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Cuarta parte de la Introducción a la vida devota
CAPÍTULO XIII
DE LOS CONSUELOS ESPIRITUALES Y SENSIBLES Y CÓMO HAY QUE
CONDUCIRSE EN ELLOS
Dios conserva este gran mundo en una
perpetua mudanza, por la cual el día se cambia en noche, la primavera en verano,
el verano en otoño, el otoño en invierno y el invierno en primavera, y nunca un
día es igual al anterior, pues los hay nublados, lluviosos, secos, ventosos,
variedad que llena de hermosura el universo. Lo mismo puede decirse del hombre,
el cual, según el dicho de los antiguos, es un compendio del mundo; porque nunca
se halla en el mismo estado, y su vida se desliza sobre la tierra como las
aguas, flotando y moviéndose con perpetua variedad de movimientos, que ora lo
elevan hacia la esperanza, ora lo hunden en el temor, ora lo inclinan hacia la
derecha por el consuelo, ora hacia la izquierda por la aflicción, y jamás uno
solo de sus días, ni siquiera una sola de sus horas, es igual a la que pasó.
He aquí una importante advertencia: hemos de procurar conservar una continua e
inalterable igualdad de corazón, en medio de una desigualdad tan grande de
acontecimientos, y, aunque todas las cosas den vueltas y cambien continuamente
en torno nuestro, nosotros hemos de permanecer constantemente inmóviles,
mirando, caminando y aspirando hacia nuestro Dios. Que la nave tome este o aquel
rumbo, que navegue hacia levante o hacia poniente, hacia el septentrión o hacia
el mediodía, sea cual fuere el viento que la mueva, siempre su brújula mirará
hacia su estrella favorita y hacia el polo.
Que todo ande revuelto, no ya tan sólo en torno nuestro, sino aun dentro de
nosotros mismos, es decir, que nuestra alma esté triste, alegre, en suavidad, en
amargura, en luz y en tinieblas, en tentación, en reposo, en placer, en
displicencia, en sequedad, en ternura; que el sol la abrase o el rocío la
refresque.... es menester que siempre y constantemente la punta de nuestro
corazón, nuestro espíritu, nuestra voluntad superior, que es nuestra brújula,
mire incesantemente y aspire perpetuamente al amor de Dios, a su Creador, a su
Salvador, a su único y soberano bien. «Ya vivamos, ya muramos, dice el Apóstol,
si permanecemos en Dios... ¿Quién nos separará del amor y caridad de Dios?»
No, jamás cosa alguna nos separará de este amor: ni la tribulación, ni la
angustia, ni la muerte, ni la vida, ni el dolor presente, ni el temor de los
accidentes futuros, ni los artificios del maligno espíritu, ni la elevación de
las consolaciones, ni el abismo de las aflicciones, ni la ternura, ni la
sequedad, han de separarnos jamás de esta santa caridad, que está fundada en
Jesucristo.
Esta resolución tan absoluta de jamás abandonar a Dios ni dejar su dulce
amor, sirve de contrapeso a nuestras almas para mantenerlas en una santa
igualdad, en medio de la desigual diversidad de movimientos que la condición de
esta vida le acarrea. Porque, así como las abejas, al sentirse sorprendidas por
el viento en medio del campo, se cogen de las piedras para poderse balancear en
el aire y no ser tan fácilmente arrastradas a merced de la tempestad, de la
misma manera nuestra alma, después de haber abrazado con su resolución el
precioso amor de Dios, permanece constante en medio de la inconstancia y de las
vicisitudes de los consuelos y aflicciones espirituales y temporales, exteriores
e interiores.
Mas, aparte de esta doctrina general, necesitamos
algunos principios particulares, exteriores e interiores.
1.
Afirmo, pues, que la devoción no consiste en la dulzura, suavidad,
consolación y ternura sensible al corazón, que provoca en nosotros lágrimas y
suspiros y nos causa una cierta satisfacción, agradable y sabrosa, en algunos
ejercicios espirituales.
No, Filotea, la devoción y esto no son, en manera alguna, una misma cosa, porque
hay muchas almas que gozan de estas ternuras y consolaciones, y, a pesar de
ello, no dejan de ser muy viciosas, y, por consiguiente, no tienen un verdadero
amor de Dios ni, mucho menos, una verdadera devoción. Cuando Saúl perseguía a
muerte a David, que huía delante de él hacia los desiertos de Engaddi, entró
solo en una caverna, donde David se había ocultado, hubiera podido mil veces
darle muerte, le perdonó la vida, y, no sólo no quiso infundirle temor, sino
que, después de haberle dejado salir libremente, le llamó para probarle su
inocencia y hacerle saber que lo había tenido a su arbitrio.
Ahora bien, por este motivo, ¿qué cosas no hizo Saúl, para demostrar que su
corazón se había ablandado con respecto a David? Llamóle hijo suyo, se echó a
llorar en voz alta, comenzó a alabarle, a reconocer su bondad, a rogar a Dios
por él, a presagiar su grandeza, a encomendarle su posteridad para después de su
muerte. ¿Qué mayor dulzura y ternura de corazón podía manifestarle? Y no
obstante, a pesar de esto, su alma no había cambiado y continuó persiguiendo a
David tan cruelmente como antes.
También se encuentran personas que,
al considerar la bondad de Dios y la Pasión del Salvador, sienten gran ternura
en su corazón, que les hace prorrumpir en suspiros, lágrimas, oraciones y
acciones de gracias muy sensibles, de tal manera que podría decirse que son
presa de una gran devoción. Mas, cuando se llega a la práctica, aparece que,
como la lluvia pasajera de un verano caluroso, que, al caer a grandes chorros
sobre la tierra, no la penetra y sólo sirve para provocar la salida de las
setas, de la misma manera estas lágrimas y estas ternuras, al caer sobre un
corazón vicioso, no lo penetran, y son para él completamente inútiles, porque, a
pesar de ello, estos infelices no se desprenden ni de un céntimo de los bienes
mal adquiridos, ni renuncian a uno solo de sus perversos afectos, ni quieren
aceptar la menos incomodidad del mundo en el servicio de aquel Señor sobre el
cual tanto han llorado; de suerte que los buenos movimientos que han sentido no
son otra cosa que ciertos hongos espirituales, que, no sólo no constituyen la
verdadera devoción, sino que, con frecuencia, son grandes artimañas del enemigo,
el cual, mientras entretiene a las almas con estas pequeñas consolaciones, hace
que queden contentas y satisfechas con esto y que no busquen la verdadera y
sólida devoción, la cual consiste en una voluntad constante, resuelta,
pronta y activa en ejecutar lo que es agradable a Dios.
Un
niño llorará amargamente si ve que sangran a su madre con una lanceta; pero si,
al mismo tiempo, su madre le pide una manzana o un paquete de confites que tiene
en la mano, no querrá, en manera alguna, soltarlo. Tales son, en su mayor parte,
nuestras tiernas devociones: cuando vemos la lanzada que traspasa el corazón de
Jesucristo crucificado, lloramos de ternura, ¡Ah! Filotea, está bien llorar la
pasión dolorosa y la muerte de nuestro Padre y Redentor; mas, ¿por qué no le
damos de buen grado la manzana que tenemos en nuestras manos, y que Él nos pide
constantemente, a saber, nuestro corazón, la única manzana de amor que este
Salvador desea de nosotros? ¿Por qué, no le ofrecemos tantos pequeños afectos,
goces, complacencias, que Él quiere arrebatarnos de las manos y no puede, porque
son nuestras golosinas y las preferimos a la gracia celestial? ¡Ah! son
amistades de niños pequeños, tiernas, sí, pero débiles, ilusorias, y sin efecto.
La devoción no consiste en estas ternezas y afectos sensibles,
que unas veces proceden del propio natural que es también blando y susceptible
de la impresión que se le quiera dar, y otras veces del enemigo, que, para
distraernos con esto, excita nuestra imaginación con ideas que producen estos
efectos.
2. Estas ternezas y afectuosas dulzuras son, empero, a
veces, muy buenas y muy útiles, porque abren el apetito del alma, confortan el
espíritu, y juntan a la prontitud de la devoción una santa alegría, la cual hace
que nuestros actos, aun exteriormente, sean bellos y simpáticos. Es el gusto que
se siente por las cosas divinas, el cual hacia exclamar a David: «¡Oh, Señor,
qué dulces son a mi paladar tus palabras; más dulces que la miel en mi boca! »
Y, ciertamente, el más insignificante consuelo de la devoción que sentimos vale
más, bajo todos los conceptos, que las más excelentes virtudes del mundo. La
leche que chupan los niños, es decir, las mercedes del divino Esposo, sabe mejor
al alma que el vino sabroso de los placeres de la tierra; el que las ha gustado
tiene todas las demás cosas de la tierra por hiel y ajenjo.
Y así como los que tienen regaliz en la boca reciben de ella una dulzura tan
grande, que no sienten ni hambre ni sed, así también aquellos a quienes Dios ha
dado este maná celestial de las suavidades y de las consolaciones exteriores, no
pueden desear ni recibir los consuelos del mundo, a lo menos para entretenerse y
complacerse en ellos. Estas suavidades son un pequeño anticipo de las suavidades
inmortales, que Dios da a las almas que le buscan; son los confites que da a sus
hijitos para atraérselos; son aguas cordiales que les ofrece para confortarlos;
y son también como ciertas arras de las recompensas eternas. Se dice que
Alejandro Magno, navegando en alta mar, descubrió antes que nadie la Arabia
Feliz, por la suavidad de los aromas que el viento le llevaba, con lo que se
animaron él y sus compañeros. De la misma manera nosotros recibimos, con
frecuencia, en este mar de la vida mortal, dulzuras y suavidades que, sin duda,
nos hacen presentir las delicias de la patria celestial, a la cual tendemos y
aspiramos.
3. Pero me dirás: puesto que hay consuelos sensibles
que son buenos y vienen de Dios, y también los hay inútiles, peligrosos y aun
perniciosos, que provienen de la naturaleza o del enemigo, ¿cómo podré discernir
los unos de los otros y conocer los malos y los inútiles entre los que son
buenos? Es doctrina general, amada Filotea, que, en cuanto a los afectos y
pasiones, los hemos de conocer por los frutos. Nuestros corazones son los
árboles; los afectos y las pasiones son sus ramas, y sus obras y acciones son
sus frutos.
Es bueno el corazón que tiene buenos afectos, y son los afectos y las pasiones
los que producen en nosotros buenas obras y santas acciones. Si las dulzuras,
ternezas y consolaciones nos hacen más humildes, pacientes, tratables,
caritativos y compasivos con el prójimo, más fervorosos en mortificar nuestras
concupiscencias y nuestras inclinaciones, más constantes en nuestros ejercicios,
más dóciles y flexibles con respecto a aquellos a quienes debemos obedecer, más
sencillos en nuestra manera de vivir, es indudable, Filotea, que son de Dios;
mas, si estas dulzuras sólo son dulces para nosotros, y nos hacen curiosos,
ásperos, puntillosos, impacientes, tercos, orgullosos, presuntuosos, duros para
con el prójimo, y por creer que ya somos santos no queremos sujetarnos más a la
dirección y a la corrección, es seguro que estos consuelos son falsos y
perniciosos. «El buen árbol solamente produce buenos frutos».
4.
Cuando sintamos estas dulzuras y estos consuelos:
a) Humillémonos mucho
delante de Dios, y guardémonos bien de decir a causa de estas suavidades: « ¡
Ah, qué bueno soy ! » No, Filotea, estos bienes no nos hacen mejores, porque,
como he dicho, la devoción no consiste en esto. Digamos más bien: « ¡ Oh! ¡qué
bueno es Dios para los que esperan en Él, para el alma que le busca! » El que
tiene azúcar en la boca no puede decir que su boca es dulce, sino que es dulce
el azúcar. De la misma manera, aunque esta dulzura espiritual es muy buena, y
muy bueno el Dios que nos la da, no se sigue de aquí que sea bueno el que la
recibe.
b) Reconozcamos que todavía somos niños pequeños, que
necesitamos aún del pecho, y que estos confites se nos dan porque tenemos el
espíritu tierno y delicado, el cual necesita cebos y golosinas para ser atraído
al amor de Dios.
c) Mas, después de esto, hablando en general y de
ordinario, recibamos humildemente estas gracias y favores, y tengámoslos por muy
grandes, no por lo que son en sí, sino porque es la mano de Dios la que los pone
en nuestro corazón, como le ocurriría a una madre, que para acariciar a su hijo,
le pusiere ella misma los confites en la boca uno tras otro, pues, si el hijo
fuese capaz de entenderlo, apreciaría más la dulzura de los halagos y de las
caricias de su madre, que la dulzura de las mismas golosinas. Así también,
Filotea, mucho es sentir estas dulzuras, pero la dulzura de las dulzuras está en
considerar que Dios, con su mano amorosa y maternal, nos las pone en la boca, en
el corazón, en el alma y en el espíritu.
d) Una vez las hayamos recibido con humildad, empleémoslas con mucho
cuidado, según las intenciones de Aquel que nos las da. ¿Con qué fin creemos que
Dios nos da estas dulzuras? Para hacernos suaves con todos y amorosos con Él. La
madre da el confite a su hijo para que la bese; besemos, pues, a este Salvador,
que nos da tantas dulzuras. Ahora bien, besar al Salvador, es obedecerle,
guardar sus mandamientos, hacer su voluntad, cumplir sus deseos: en una palabra,
abrazarle tiernamente con obediencia y fidelidad. Por lo tanto, cuando recibimos
alguna consolación espiritual, es menester que, aquel día, seamos más diligentes
en el bien obrar, y que nos humillemos.
e) Además de eso, es necesario
que, de vez en cuando, renunciemos a estas dulzuras, ternezas y consolaciones,
que despeguemos nuestro corazón de ellas y que hagamos protestas de que, si bien
las aceptamos humildemente y las amamos, porque Dios nos las envía y nos mueven
a su amor, no son, empero, ellas lo que buscamos, sino Dios y su santo
amor; no la consolación, sino el Consolador; no la dulzura, sino el dulce
Salvador; no la ternura, sino la suavidad del cielo y de la tierra, y,
con estos afectos, nos hemos de disponer a perseverar firmes en el santo amor de
Dios, aunque, durante toda nuestra vida, jamás hubiésemos de sentir ningún
consuelo, diciéndole lo mismo en el monte Calvario y en el Tabor: « ¡ Oh Señor!,
bueno es permanecer aquí », ya estemos en la cruz, ya en la gloria.
f) Finalmente, te advierto que si recibes en notable abundancia
estas consolaciones, ternuras, lágrimas y dulzuras, o te acontece en ellas
alguna cosa extraordinaria, hables de ello sinceramente con tu director, para
aprender la manera de moderarte y conducirte, pues está escrito: «¿Has hallado
la miel? Pues come la que es suficiente».
Ave María Purísima
Cristiano Católico 20-12-2012 Año de la Fe
Sea Bendita la Santa e
Inmaculada Purísima Concepción de la Santísima Virgen María