Liturgia Católica
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Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO VI
QUE LA HUMILDAD HACE QUE AMEMOS NUESTRA PROPIA ABYECCIÓN
Voy más lejos, Filotea, y te digo que, en todo y
por todo, ames tu propia abyección. Pero me dirás: ¿qué significa esto:
ama tu propia abyección? En latín, abyección quiere decir humildad, y
humildad quiere decir abyección, de manera que, cuando Nuestra Señora,
en su sagrado cántico, dice: «porque el Señor ha visto la humildad de su
sierva, todas las generaciones me llamarán bienaventurada », quiere
decir que el Señor ha visto de buen grado su abyección, vileza y bajeza,
aquella colmarla de gracias y favores. Con todo hay mucha diferencia entre
la virtud de la humildad y la abyección, porque la abyección es la
pequeñez, la bajeza y la vileza que hay entre nosotros, sin que nosotros
pensemos en ello; pero la virtud de la humildad es el verdadero
conocimiento y voluntario reconocimiento de nuestra abyección. Ahora
bien, el punto más encumbrado de esta humildad consiste, no solo en
reconocer voluntariamente nuestra abyección, sino en amarla y en
complacernos en ella, y no por falta de ánimos y de generosidad, sino
para más ensalzar a la divina Majestad y más amar al prójimo en
comparación con nosotros mismos. Esta es la cosa a la cual te exhorto,
y, para que lo entiendas mejor, sepas que entre los males que padecemos
unos son abyectos y otros honrosos. Muchos se conforman con los
honrosos, pero nadie quiere acomodarse a los abyectos. He aquí un devoto
ermitaño harapiento y tiritando de frío: todos honran su hábito deshecho
y compadecen su austeridad; pero si se trata de un pobre obrero, de un
pobre joven, de una pobre muchacha, son despreciados, objeto de burla;
su pobreza es abyecta. Un religioso recibe resignadamente una áspera
reprensión de su superior, o un hijo la recibe de su padre: todo el
mundo llamará a esto mortificación, obediencia y prudencia; un caballero
o una dama sufrirán lo mismo de parte de otra persona, y, aunque la
soporten por amor de Dios, todos les motejarán de cobardía y poquedad de
espíritu. Una persona tiene un cáncer en un brazo y otra en la cara: aquella solo tiene el mal, pero esta, además del mal, padece el
menosprecio, el desdén y la abyección. Pues bien, te digo ahora que no solo hemos de apreciar el mal, lo cual se hace con la virtud de la
paciencia, sino también la abyección, lo cual se hace con la virtud de
la humildad.
También hay virtudes abyectas y virtudes
honrosas: la paciencia, la mansedumbre, la simplicidad y la humildad son
virtudes que los mundanos tienen por viles y abyectas; al contrario,
tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la liberalidad. Y, aun
entre los actos de una misma virtud, unos son objeto de desprecio y
otros de honra: dar limosna y perdonar las injurias son actos de
caridad; el primero es honrado por todos, y el segundo despreciable a
los ojos del mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al
desorden de una pandilla desenfrenada en el hablar, en el jugar, en el
bailar, en el beber, en el vestir, serán criticados o censurados por los
demás y su modestia será calificada de hipocresía o afectación: pues
bien, amar esto es amar la propia abyección. He aquí otra manera de
amarla: vamos a visitar a los enfermos; si soy enviado al más miserable,
esto será para mí un motivo de abyección, según el mundo, y, por esto mismo, la amaré; si me envían a visitar a los de categoría, será una
abyección según el espíritu, porque en ello no hay tanta virtud ni
mérito y, por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en medio de la
calle, además del daño que se hace, es objeto de burla; es menester
querer esta abyección. Hay faltas en las cuales no se encuentra otro mal
que la abyección; la humildad no nos exige que las cometamos
expresamente, pero exige que no nos inquietemos cuando las hayamos
cometido: tales son ciertas ligerezas, faltas de educación, descuidos,
las cuales hay que evitar, por razones de buena educación y de
prudencia, antes de que se cometan; pero una vez cometidas, hay que
aceptar la abyección que de ellas proviene, y hay que aceptarla de buen
grado, para practicar la santa virtud de la humildad. Más aún: si me he
dejado llevar de la ira o de la disolución, hasta decir palabras
ofende inconvenientes, que han redundado en ofensa de Dios o del prójimo, me
arrepentiré vivamente y estaré afligido de la ofensa, la cual procuraré
reparar de la mejor manera que me sea posible; pero no dejaré de aceptar
la abyección y el desprecio que de ello me sobrevengan, y, si una cosa
pudiese separarse de la otra, rechazaría enérgicamente el pecado y me
quedaría humildemente con la abyección.
Pero, aunque amemos
la abyección que proviene del mal, es menester que, con recursos
apropiados y legítimos, pongamos remedio al mal que la ha causado, sobre
todo cuando el mal acarrea consecuencias. Sí, tengo en el rostro algún
mal repugnante, procuraré su curación, pero sin olvidar la abyección que
trae consigo. Si he hecho alguna cosa que no ofende a nadie, no me
disculparé de ella, porque, aunque esta cosa sea algún defecto, no es
permanente, y no podría excusarme de ella, sino por la abyección que de
la misma procede, y esto es lo que la humildad no puede permitir; más, sí, por descuido o por dejadez, he ofendido o escandalizado a alguno,
repararé la ofensa con alguna excusa, verdadera, porque el mal es
permanente y la caridad obliga a borrarlo. Por lo demás, suele ocurrir,
alguna vez, que la caridad exija, que pongamos remedio a la abyección,
por el bien del prójimo, al cual es necesaria nuestra reputación; más en
este caso, una vez quitada nuestra abyección de los ojos del prójimo
para evitar el escándalo, conviene guardarla y ocultarla dentro del
corazón, para que se edifique de ello.
Pero tú, Filotea,
quieres saber cuáles son las mejores abyecciones. Te digo claramente que
las más provechosas al alma y las más agradables a Dios son las que nos
vienen al azar o por la condición de nuestra vida, porque estas no son
escogidas por nosotros, sino que se reciben tal como las envía Dios,
cuya elección siempre es mejor que la nuestra. Y, si hay que escoger,
las más grandes son las mejores, y son más grandes las contrarías a
nuestras inclinaciones, con tal que cuadren con nuestra profesión,
porque, digámoslo de una vez para siempre, nuestra elección echa a
perder y disminuye casi todas nuestras virtudes. ¡Ah! ¿Quién nos hará la
gracia de que podamos decir con aquel gran rey: «He preferido ser
abyecto en la casa del Señor a habitar en los palacios de los
pecadores?». Nadie puede decirlo, amada Filotea, fuera de Aquel que,
para ensalzarnos, vivió y murió, de manera que fue «el oprobio de los
hombres y la abyección de la plebe».
Te he dicho muchas cosas
que te parecerán duras cuando las consideres; pero, créeme: cuando las
practiques, serán para ti más agradables que el azúcar y la miel.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 16-12-2012
Vida Devota
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María