Liturgia Católica

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INTRODUCCIÓN A LA VIDA DEVOTA
SAN FRANCISCO DE SALES
Primera parte



Tercera parte de la Introducción a la vida devota

CAPÍTULO I


DE LA ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER EN CUANTO AL EJERCICIO DE LAS VIRTUDES


El rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va rodeado de su pequeño pueblo, y la caridad nunca entra en un corazón si no lleva consigo todo el séquito de las demás virtudes, a las que ejercita y hace trabajar, como un capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni súbitamente, ni de la misma manera, ni siempre, ni en todas partes. El justo es «como el árbol plantado junto a la corriente de las aguas que lleva su fruto a su tiempo», porque la caridad, al rociar una alma, produce en ella las obras de virtud, y cada una a su debido tiempo. «La música -dice el Proverbio-, es inoportuna en un duelo». Muchos padecen de un defecto, a saber, que cuando emprenden la práctica de una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la misma en toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos filósofos, quieren o siempre reír o siempre llorar; y aún se conducen peor cuando censuran o critican a los que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal como ellos lo hacen. «Hay que alegrarse con los que están alegres y llorar con los que lloran», dice el Apóstol, y «la caridad es paciente, benigna», generosa, prudente, condescendiente.


Hay, no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad y la humildad son unas virtudes que han de informar todas las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más excelentes que estas: el uso, empero, de estas es más necesario. El azúcar es más excelente que la sal; pero el uso de la sal es más frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena provisión de esas virtudes generales, pues es menester servirse de ellas casi continuamente.


Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho placer en las asperezas de las mortificaciones corporales, para gozar más fácilmente de las dulzuras espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era merecedora de reprensión, porque, contra el parecer de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían obrado mal si se hubiesen distraído de este santo ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres, aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas son las virtudes del prelado, otras las del príncipe, otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en aquellas que exige el género de vida a que ha sido llamado.


Entre las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares, hemos de preferir las más excelentes a las más vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos parecen mayores únicamente porque están más cerca de nosotros, y en un medio más denso, comparado con el de las estrellas. De la misma manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así, materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el vulgo, el cual tiene en más la limosna material que la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura, la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del corazón, que, no obstante, son mucho más excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no las más apreciadas; las más excelentes y no las más vistosas, las más buenas y no las de más relumbrón.


Es muy útil que cada uno elija un ejercicio particular de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino para tener el espíritu más ajustadamente ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga, te conduciré a su presencia». Entendió el santo que era la misericordia con los pobres, lo que Dios le recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino, deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro, cogió en su casa a un pobre todo el lleno de lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la mortificación, y para practicarlo más dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca de vosotros fin, si el ángel no os encuentra juntos, correréis gran peligro de perder vuestras coronas».


El rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y servía a los enfermos con sus propias manos. San Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su dama; Santo Domingo se entregó a la predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran Abralián, y, como este, hospedó al Rey de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la propia abyección; Santa Catalina de Génova, habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia, acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando siempre a esta devota joven, le dio ocasión de practicar dignamente la dulzura y la condescendencia.


Así, entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a enseñar la doctrina cristiana a los niños, otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos, combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata para hacer toda clase de flores; así, estas almas piadosas que emprenden algún ejercicio particular de devoción, se sirven de él, como de un fondo, para su bordado espiritual, sobre el cual practican la variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados, porque los relacionan con su ejercicio principal, y así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas bien bordadas.


Cuando somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la medida de lo posible, emprender la práctica de la virtud contraria, haciendo que todas las demás cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no dejaremos de avanzar en todas las virtudes.


Si me siento combatido por el orgullo o por la ira, será menester que, en todas las cosas, me incline y me doblegue del lado de la humildad y de la mansedumbre, y que, hacia este fin, enderece los demás ejercicios de la oración, de los sacramentos, de la prudencia, de la constancia, de la sobriedad. Porque así como los jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y afirman con los demás dientes, los cuales, a su vez, quedan con ello muy finos y cortantes, así el hombre virtuoso, después de haber cometido la empresa de perfeccionarse en la virtud que le es más necesaria para su defensa, la ha de pulir y limar con el ejercicio de las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan aquella, se hacen ellas mismas más excelentes y perfectas, como le ocurrió a Job, que, al practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las tentaciones que le acometieron, se hizo santo y virtuoso en toda suerte de virtudes. Y aún ha ocurrido que, como dice San Gregorio Nacianceno, por un solo acto de virtud, practicado con perfección, una persona ha llegado a la cumbre de la santidad, y pone como ejemplo Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta la hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero esto se entiende de cuando el acto se hace de una manera excelente, con gran fervor y caridad.




Dios te salve Santa María, reina elevada al cielo; Ruega por nosotros.

Cristiano Católico 15-12-2012