Padre sino el Hijo », aquel Hijo que « por nosotros los hombres y por
nuestra salvación » se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de una
virgen, cuyo nombre era María
6. Cristo resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo »
22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el discurso
del Cenáculo. Jesús de Nazaret, « elevado » por el Espíritu Santo, durante este
discurso-coloquio, se manifiesta como el que « trae » el Espíritu, como el que
debe llevarlo y « darlo » a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su « partida
» a través de la cruz.
El verbo « traer » aquí quiere decir, ante todo, « revelar ». En el Antiguo
Testamento, desde el Libro del Génesis, el espíritu de Dios fue de alguna manera
dado a conocer primero como « soplo » de Dios que da vida, como « soplo vital »
sobrenatural. En el libro de Isaías es presentado como un « don » para la
persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar interiormente toda
su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de Isaías ha tomado una
forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene por el Espíritu Santo y lo trae
como don propio de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad:
« El os bautizará en Espíritu Santo ».76 En el Evangelio de Lucas se encuentra
confirmada y enriquecida esta revelación del Espíritu Santo, como fuente íntima
de la vida y acción mesiánica de Jesucristo.
A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu Santo es
revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a la persona (a la
persona del Mesías), sino que es una Persona-don. Jesús anuncia su venida como
la de « otro Paráclito », el cual, siendo el Espíritu de la verdad, guiará a los
apóstoles y a la Iglesia « hacia la verdad completa ».77 Esto se realizará en
virtud de la especial comunión entre el Espíritu Santo y Cristo: « Recibirá de
lo mío y os lo anunciará a vosotros ».78 Esta comunión tiene su fuente primaria
en el Padre: « Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que
recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».79 Procediendo del Padre, el
Espíritu Santo es enviado por el Padre.80 El Espíritu Santo ha sido enviado
antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir las profecías
mesiánicas. Según el texto joánico, después de la « partida » de Cristo-Hijo, el
Espíritu Santo « vendrá » directamente —es su nueva misión— a completar la obra
del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de la salvación.
23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación
nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don, se realiza
precisamente en este momento Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y
resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu
Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio
» de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo,
por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: «
Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único ».81 Ya en el « dar » el Hijo,
en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como
Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se
completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en
la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del
Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los
apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo
entero.
24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día de la
Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, « nacido del linaje de David », como
escribe el apóstol Pablo, es « constituido Hijo de Dios con poder, según el
Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos ».82 Puede
decirse, por consiguiente, que la « elevación » mesiánica de Cristo por el
Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela
también como Hijo de Dios, « lleno de poder ». Y este poder, cuyas fuentes
brotan de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en el
hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa de Dios
expresada ya por boca del Profeta: « Os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo, ... mi espíritu »,83 por otra cumple su misma
promesa hecha a los apóstoles con las palabras: a Si me voy, os lo enviaré ».84
Es él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado para
transformarnos en su misma imagen de resucitado.85
« Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por miedo a
los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se
presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto,
les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"
».86
Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su
elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras
pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales.
Tales acontecimientos —el triduo sacro de Jesús, que el Padre ha consagrado con
la unción y enviado al mundo— alcanzan ya su cumplimiento. Cristo, que « había
entregado el espíritu en la cruz »87 como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una
vez resucitado va donde los apóstoles para « soplar sobre ellos » con el poder
del que habla la Carta a los Romanos.88 La venida del Señor llena de gozo a los
presentes: « Su tristeza se convierte en gozo »,89 como ya había prometido antes
de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de
despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, « trae » el
Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su « partida »; les da este
Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: « les mostró las manos
y el costado ». En virtud de esta crucifixión les dice: « Recibid el Espíritu
Santo ».
Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu
Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la
Cruz y la Resurrección: « Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ».90
Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la
del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su «
cumplimiento » en la Redención: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros ».91 La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que
ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en
sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo
tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias
humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el « otro
Paráclito ».
7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia
25. « Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra
(cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de
santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles
tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18).
El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna
(cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por
el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )
».92
De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día
de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo
que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo
resucitado vino y « trajo » a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio
diciendo: « Recibid el Espíritu Santo ». Lo que había sucedido entonces en el
interior del Cenáculo, « estando las puertas cerradas », más tarde, el día de
Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las
puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los
peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de
Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: « El
dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis
conmigo desde el principio ».93
Leemos en otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo obraba ya, sin
duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de
Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para
siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la
difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos ».94
La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir, con la bajada del
Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto
con María, la Madre del Señor.95 Dicha era empezó en el momento en que las
promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el
Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia
sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto
hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles
resulta que, según la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones
expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo
«perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían
profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu
Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado.
Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu
Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores.
Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores
con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación
episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de
este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el
sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por
el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la
gracia de Pentecostés.
Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de
los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da
testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la
Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la
provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece
con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del
Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la
unión consumada con su Esposo ».96
26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica
que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican
también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los
siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está
acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la
Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano
II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido
especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio sobre el tema de la
Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente «
pneumatológica », impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de
la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio
contiene propiamente todo lo « que el Espíritu dice a las Iglesias » 97 en la
fase presente de la historia de la salvación.
Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el
Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo
Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente « presente » en nuestra
difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran
importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II,
de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben
ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los
Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos
frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su
peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo
de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos
salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene
saber « discernirlos » atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir
sobre todo del « príncipe de este mundo ».98 Este discernimiento es tanto más
necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto
ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes
Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.
Leemos en la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana (de los discípulos
de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el
Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena
nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente
íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia ».99 « Bien sabe
la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más
profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los
elementos terrenos ».100 « El Espíritu de Dios ... con admirable providencia
guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra ».101
II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO
1. Pecado, justicia y juicio
27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del
Espíritu Santo « a costa » de su partida y promete: « Si me voy, os lo enviaré
», precisamente en el mismo contexto añade: « Y cuando él venga, convencerá al
mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente
al juicio ».102 El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, —que ha sido
prometido como el que « enseñará » y « recordará », que « dará testimonio », que
« guiará hasta la verdad completa »—, con las palabras citadas ahora es
anunciado como el que « convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo
referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este anuncio del
Espíritu Santo con las palabras que indican su propia « partida » a través de la
Cruz, e incluso subraya su necesidad: « Os conviene que yo me vaya; porque si no
me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ».103
Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras:
pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: « El convencerá al mundo en lo
referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio;
en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia,
porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el
Príncipe de este mundo está juzgado ».104
En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido
muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas
palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación
indica también cómo conviene entender aquel « convencer al mundo », que es
propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado
de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma
frase.
En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que Jesús encontró entre
los « suyos », empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo
de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando
seguidamente habla de « la justicia », Jesús parece que piensa en la justicia
definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y
de la ascensión al cielo: « Voy al Padre ». A su vez, en el contexto del «
pecado » y de la « justicia » entendidos así, « el juicio » significa que el
Espíritu de la verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a
la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y
condenarlo: él vino para salvarlo.105 El convencer en lo referente al pecado y a
la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los
hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de
que « el juicio » se refiere solamente al « Príncipe de este mundo », es decir,
Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la
salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya
juzgado » desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo
precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra
salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta misión
del Espíritu Santo, que consiste en « convencer al mundo en lo referente al
pecado », pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de Jesús
en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención
del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico « convencer en lo
referente al pecado ». Este convencer se refiere constantemente a la « justicia
», es decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía
que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía
salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del « juicio, o sea de la
condenación », con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, « Príncipe de
este mundo », quien por razón de su pecado se ha convertido en « dominador de
este mundo tenebroso » 106 y he aquí que, mediante esta referencia al « juicio
», se abren amplios horizontes para la comprensión del « pecado » así como de la
« justicia ». El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo «
el pecado » en la economía de la salvación (podría decirse « el pecado salvado
»), hace comprender que su misión es la de « convencer » también en lo referente
al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (« el pecado condenado »).
29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la víspera
de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre
el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en
ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada época.
Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las
enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral «
Gaudium et spes ». Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el
Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el
auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los
apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de modo particular, del
anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe « convencer al mundo en lo
referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio
».
Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo entiende el «
mundo »: « Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es
la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las
que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos
y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor
del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por
Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo
se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación ».107 Respecto
a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros
pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la situación del
pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de
diversos puntos de vista.108
Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que « convencerá
al mundo en lo referente al pecado », por un lado se debe dar a esta afirmación
el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la
historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que
este pecado consiste en el hecho de que « no creen en él », este alcance parece
reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre,
condenándole a la muerte de Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto
más « reducido » e históricamente preciso del significado del pecado se extienda
hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la Redención, que se
ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la Redención
abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier
lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente
también al pecado de quienes « no han creído en él », condenando a Jesucristo a
la muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de
Pentecostés.
2. El testimonio del día de Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los
anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del
que estamos tratando: « El Paráclito... convencerá al mundo en la referente al
pecado ». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María,
Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de
los Apóstoles: « Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar
en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse »,109 « volviendo a
conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las
primicias de todas las naciones ».110
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él
descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito.
Este viene, enviado por el Padre, « después » de la partida de Cristo, como «
precio » de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y
luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún
en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no se ausentasen
de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; « seréis bautizados en
el Espíritu Santo dentro de pocos días »; « recibiréis la fuerza del Espíritu
Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra ».111
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el
Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando
bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la
oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para
la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría
tenido el valor de decir anteriormente: « Israelitas ... Jesús de Nazaret,
hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que
Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el
determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis
clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó
librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su
dominio ».112
Jesús había anunciado y prometido: « El dará testimonio de mí... pero también
vosotros daréis testimonio ». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «
testimonio » encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo
crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los
apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la
verdad por boca de Pedro « convence al mundo en lo referente al pecado »: ante
todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a
muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se
repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y
en distintos lugares.113
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la
verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado » del rechazo de
Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual:
misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer
en lo referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto,
es un « convencimiento » que no tiene como finalidad la mera acusación del
mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo
y condenarlo, sino para salvarlo.114 Esto está ya subrayado en este primer
discurso cuando Pedro exclama: « Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel
que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis
crucificado ».115 Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a
los demás apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: «
Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo ».116
De este modo el « convencer en lo referente al pecado » llega a ser a la vez un
convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro
en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus
oyentes al comienzo de su actividad mesiánica.117 La conversión exige la
convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y
éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la
intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva
de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo ».118 Así pues en este «
convencer en lo referente al pecado » descubrimos una doble dádiva: el don de la
verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de
la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el
ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado
—bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de
Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al
Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros ». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés,
habla del pecado de aquellos que « no creyeron » 119 y entregaron a una muerte
ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado;
victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que
el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al
Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: «
Seré tu muerte, oh muerte ».120 Como el pecado de haber crucificado al Hijo de
Dios « vence » el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes
Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande
del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor
supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta
creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el
transcurso de la vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la
resurrección hecho por el diácono con el canto del « Exsultet ».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al mundo », al
hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el
Espíritu que « sondea hasta las profundidades de Dios ».121 Ante el misterio del
pecado se deben sondear totalmente « las profundidades de Dios ». No basta
sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe
penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de Dios »
que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu
Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la
respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el
procedimiento de « convencer en lo referente al pecado », como pone en evidencia
el acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero
inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también
de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre,
pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El « convencer » es la
demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de
Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión
completa del mal, que le es característica por el « misterio de la impiedad »
122 que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la
conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser
« convencido » de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a
la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo
es identificado por la plena dimensión del « misterio de la piedad »,123 como ha
señalado la Exhortación Apostólica postsinodal « Reconciliatio et paenitentia
».124 El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de
la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el
Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio,
recogido en el Libro del Génesis. 125 Es el pecado que, según la palabra de Dios
revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos
ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en
el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado
comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado,
respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser
particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la «
desobediencia » del primer Adán contrapone la « obediencia » de Cristo, segundo
Adán: « La obediencia hasta la muerte ».126
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria se dio
en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante todo, como « desobediencia
», es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios.
Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el
alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo.
Esta Palabra es el mismo Verbo, que « en el principio estaba en Dios » y que «
era Dios » y sin él no se hizo nada de cuanto existe », porque « el mundo fue
hecho por él ».127 El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que
regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la
víspera de su pasión, habla del pecado de los que « no creen en él », en estas
palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado,
que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la
creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también
el « Primogénito de toda la creación », « en él fueron creadas todas las cosas
... todo fue creado por él y para él ». 128 A la luz de esta verdad se comprende
que la « desobediencia », en el misterio del principio, presupone en cierto modo
la misma « no-fe », aquel mismo « no creyeron » que volverá a repetirse ante el
misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del
alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se
expresa prácticamente como « desobediencia », en un acto realizado como efecto
de la tentación, que proviene del « padre de la mentira ».129 Por tanto, en la
raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad
contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa
omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, «
creador de cielo y tierra ».
34. El « espíritu de Dios », que según la descripción bíblica de la creación «
aleteaba por encima de las aguas »,130 indica el mismo « Espíritu que sondea
hasta las profundidades de Dios », sondea las profundidades del Padre y del
Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su
mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El
mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el
principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que
encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es
unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada;
por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado
para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre.131 Y
contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una
especial « imagen y semejanza » de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y
libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además,
desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como « yo » y «
tú » y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la
comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la « imagen y semejanza
» de Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una llamada a la
amistad, en la que las trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas,
en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: «
Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres
como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su
compañía ».132
35. Por consiguiente, el Espíritu, que « todo lo sondea, hasta las profundidades
de Dios », conoce desde el principio « lo íntimo del hombre.133 Precisamente por
esto sólo él puede plenamente « convencer en lo referente al pecado » que se dio
en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la
pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la
verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del
hombre por obra del « padre de la mentira » —de aquél que ya « está juzgado
»—.134 EL Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado
en relación a este « juicio », pero constantemente guiando hacia la « justicia »
que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante « la
obediencia hasta la muerte ».135
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio
humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don,
mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo
del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y
del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la
Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del
Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como « desobediencia »,
lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por
Dios.136 Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces
de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del
hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una criatura.
La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad,
demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este
sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del
Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía
expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un
ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador
prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del
bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como
está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o
sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán
los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ».137
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que permanece
insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios
creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo
creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo,
no puede « conocer el bien y el mal como dioses ». Sí, en el mundo creado Dios
es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la
íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial
al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la
conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que
es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La
« desobediencia », como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de
esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y
exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que « sondea las
profundidades de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de la
conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta
dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no
cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz de Cristo en el
Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí
mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que,
como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a participar de la verdad
y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la «
vida eterna ».138 Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira
», se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la
medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El
espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida.139 En la misma descripción
del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre « el soplo
del mal » del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio
140 y que ya « está juzgado » 141 y el mal de la desobediencia del hombre. Esta
desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto
modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una
determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana—
hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de elección responsable no
es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo también una cierta
adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada
constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: « es que Dios
sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis
como dioses, conocedores del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro
mismo de lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ».
En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los
límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es
posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien
es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado
de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia
del hombre aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este trata de « falsear
» el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha
manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum
diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer en lo
referente al pecado », es decir de esta motivación de la desobediencia
originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda
dádiva, sino el Espíritu que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del
Padre y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía
salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas 142 es capaz de mostrar
a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre,
como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás
injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que « desde el
principio » debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El
hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del «
padre de la mentira », se dará a lo largo de la historia de la humanidad una
constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio:
« Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios », como se expresa San Agustín.
143 El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no
la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en
nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión
en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del hombre,
como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de
Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge
de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el
rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su « muerte ». Esto es un
absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la « muerte de Dios » amenaza
más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la
cuestión de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin
el Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida ».144 La ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra
fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la « muerte del
hombre ».
4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico
39. EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús
en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo « es
invocado » 145 para « convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es
invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo
referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que
equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal
del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios.
Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo
con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un
acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la
voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad,
sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »: mentira que ha
puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor
creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose
contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto, significar
también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e
indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever
en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en
el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la
revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde
a esta « ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad
inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios,
como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor
derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un
amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico,
reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy arrepentido de haber hecho al
hombre ».146 « Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra ...
le pesó de haber hecho al hombre en la tierra ... y dijo el Señor: « me pesa de
haberlos hecho ».147 Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que
siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este
inexcrutable e indecible « dolor » de padre engendrará sobre todo la admirable
economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la
piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el
pecado Para que prevalezca el « don ».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo referente al
pecado », es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a
la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él
podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la
misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo
y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica
dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia
la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en
unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la
historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el
amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera se ha
volcado sobre toda la creación,148 el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento
humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de
Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios,
resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de
misericordia: « Siento compasión ».149 Así pues, por parte del Espíritu Santo,
el « convencer en lo referente al pecado » se convierte en una manifestación
ante la creación « sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo de las
conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de
Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo obediente » que, reparando la
desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el
Espíritu de la verdad, el Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».
40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras
muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después
de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que « si la sangre
de machos cabríos y de toros ... santifica en orden a la purificación », añade:
« cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí
mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para
rendir culto a Dios vivo ».150 Aun conscientes de otras interpretaciones
posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo
de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una
invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el
sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este
sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la « purificación de la
conciencia » llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [ =
por obra de ] un Espíritu Eterno », que « saca » de él la fuerza de « convencer
en lo referente al pecado » en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo
que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo « traerá » a los apóstoles el día
de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y
que les « dará » para la remisión de los pecados: « Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ».151
Sabemos que Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder
», como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio.152 Conocemos el
misterio pascual de su « partida » según el Evangelio de Juan. Las palabras de
la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo « se ofreció sin
mancha a Dios » y como hizo esto « con un Espíritu Eterno ». En el sacrificio
del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con
que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su
ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su « partida »
a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha
abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento
hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, « escuchado por su
actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la
obediencia ».153 De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad,
sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido
sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está llena de
misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en
Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado
por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva
originaria: en el Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y es amor y
don.
El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión,
permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad,
transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima
de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote « se
ofreció a sí mismo sin tacha a Dios ».154 En su humanidad era digno de
convertirse en este sacrificio, ya que él solo era « sin tacha ». Pero lo
ofreció « por el Espíritu Eterno »: lo que quiere decir que el Espíritu Santo
actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para
transformar el sufrimiento en amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del cielo », que
quemaba los sacrificios presentados por los hombres.155 Por analogía se puede
decir que el Espíritu Santo es el « fuego del cielo » que actúa en lo más
profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el
sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión
trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en
Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu
Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado
por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más hondo
de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado « de no
haber creído »— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a
la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el
amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios
mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo
del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica
podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo
con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es
un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él « recibe » el Espíritu
Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre— puede «
darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo « envía »
desde el Padre.156 El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el
Cenáculo, « sopló sobre ellos » y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados »,157 como había anunciado
antes Juan Bautista: « El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».158 Con
aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es
presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente
del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la
liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas
significativas palabras: « Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad
del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo ».
Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el
sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda
permanente ».
5. « La sangre que purifica la conciencia »
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es
revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado
dice a los apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo ». De esta manera es revelado
el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de
las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el
Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba
desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la
historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción ha sido
confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha
venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión
mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual
con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica,
basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús
a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y
por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente
de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del
mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que « sopla
donde quiere ».159
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado « el primer día de la semana »,
ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el
que « convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia
y en lo referente al juicio ». En efecto, sólo tomadas así se explican las
palabras que Jesús pone en relación directa con el « don » del Espíritu Santo a
los apóstoles. Jesús dice: « Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos
».160 Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que
lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a
los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo.
Convirtiéndose en « luz de los corazones »,161 es decir de las conciencias, el
Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado », o sea hace conocer al
hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la
multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador « de los
siete dones », todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder
salvífico de Dios. En realidad —como dice San Buenaventura— « en virtud de los
siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los
bienes han sido producidos ».162
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del
corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados.
Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un
propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan « retenidos », como
afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En
efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su
ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: « Convertíos y creed en la
Buena Nueva ».163 La confirmación de esta exhortación es el « convencer en lo
referente al pecado » que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en
virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto,
la Carta a los Hebreos dice que esta « sangre purifica nuestra conciencia ».164
Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino
hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias
humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la
conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad
de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica
sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el núcleo más secreto y el
sagrario del hombre », en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz
resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su
corazón advirtiéndole ... haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el
bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la
propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo
de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta
a si mismo, pero a la cual debe obedecer ».165 La conciencia, por tanto, no es
una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al
contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la
norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con
los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como
se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis.166 Precisamente, en
este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo » donde « resuena la voz de
Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en
ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso
sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra
siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.
El evangélico « convencer en lo referente al pecado » bajo el influjo del
Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de
la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a « resolver con
acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la
sociedad ». Entonces « mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para
apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la
moralidad ». 167
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al
mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: « Cuanto atenta
contra la vida —homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y
el mismo suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona, como,
por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos
sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana,
como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes;
o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de
mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de
la persona humana »; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos
pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución
añade: « Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes,
que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus
víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador ».168
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar
que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el
progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como etapa «
de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas ».169 La Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la
reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado
personal y social del pecado del hombre.170
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la tarde del
día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que
en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está
sometido al poder salvífico de la Redención. El « convencer al mundo en lo
referente al pecado » no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre
e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el
convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se
encuentra con la voz de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el
interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral: « En
realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están
conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el
corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior
del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se
siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.
Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún,
como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo
que querría llevar a cabo ».171 El texto conciliar se refiere aquí a las
conocidas palabras de San Pablo.172
El « convencer en lo referente al pecado » que acompaña a la conciencia humana
en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de
sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en
el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad
originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo « convence
en lo referente al pecado » respecto al misterio del principio, indicando el
hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total
dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la
pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo
Paráclito « convence en lo referente al pecado » siempre en relación con la Cruz
de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda « fatalidad » del pecado. « Una
dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del
mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final » —enseña el Concilio—.173 «
Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre ».174 El
hombre, pues, lejos de dejarse « enredar » en su condición de pecado, apoyándose
en la voz de la propia conciencia, « ha de luchar continuamente para acatar el
bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es
capaz de establecer la unidad en sí mismo ».175 El Concilio ve justamente el
pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como
sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente
la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado
», se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos
conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia
determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al
pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se
sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la
conciencia no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de
las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre
sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco
lejano de aquel « arrepentimiento por haber creado al hombre », que con lenguaje
antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella « reprobación » que,
inscribiéndose en el « corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se
realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte?
Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación
en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente
profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta,
se realiza la auténtica conversión del corazón: es la « metanoia » evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta
« metanoia » o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la
reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador
oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la
Iglesia « luz de las conciencias », el cual penetra y llena « lo más íntimo de
los corazones » humanos.176 Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el
hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este
admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo
escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras
del Salmo: « Abismo que llama al abismo ».177 Precisamente en esta « abismal
profundidad » del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo
y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo « viene » en cada caso concreto de la
conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, « la
sangre de Cristo ... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para
rendir culto a Dios vivo ».178 Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu
Santo como « otro Paráclito », palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo
e indirectamente a todos: « Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros ».179
6. El pecado contra el Espíritu Santo
46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras
palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos llamar las
palabras del « no-perdón ». Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado
particular que es llamado « blasfemia contra el Espíritu Santo ». Así han sido
referidas en su triple redacción:
Mateo: « Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo
del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se
le perdonará ni en este mundo ni en el otro ».180
Marcos: « Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las
blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ».181
Lucas: « A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le
perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará
».182
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo se
entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un
pecado « irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos,
gracias a los cuales se da la remisión de los pecados ».183
Según esta exégesis la « blasfemia » no consiste en el hecho de ofender con
palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar
la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa
en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel « convencer
sobre el pecado », que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter
salvífico, rechaza a la vez la « venida » del Paráclito aquella « venida » que
se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza
redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que « purifica de las obras muertas
nuestra conciencia ».
Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por
tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las « obras muertas
», o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste
precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo
Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada
por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu
Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «
no-remisión » está unida, como causa suya, a la « no-penitencia », es decir al
rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las
fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan « siempre » abiertas en
la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo.
El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo
mío », dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la
Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la
blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que
reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el mal » —en cualquier
pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo
imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de
sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es
una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu
Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes
divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico « convencer en
lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla en esta condición
una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado
de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo
que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón ».184 En nuestro
tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del
sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica
Reconciliatio et paenitentia.185 Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado
que « el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado » 186 y
esta pérdida está acompañada por la « pérdida del sentido de Dios ». En la
citada Exhortación leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del
hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la
que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar
que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores
humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el
verdadero sentido del pecado ».187 La Iglesia, por consiguiente, no cesa de
implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias
humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta
rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del
Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las
exhortaciones del Apóstol: « No extingáis el Espíritu », « no entristezcáis al
Espíritu Santo ».188 Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran
fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio
blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los
hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la
sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción
salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el
Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito,
cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo
referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos del «
convencer » como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia
y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en
la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la
impiedad.189 Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el « amor de uno
mismo hasta el desprecio de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta
el desprecio de uno mismo ».190 La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce
su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las
sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el
rechazo de los mandamientos de Dios « hasta el desprecio de Dios », sino que,
por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu
que da la vida.
Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado » por el Espíritu Santo,
se dejan convencer también en lo referente a « la justicia y al juicio ». EL
Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a
conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella
justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los
que « convencidos en lo referente al pecado » se convierten bajo la acción del
Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del « juicio »: de
aquel « juicio » mediante el cual « el Príncipe de este mundo está juzgado ».191
La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la
ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto
del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el
Espíritu Santo fuera del ámbito del « juicio » e introducidos en aquella
justicia, que está en Cristo Jesús, porque la « recibe » del Padre,192 como un
reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la
Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la
purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia
que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y
en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que «
convence al mundo en lo referente al pecado » se manifiesta y se hace presente
al hombre como Espíritu de vida eterna.
III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA
1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al
final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de
Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia
celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo
del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la
tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y
milenios según trascurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que
tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento
significa, según el Apóstol, la « plenitud de los tiempos »,193 porque a través
de ellos Dios mismo, con su « medida », penetró completamente en la historia del
hombre: es una presencia trascendente en el « ahora » (« nunc ») eterno. « Aquél
que es, que era y que va a venir »; aquél que es « el Alfa y la Omega, el
Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin ».194 « Porque tanto amó Dios al
mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna ».195 « Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer ... para que recibiéramos la filiación ».196 y
esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar « por obra del Espíritu Santo ».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la
infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión.
Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: « ¿Cómo
será esto, puesto que no conozco varón? » y recibe esta respuesta: « El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios ».197
Mateo narra directamente: « El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su
madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos
ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo ».198 José turbado por
esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: « No temas tomar
contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo.
Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados ». 199
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación,
misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo
Apostólico: « que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de
Santa María Virgen ». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano
cuando afirma: « Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y
se hizo hombre ».
« Por obra del Espíritu Santo » se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las
palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre: «
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado ». Se hizo hombre « encarnándose en el seno de la Virgen María ». Esto es
lo que se realizó « al llegar la plenitud de los tiempos ».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se
prepara, tiene directamente una dimensión cristológica; en efecto, se trata de
celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión
pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó « por obra del
Espíritu Santo ». Lo « realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al
Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don
increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la
creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la
autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación
de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande
realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación:
la suprema gracia —« la gracia de la unión »—fuente de todas las demás gracias,
como explica Santo Tomás.200 A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere
también —si penetramos en su profundidad— al artífice de esta obra: la persona
del Espíritu Santo.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial plenitud
de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. « Por obra del
Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión hipostática », esto es, la
unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la
humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la
anunciación pronuncia su « fiat »: « Hágase en mí según tu palabra »,201 concibe
de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante
este « humanarse » del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su
plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta
plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del
evangelio de San Juan. « La Palabra se hizo carne ».202 La Encarnación de
Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana
sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es « carne » toda la
humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene
también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El « Primogénito de toda
la creación »,203 al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en
cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también « carne »,204 y en
ella a toda « carne » y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente,
pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a
ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en « la plenitud de los
tiempos » se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede
ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente
en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del
nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando
comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón
fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba
todo concepto y toda facultad humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; 205 así es
saludada María por su parienta Isabel, que también estaba « llena de Espíritu
Santo »,206 En las palabras de saludo a la que « ha creído », parece
vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos
aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron »,207 María entró en la
historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en
su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la
autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: « El Señor es
el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».208
Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta « apertura
» suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad.
Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de
María, mediante « la obediencia a la fe ».209 Sí, « ¡feliz la que ha creído! ».
2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia
52. La obra del Espíritu « que da la vida » alcanza su culmen en el misterio de
la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino
es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad
personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el
misterio de la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida
divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, «
Primogénito de toda la creación », se convierte en « el primogénito entre muchos
hermanos »210 y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia,
que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia
la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y
cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación. « La Palabra
se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz
de los hombres ... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos
de Dios ».211 Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente «
por obra del Espíritu Santo ».
« Hijos de Dios » son, en efecto, como enseña el Apóstol, « los que son guiados
por el Espíritu de Dios ».212 La filiación de la adopción divina nace en los
hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo,
el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios
Padre « ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo ».213 Entonces,
realmente « recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: «
¡Abbá, Padre! ».214 Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma
humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo. « El Espíritu
mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.
Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo ».215 La
gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida:
vida divina y sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las
palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las
criaturas: « Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra ».216
Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus
múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la
Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e
impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la
humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica
parece evocar la voz del antiguo Salmo: « la ansiosa espera de la creación desea
vivamente la revelación de los hijos de Dios »,217 esto es, de aquellos que
Dios, habiéndoles « conocido desde siempre », « los predestinó a reproducir « la
imagen de su Hijo ».218 Se da así una « adopción sobrenatural » de los hombres,
de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los
hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los
hombres « se hacen partícipes de la naturaleza divina ».219 Así la vida humana
es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una
dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como
partícipes del misterio de la Encarnación, « con el Espíritu Santo pueden los
hombres llegar hasta el Padre ».220 Hay, por tanto, una íntima dependencia
causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella
múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu
increado y el espíritu humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo
mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión histórica
del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo
contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la
mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el
cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo,
dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo
unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: «
hemos recibido el Espíritu que viene de Dios ».221 Pero siguiendo el tema del
Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el
nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del
Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y,
especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en
todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan
eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la
Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes
en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a
los Efesios.222 por tanto, la gracia lleva consigo una característica
cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes
explícitamente se adhieren a Cristo: « En él (en Cristo) ... fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para
redención del Pueblo de su posesión ».223
Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente
y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el viento sopla donde
quiere », según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo.224 El
Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda
la acción del Espíritu Santo incluso « fuera » del cuerpo visible de la Iglesia.
Nos habla justamente de « todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón
obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema
del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia,
debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la
forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ».225
54. « Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad ».
226 Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la
Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al
comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los
que « adoran a Dios en espíritu y verdad ». Ha de ser para todos una ocasión
especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es
completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En
efecto, es Espíritu absoluto: « Dios es espíritu »; 227 y a la vez, y de manera
admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en
cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve
especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento,
conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San
Agustín decía: « es más íntimo de mi intimidad ».228 Estas palabras nos ayudan a
entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: « Dios es espíritu ».
Solamente el Espíritu puede ser « más íntimo de mi intimidad » tanto en el ser
como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente
al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta
trascendencia
Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo
nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él « se ha manifestado
la gracia ».229 El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida,
se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho « parte » del
universo, del género humano y de la historia. La « manifestación de la gracia en
la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del
Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el
mundo: es el « Dios oculto » 230 que como amor y don « llena la tierra ».231
Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir
al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.
3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias
contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne
55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la
cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable
condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra
realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras
proféticas del anciano Simeón que « movido por el Espíritu, vino al Templo de
Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste « está puesto
para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción
».232 La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en
el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su «
visibilidad » y « materialidad » con relación a él, Espíritu « invisible » y «
absoluto »; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser
perfectísimo. Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el terreno
ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón humano, en el que « la
carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la
carne ».233 Como ya hemos dicho, el Espíritu debe « convencer al mundo » en lo
referente a este pecado.
San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la tensión y la
lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: « Por mi
parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las
apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y
el espíritu contrarias a la carne, como son entre si antagónicos, de forma que
no hacéis lo que quisierais ».234 Ya en el hombre en cuanto ser compuesto,
espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha
entre el « espíritu » y la « carne ». Pero esta lucha pertenece de hecho a la
herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación.
Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: « Ahora bien,
las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ...
embriaguez, orgías y cosas semejantes ». Son los pecados que se podrían llamar «
carnales ». Pero el Apóstol añade también otros: « odios, discordias, celos,
iras, rencillas, divisiones, envidias ».235 Todo esto son « las obras de la
carne ».
Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone « el fruto
del Espíritu »: « amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí ».236 Por el contexto parece claro que para el
Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma
espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino
que trata de las obras, —mejor dicho, de las disposiciones estables— virtudes y
vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso)
o bien de resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo.
Por ello, el Apóstol escribe: « Si vivimos según el Espíritu, obremos también
según el Espíritu ».237 Y en otros pasajes dice: « Los que viven según la carne,
desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual »; « mas
nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios
habita en nosotros ».238 La contraposición que San Pablo establece entre la vida
« según el espíritu » y la vida « según la carne », genera una contraposición
ulterior: la de la « vida » y la « muerte ». « Las tendencias de la carne son
muerte; mas las del espíritu, vida y paz »; de aquí su exhortación: « Si vivis
según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del
cuerpo, viviréis ».239
Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto es, según los
imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en
el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto, « Aunque el cuerpo haya
muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia »; «
Así que ... no somos deudores de la carne para vivir según la carne »; 240 somos
mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra
justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: « ¡Hemos sido bien comprados!
».241
En los textos de San Pablo se superponen —y se compenetran recíprocamente— la
dimensión ontológica (la carne y el espíritu), la ética (el bien y el mal) y la
pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus
palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos
permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que
tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la
resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos
contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos
neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el
misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu
Santo. ¿De quien será la victoria? De quien haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la
dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en
el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente,
en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la
cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como
programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su
máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica —como sistema de
pensamiento—ya sea en su forma práctica —como método de lectura y de valoración
de los hechos— y además como programa de conducta correspondiente. El sistema
que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias
prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el
materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del
marxismo.
Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la
acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la
razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y
programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el
Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo.242
Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir
exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de
ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco
sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como
teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y
social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la
praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la
realidad como « materia ». Si a veces habla también del « espíritu » y de las «
cuestiones del espíritu », por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral,
lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos)
de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser.
De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida
solamente como una especie de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con
los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas,
para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y
coherente de aquella « resistencia » y oposición denunciados por San Pablo con
estas palabras: « La carne tiene apetencias contrarias al espíritu ». Este
conflicto es, sin embargo, recíproco como lo pone de relieve el Apóstol en la
segunda parte de su máxima: « El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne
». El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su
acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretenciones
internas y externas de la « carne », incluso en su expresión ideológica e
histórica de « materialismo » antirreligioso. En esta perspectiva tan
característica de nuestro tiempo se deben subrayar las « apetencias del espíritu
» en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche
de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años, « todos
verán la salvación de Dios ».243 Esta es una posibilidad y una esperanza que la
Iglesia confía a los hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las
« apetencias contrarias al espíritu » que caracterizan tantos aspectos de la
civilización contemporánea, especialmente en algunos de sus ámbitos¾ y las «
apetencias contrarias a la carne », con el acercamiento de Dios, con su
encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede
representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas
humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una
comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico «
convencer en lo referente al pecado » por obra del Espíritu.
57. En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne » está
incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ». Este es un
grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como
sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación
de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es
material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto « animal ») es
mortal. Si el hombre en su esencia es sólo « carne », la muerte es para él una
frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que
la vida humana es exclusivamente un « existir para morir ».
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea
—especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico— los signos y
señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes.
Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a que la misma
conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más
patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas
por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que
no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en el horizonte de
nuestra época se vislumbran « signos de muerte » aún más sombríos; se ha
difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en
institución— de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su nacimiento, o
también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar
de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan
todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles
de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del
terrorismo, organizado incluso a escala internacional?
Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de
muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez
más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la
civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que
se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso
una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En
cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de
desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se
derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida,
queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros
poseemos « las primicias del Espíritu » y que, por tanto, podemos estar también
sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero « gemimos en nuestro
interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo »,244 esto es, de nuestro ser
humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de
indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado
Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne
semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne
».245 En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y
crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos
después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid el Espíritu
Santo ». Este « soplo » permanece para siempre. He aquí que « el Espíritu viene
en ayuda de nuestra flaqueza ».246
4. El Espíritu Santo fortalece el « hombre interior »
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la
Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre
la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la
muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su
nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de
Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida:
« Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a
vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros ».247 En nombre
de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado
más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al
mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y
coopera con él en dar la vida. En efecto, « aunque el cuerpo haya muerto ya a
causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia » 248 realizada por
Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la
Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde
servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre se
convierte de modo siempre nuevo en « el camino de la Iglesia », como dije ya en
la Encíclica sobre Cristo Redentor 249 y ahora repito en ésta sobre el Espíritu
Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad
del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial,
porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la « raíz
de la inmortalidad »,250 de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del
hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu
Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el
Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: « Doblo mis
rodillas ante el Padre ... para que os conceda que seáis fortalecidos por la
acción de su Espíritu en el hombre interior ».251
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior,
esto es, « espiritual ». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que
« conoce los secretos del hombre », se encuentra con el Espíritu que « todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios ».252 Por este Espíritu, que es el don
eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto
del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción
de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del
Espíritu el hombre entra en « una nueva vida », es introducido en la realidad
sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser « santuario del Espíritu
Santo », « templo vivo de Dios ».253 En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre
y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada.254 En la comunión de gracia
con la Trinidad se dilata el « área vital » del hombre, elevada a nivel
sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive « según
el Espíritu » y « desea lo espiritual ».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se
comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta
manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el
hombre desde el principio.255 Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser
descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación
con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de « la entrega sincera
de sí mismo a los demás », como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en
razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre « es la única criatura
terrestre a la que Dios ha amado por sí misma », en su dignidad de persona, pero
abierta a la integración y comunión social.256 El conocimiento eficaz y la
realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu
Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone
en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino, « camino de madurez interior » que supone el pleno
descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra
cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo
« existe » como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el
Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro,
desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo,
partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, « cada vez más
humano, cada vez más profundamente humano »,257 mientras madura en él, a través
de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios
será definitivamente « todo en todos »: 258 como don y amor. Don y amor: éste es
el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el
Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de
conseguir que un número cada vez mayor de hombres « puedan encontrar su propia
plenitud ... en la entrega sincera de sí mismo a los demás » según la citada
frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en
nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida
individual y comunitaria por el cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que
"todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una
cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos
de Dios en la verdad y en la caridad ».259 El Concilio reafirma esta verdad
sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y
determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es « el
camino de la Iglesia », este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo,
como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando
en cada uno de nosotros « al hombre interior » hace que el hombre, cada vez
mejor, pueda « encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás ».
Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se
compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el
Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a
Cristo, y en a la elevación a « hijo de Dios », comprende mejor también su
dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la
presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida
la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces
se puede repetir verdaderamente que la « gloria de Dios es el hombre viviente,
pero la vida del hombre es la visión de Dios »: 260 el hombre, viviendo una vida
divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de
esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el Grande— « simple en su esencia y
variado en sus dones ... se reparte sin sufrir división ... está presente en
cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante,
distribuye a todos gracia abundante y completa ».261
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión
divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son
capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de
las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva
metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más
íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo
infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de
los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los
condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los
mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir
que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y
la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina
de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así
al « Príncipe de este mundo ».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación
por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las
comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la
« ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús »,262 descubriendo y
realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto
—como escribe San Pablo— « donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad ».263 Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la
verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los
cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos
antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son
entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente
en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su
martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos
de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo,
contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la tierra », colaborando con
sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la
civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás
sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y
bello.264 Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— «
constituido Señor por su resurrección ... obra ya por virtud de su Espíritu en
el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino
alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos
propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia
vida y someter la tierra a este fin ».265 De esta manera, afirman aún más la
grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es
iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, « en la
plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la
historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda
criatura, « del cual proceden todas las cosas y para el cual somos ».266
5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios
61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi
hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la
Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución
divino-humana y de aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica
de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II.
Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el
Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia
« partida » mediante la Cruz como condición necesaria de su « venida »: « Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito;
pero si me voy, os lo enviaré ».267 Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su
primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de
Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la
humanidad a través de la Iglesia.
A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús,
durante la última Cena, dice a propósito de su nueva « venida ». En efecto, es
signicativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su « partida
», sino también su nueva « venida ». Dice textualmente: « No os dejaré
huérfanos; volveré a vosotros ».268 Y en el momento de la despedida definitiva,
antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: « He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ».269 Esta nueva « venida »
de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia,
este « yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo »,
ciertamente no cambia el hecho de su « partida »; le sigue a ésa tras la
conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el
marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra
dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo,
el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo.
Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia
y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella
Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en
la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En
cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece « hasta el fin del mundo ». Todo esto
acontece por obra del Espíritu Santo.
62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del
misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza
sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y
en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia
misión.270 Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «
fortalecimiento del hombre interior » del que habla la Carta a los Efesios.271
Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito
consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido
por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre
al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las Personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».272 Esta
unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el
hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza,
aprende también a « encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo » 273 en
la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida
del Espíritu Santo, « acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración
», formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.274 De
esta manera « reconocían » que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo,
venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y
por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio
se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido
siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta
vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos
constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las
grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes
en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar
su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, « principio de unidad
de la Iglesia »,275 para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para
formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de
la misma Eucaristía « sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad
».276
63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy con vosotros »,
permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio,
como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual « la
Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima
con Dios y de unidad de todo el género humano ».277 Como sacramento, la Iglesia
se desarrolla desde el misterio pascual de la « partida » de Cristo, viviendo de
su « venida » siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma
misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio
esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos « vivimos, nos movemos
y existimos »,278 a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en
la historia del hombre y del mundo como en un doble « ritmo », cuya fuente se
encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo,
que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo;
y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido
revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la « partida » del Hijo, el
Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la
verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia
invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través del misterio
pascual, « viene » y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia,
ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo
esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando
de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia,
al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma
sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su
Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio
salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza,
lleva consigo el misterio de la « partida » de Cristo mediante la Cruz y la
Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: « da
la vida ». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la
gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible
de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como
dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y
actúa en ellos Cristo Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en
Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es
en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad
salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el
poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es « el otro
Paráclito » o « nuevo consolador » porque, mediante su acción, la Buena Nueva
toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la
historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.
Cuando usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia, hemos de tener
presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece
distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos.
Leemos al respecto: « La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o
instrumento de la unión íntima con Dios ». Pero lo que cuenta y emerge del
sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la
relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la
vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del
Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la unidad de todo el
género humano ». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano,
diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene
sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el
misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios «
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad
»,279 la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la
creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la
« partida » de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada
mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón
se ve a sí misma como « sacramento de la unidad de todo el género humano ». Sabe
que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento
en la actuación del plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la « condescendencia » del infinito Amor trinitario: el
acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se
comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su « imagen
y semejanza ». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él,
el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios.
De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y
el hombre, la Iglesia se convierte en « sacramento, o sea signo e instrumento ».
Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género
humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador,
Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio,
podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en
esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta
entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la
acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está
inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu
Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación
terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia—hacia su
último término en el océano infinito de Dios
6. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! »
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y
común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable
pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu
Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la
oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el
futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu
Santo, que « alienta » la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa
gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya
adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del
Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones
y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter
arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de
todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre
aquel « poderoso clamor », que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo.280 La
oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre:
una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el
Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: « Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan ».281
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la
oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que « viene en
auxilio de nuestra debilidad ». Es el rico pensamiento desarrollado por San
Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: « Nosotros no sabemos cómo pedir
para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con
gemidos inefables ».282 Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que
oremos, sino que nos guía « interiormente » en la oración, supliendo nuestra
insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra
oración y le da una dimensión divina.283 De esta manera, « el que escruta los
corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor
de los santos es según Dios ».284 La oración por obra del Espíritu Santo llega a
ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella
participa de la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el
transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado
testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y
a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la
Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en
movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en
ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma
significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la
renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar
mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de
santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a
pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no
obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad
están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la
espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y
comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la
fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios
errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias
conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta « el
Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». De este modo, los tiempos en
que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración.
Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una
ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu,
su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las
deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio
de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el
día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado.
Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la
Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia
persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y
junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad
cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con
la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la
vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo.
Nos lo dice el Concilio: « La Virgen Santísima ... cubierta con la sombra del
Espíritu Santo ... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito
entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y
educación coopera con amor materno »; ella, « por sus gracias y dones
singulares, ... unida con la Iglesia ... es tipo de la Iglesia ».285 « La
Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad ... se hace
también madre » y « a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y
una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) « es igualmente virgen, que guarda ...
la fe prometida al Esposo ». 286
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia,
unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino
Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: «
El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: « ¡Ven! ».287 La oración de la
Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por
nosotros »; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la
Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su
poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples
ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en
la que « hemos sido salvados ».288 Es la esperanza escatológica, la esperanza
del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se
realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a
los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en
el corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras « el Espíritu y
la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!", esta oración suya conlleva, como
siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a
la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos
salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a
través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta
oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone
de relieve la « plenitud de los tiempos », marcada por el año dos mil. La
Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como
por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se
hizo carne.
CONCLUSIÓN
67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el
corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre
porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu
Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en
« fuente de agua que brota para vida eterna ».289 El llega aquí como Espíritu de
la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo.
Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente cuando
el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel «
acusador », del que el Apocalipsis dice que « acusa » a nuestros hermanos día y
noche delante de nuestro Dios ».290 El Espíritu Santo no deja de ser el custodio
de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas
humanas y, especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu »
y « esperan la redención de su cuerpo ».291
El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor
del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando
incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este
viene a ser —como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés—
verdadero « padre de los pobres, dador de sus dones, luz de los corazones »; se
convierte en « dulce huésped del alma », que la Iglesia saluda incesantemente en
el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae « descanso » y «
refrigerio » en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae «
descanso » y « brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes,
luchas y peligros de cada época; trae por último, el « consuelo » cuando el
corazón humano llora y está tentado por la desesperación.
Por esto la misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada
que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu Santo « convence en lo referente al
pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo:
para « renovar la faz de la tierra ». Por eso realiza la purificación de todo lo
que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está manchado »; cura las heridas
incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de
las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo
que está rígido », « calienta lo que está frío », « endereza lo que está
extraviado » a través de los caminos de la salvación.292
Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en
nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del
Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno,
omnipotente, Dios y Señor.293 Este Espíritu de Dios « llena la tierra » y todo
lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su
propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su
mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se
dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la
verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón
de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del
amor, que por su medio « ha sido derramado en nuestros corazones ».294 A él se
dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del
hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos
humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero
consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; 295
pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación
eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha « predestinado »
eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima
Trinidad.
La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al
Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la
alegría « que nadie podrá quitar »,296 la alegría que es fruto del amor y, por
consiguiente, de Dios que es amor; pide « justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo » en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.297
También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca
en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana,
los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de
obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el
camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la
civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del
Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener
confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra.
Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu
de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las
conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.
Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como
Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y la gracia, que
deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las
hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés
del año 1986, octavo de mi Pontificado.
1 Jn 7, 37 s.
2 Jn 7, 39.
3 Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 4.
4 Cf. Jn 3, 5.
5 Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897): Acta Leonis, 17
(1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici Corporis (29 de junio 1943):
AAS 35 (1943), pp. 183-248.
6 Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de
Dios, XI (1973), 74.
7 Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.
8 Jn 3, 17.
9 Flp 2, 11.
10 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4;
Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de
Pneumatología (26 de marzo de 1982): « L'Osservatore Romano » en lengua
española, 30 de mayo, 1982, p. 2.
11 Cf. Jn 4, 24.
12 Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.
13 Cf. Mt 24, 35
14 Jn 4, 14.
15 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.
16 Allon parakleton: Jn 14, 16.
17 Jn 14, 13. 16 s.
18 Cf. 1 Jn 2, 1.
19 Jn 14, 26.
20 Jn 15, 26 s.
21 Cf. 1 Jn 1, 1-3; 4,14.
22 « La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo », por lo tanto la misma sagrada
Escritura « se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita »: Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 11. 12.
23 Jn 16, 12 s.
24 Act 1, 1.
25 Jn 16,14.
26 Jn 16, 15.
27 Jn 16, 7s.
28 Jn 15, 26.
29 Jn 14, 16.
30 Jn 14, 26.
31 Jn 15, 26
32 Jn 14, 16.
33 Jn 16, 7.
34 Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.
35 Mt 28, 19.
36 Cf. 1 Jn 4, 8. 16.
37 1 Cor 2, 10.
38 Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.
39 Rm 5, 5.
40 Jn 16, 14.
41 Gén 1, 1 s.
42 Gén 1, 26.
43 Rm 8, 19-22.
44 Jn 16-7.
45 Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.
46 Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.
47 Cf. Jn 16, 6.
48 Cf. Jn 16, 20.
49 Cf. Jn 16, 7.
50 Act 10, 37 s.
51 Cf. Lc 4, 16-21; 3, 16; 4, 14; Mc 1, 10.
52 Is 11, 1-3.
53 Is 61, 1 s.
54 Is 48, 16.
55 Is 42, 1.
56 Cf. Is 53, 5-6. 8.
57 Is 42, 1.
58 Is 42, 6.
59 Is 49, 6.
60 Is 59, 21.
61 Cf. Lc 2, 25-35.
62 Cf. Lc 1, 35.
63 Cf. Lc 2, 19. 51.
64 Cf. Lc 4, 16-21; Is 61, 1 s.
65 Lc 3, 16, cf. Mt 3, 11, Mc 1, 7s.; Jn 1, 33.
66 Jn 1,29.
67 Cf. Jn 1,33 s.
68 Lc 3, 31 s.; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10.
69 Mt 3, 17.
70 Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.
71 Act 1, 1.
72 Cf. Lc 4, 1.
73 Cf. Lc 10, 17-20
74 Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25 s.
75 Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27.
76 Mt 3, 11; Lc 3, 16.
77 Jn 16, 13.
78 Jn 16, 14.
79 Jn 16, 15.
80 Cf. Jn 14, 26; 15, 26.
81 Jn 3, 16.
82 Rm 1, 3 s.
83 Ez 36, 26 s.; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34
84 Jn 16, 7.
85 Cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V, cap. II: PG 73,
755.
86 Jn 20, 19-22.
87 Cf. Jn 19, 30
88 Cf. Rom 1, 4.
89 Cf. Jn 16, 20.
90 Jn 16, 7.
91 Jn 16, 15.
92 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
93 Jn 15, 26 s.
94 Decreto Ad gentes, sobre la actividad rnisionera de la Iglesia, 4.
95 Cf. Act l, 14.
96 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una tradición
patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu Santo y la
Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación entre el alma y
cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp.
470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In
Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S.
Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79,
602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio
III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan Crisóstomo. In
Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha
sintetizado la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al
Espíritu Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol.,
III, q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium
Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.
97 Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22.
98 Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.
99 Gaudium et spes, 1.
100 Ibid., 41.
101 Ibid., 26.
102 Jn 16, 7.
103 Jn 16, 7.
104 Jn 16, 8-11
105 Cf. Jn 3, 17; 12, 47
106 Cf. Ef 6, 12.
107 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 2
108 Cf. Ibid., 10, 13, 27, 37, 63, 73, 79, 80.
109 Act 2, 4.
110 Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332.
111 Act 1, 4. 5. 8.
112 Act 2, 22-24.
113 Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.
114 Cf. Jn 3, 17; 12, 47.
115 Act 2, 36.
116 Act 2, 37 s.
117 Cf. Mc 1,15.
118 Jn 20, 22.
119 Cf. Jn 16, 9.
120 Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55.
121 Cf. 1 Cor 2, 10.
122 Cf. 2 Tes 2, 7.
123 Cf. 1 Tim 3, 16.
124 Cf. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 19-22: AAS 77
(1985), pp. 229-233.
125 Cf. Gén 1-3.
126 Cf. Rm 5, 19; Flp 2, 8.
127 Cf. Jn 1, 1. 2. 3. 10.
128 Cf. Col 1, 15-18.
129 Cf. Jn 8, 44.
130 Cf. Gén 1, 2.
131 Cf. Gén 1, 26. 28. 29.
132 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
133 Cf. 1 Cor 2, 10 s.
134 Cf. Jn 16, 11.
135 Cf. Flp 2, 8.
136 Gén 2, 16 s.
137 Gén 3, 5.
138 Cf. Gén 3, 22 sobre el « árbol de la vida »; cf. también Jn 3, 36; 4, 14; 5,
24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14, 6; Act 13, 48; Rm 6, 23; Gál 6, 8; 1 Tim 1,
16; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5, 11. 13; Ap 2, 7.
139 Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad 3.
140 1 Jn 3, 8.
141 Jn 16, 11.
142 Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53.
143 Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.
144 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en e1 mundo actual, 36.
145 En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.
146 Cf. Gén 6, 7.
147 Gén 6, 5-7.
148 Cf. Rm 8, 20-22.
149 Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2.
150 Heb 9, 13 s.
151 Jn 20, 22 s.
152 Act 10, 38.
153 Heb 5, 7 s.
154 Heb 9,14.
155 Cf. Lev 9, 24; 1 Re 18, 38; 2 Cro 7, 1.
156 Cf. Jn 15, 26.
157 Jn 20, 22 s.
158 Mt 3, 11.
159 Cf. Jn 3, 8.
160 Jn 20, 22 s.
161 Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
162 S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3: Ad Claras
Aquas, V, 463.
163 Mc 1, 15.
164 Cf. Heb 9, 14.
165 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
166 Cf. Gén 2, 9. 17.
167 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 16.
168 Ibid., 27.
169 Ibid., 13.
170 Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984),16: AAS 77 (1985), pp. 213-217.
171 Const. past. Gaudium et spes, 10.
172 Cf. Rom 7, 14-15. 19.
173 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 37.
174 Ibid., 13.
175 Ibid., 37.
176 Cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.
177 Cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: « ¿ Qué abismo es, pues,
y a qué abismo llama ? Si abismo significa profundidad, ¿ pensamos acaso que el
corazón del hombre no sea un abismo ? ¿ Hay algo, pues, más profundo que este
abismo ? Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través de las acciones
que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus conversaciones; pero,
¿de quién se puede penetrar el pensamiento ? ¿ de quién se puede leer en su
corazón ? »
178 Cf. Heb 9, 14.
179 Jn 14, 17.
180 Mt 12. 31 s.
181 Mc 3, 28 s.
182 Lc 12, 10.
183 S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3; cf. S. Agustín,
Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura, Comment. in Evang. S.
Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, pp. 314 s.
184 Cf. Sal 81 [80], 13; Jer 7, 24, Mc 3, 5.
185 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de
diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.
186 Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados
Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y radiomensajes,
VIII (1946), 288.
187 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de
diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 225 s.
188 1 Tes 5, 19; Ef 4, 30.
189 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconcitiatio et paenitentia (2 de
didembre de 1984), 14-22: AAS 77 (1985), pp. 211-233.
190 Cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.
191 Cf. Jn 16, 11.
192 Cf. Jn 16,15.
193 Cf. Gál 4, 4.
194 Ap 1, 8; 22, 13.
195 Jn 3, 16.
196 Gál 4, 4 s.
197 Lc 1, 34 s.
198 Mt 1, 18.
199 Mt 1, 20 s.
200 S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIIa, q. 2, aa. 10-12; q. 6, a. 6; q. 7, a.
13.
201 Lc 1, 38.
202 Jn 1, 14.
203 Col 1, 15.
204 Cf. Por ejemplo, Gén 9, 11; Dt 5, 26; Job 34, 15; Is 40, 6; 52, 10; Sal 145
[144], 21; Lc 3, 6; 1 Pe 1, 24.
205 Lc 1, 45.
206 Cf. Lc 1, 41.
207 Cf. Jn 16, 9.
208 2 Cor 3, 17.
209 Cf. Rom 1, 5.
210 Rom 8, 29.
211 Cf. Jn 1, 14. 4. 12 s.
212 Cf. Rom 8, 14.
213 Cf. Gál 4, 6; Rom 5, 5; 2 Cor 1, 22.
214 Rom 8, 15.
215 Rom 8, 16 s.
216 Cfr. Sal 104 (103), 30.
217 Rom 8, 19.
218 Rom 8, 29.
219 Cf. 2 Pe 1, 4.
220 Cf. Ef 2, 18; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
221 Cf. 1 Cor 2, 12.
222 Cf. Ef 1, 3-14.
223 Ef 1, 13 s.
224 Cf. Jn 3, 8.
225 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22; cf.
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
226 Jn 4, 24.
227 Ibid.
228 Cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.
229 Cf. Tit 2, 11.
230 Cf. Is 45, 15.
231 Cf. Sab 1, 7.
232 Lc 2, 27. 34.
233 Gál 5,17.
234 Gál 5, 16 s.
235 Cf. Gál 5, 19-21.
236 Gal 5, 22 s.
237 Gál 5, 25.
238 Cf. Rom 8, 5. 9.
239 Rm. 8, 6. 13.
240 Rm 8, 10. 12.
241 Cf. 1 Cor 6, 20.
242 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 19.
20. 21.
243 Lc 3, 6; cf. Is 40, 5.
244 Cf. Rom 8, 23.
245 Rom 8, 3.
246 Rom 8, 26.
247 Rom 8, 11.
248 Rom 8, 10.
249 Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 14: AAS 71 (1979), pp. 284
s.
250 Cf. Sab 15, 3.
251 Cf. Ef 3, 14-16.
252 Cf. 1 Cor 2, 10 s.
253 Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19.
254 Cf. Jn 14, 23; S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1: SC 153, pp. 72-80; S.
Hilario, De Trinitate, VIII, 19. 21: PL 16, 752 s.; S. Agustín, Enarr. in Ps.
XLIX, 2: CCL 38, pp. 575 s.; S. Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium,
lib. I; II: PG 73, 154-158; 246; lib. IX: PG 74, 262; S. Atanasio, Oratio III
contra Arianos, 24: PG 26, 374 s.; Epist. I ad Serapionem, 24: PG 26, 586 s.;
Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7: PG 39, 523-530; S. Juan Crisóstomo,
In epist. ad Romanos homilia XIII, 8: PG 60, 519; S. Tomás de Aquino, Summa
Theol. Ia, q. 43, aa. 1, 3-6.
255 Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 93; aa. 4. 5. 8.
256 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24;
cf. también 25.
257 Cf. Ibid., 38, 40.
258 Cf. 1 Cor 15, 28.
259 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
260 Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648.
261 S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110.
262 Rom 8, 2.
263 2 Cor 3, 17.
264 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 53-59.
265 Ibid., 38.
266 1 Cor 8, 6.
267 Jn 16, 7.
268 Jn 14, 18.
269 Mt 28, 20.
270 Es lo que expresa la « Epiclesis » antes de la Consagración: « Santifica
estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros
Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor » (Plegaria eucarística II).
271 Cf. Ef 3, 16.
272 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
273 Ibid.
274 Cf. Act 2, 42.
275 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2.
276 S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36, p. 266; cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia,
47.
277 Const. dogrn. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
278 Act 17, 28.
279 1 Tim 2, 4.
280 Cf. Heb 5, 7.
281 Lc 11, 13.
282 Rm 8, 26.
283 Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423.
284 Rom 8, 27.
285 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 63.
286 Ibid., 64.
287 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; cf. Ap 22, 17.
288 Cf. Rom 8, 24.
289 Cf. Jn 4, 14; Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
290 Cf. Ap 12, 10.
291 Cf. Rom 8, 23.
292 Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
293 Cf. Símbolo Quicumque: DS 75.
294 Cf. Rom 5, 5.
295 Conviene recordar aquí la importante Exhort. Apost. Gaudete in Domino, del
Sumo Pontífice Pablo VI, publicada el 9 de mayo del Año Santo 1975. En efecto,
es siempre válida la invitación expresa da en ella a « pedir al Espíritu Santo
el don de la alegría » y también a « saborear la alegría propiamente espiritual,
que es un fruto del Espíritu Santo »: AAS 67 (1975), pp. 289; 302.
296 Cf. Jn 16, 22.
297 Cf. Rom 14, 17; Gál 5, 22.