Liturgia
San Francisco de Sales
vida devota Primera parte de la
Introducción a la vida devota
CAPÍTULO VQUE ES
MENESTER COMENZAR POR LA PURIFICACIÓN DEL ALMA«Las flores, dice el sagrado
Esposo, apareen en nuestra tierra; el tiempo de podar y cortar ha
llegado». ¿Qué son las flores de nuestros corazones, ¡oh Filotea!, sino
los buenos deseos?
Ahora bien, en cuanto aparecen, es menester
poner la mano a la segur, para cortar, en nuestra conciencia, todas las
obras muertas y superfluas. La doncella extranjera, para casarse con un
israelita, había de quitarse los vestidos de cautiva, cortarse las uñas
y rasurar los cabellos: y el alma que aspira al honor de ser esposa del
Hijo de Dios debe «despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo»,
dejando el pecado, cortando de raíz toda clase de estorbos, que apartan
del amor del Señor. El comienzo de nuestra santidad consiste en purgar
los malos humores del pecado.
San Pablo quedó enteramente
purificado, en un instante, y lo mismo le acaeció a Santa Catalina de
Génova, a Santa Magdalena, a Santa Pelagia y a algunos otros santos;
pero esta clase de purificación es absolutamente milagrosa y
extraordinaria, en el orden de la gracia, como la resurrección de los
muertos lo es en el orden de la naturaleza, por lo que no hemos de
pretenderla. La purificación y la curación ordinaria, así de los cuerpos
como de las almas, no se hace sino poco a poco, paso a paso, por grados,
de adelanto en adelanto, con dificultad y con tiempo. Los ángeles de la
escala de Jacob tienen alas, pero no vuelan, sino que suben y bajan
ordenadamente de grada en grada. El alma que se remonta del pecado a la
devoción, es comparada a la aurora, la cual, cuando aparece, no disipa
en un instante, las tinieblas, sino lentamente. Dice un aforismo que
cuanto menos precipitada es la curación, es tanto más segura: las
enfermedades del corazón, como las del cuerpo, vienen a caballo y al
galope, pero se van a pie y al paso.
Conviene, pues, ¡oh
Filotea!, que seas animosa y paciente en esta empresa. ¡Ah! Qué pena da
ver a ciertas almas que, al sentirse todavía sujetas a muchas
imperfecciones, después de haberse ejercitado en la devoción, se turban
y desalientan y se dejan casi vencer por la tentación de abandonarlo
todo y de volver atrás. Más, por el contrario, ¿no es también un peligro
para las almas, el que, por una tentación opuesta, lleguen a creer, el
primer día, que ya están purificadas de sus imperfecciones y, teniéndose por perfectas, echen a volar sin alas? ¡Oh
Filotea, es
demasiado grande el peligro de caer, para desasirse tan pronto de las
manos del médico! ¡Ah!, «no os levantéis antes de que llegue la luz
-dice el profeta-; levantaos después de haber descansado»; y él mismo,
después de haber practicado este consejo y de haberse lavado y
purificado, pide a Dios que le lave y purifique de nuevo.
El
ejercicio de la purificación del alma no puede ni debe acabarse, sino con
la vida. No nos turbemos, pues, por nuestras imperfecciones, porque
nuestra perfección consiste precisamente en combatirlas, y no podremos
combatirlas sin verlas, ni vencerlas sin encontrarlas. Nuestra victoria
no estriba en no sentirlas, sino en no consentir en ellas, y no es, en
manera alguna, consentir el sentirse por ellas acosado. Es muy
provechoso, para el ejercicio de la humildad, que, alguna vez, seamos
heridos en este combate espiritual; sin embargo, nunca somos vencidos,
sino cuando perdemos la vida o el valor. Ahora bien, las imperfecciones
y los pecados no pueden arrebatarnos la vida espiritual, pues está, solo
se pierde por el pecado grave; importa, pues, que no nos desalienten:
«Líbrame, Señor -decía David-, de la cobardía y del desaliento». Es,
para nosotros, una condición ventajosa, en esta guerra, saber que
siempre seremos vencedores, con tal que queramos combatir.
12-12-2012
Dios te salve Santa María de
Guadalupe, llena, eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y
bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la ahora de nuestra
muerte.
Amén